La primera vez que fui a Laura, creí
haberlo visto todo. Pero, de regreso, al conversar con varios amigos sobre mi
visita a Laura, descubrí que, en realidad, me había perdido de la mayor atracción
turística de Laura: el balneario. Así pues, decidí volver.
Sólo puedo ir a Laura los sábados.
Majuro es casi un pueblo fantasma los domingos. Desde el siglo XIX, los
misioneros se encargaron de atormentar a los marshaleses que osaran hacer alguna
actividad el día del Señor; por otra parte, las Islas Marshall es ahora un
bastión de Adventistas del Séptimo Día, y esta secta fanáticamente observa el
descanso, no los domingos, sino los sábados, según la vieja usanza judía. Así
pues, si bien los domingos hay taxis en la ciudad de Majuro, no hay transporte
hasta Laura; por ello, tuve que ir un sábado.
Los turistas están dispuestos a
pagar taxis de veinte dólares de ida y veinte de vuelta. Con el estallido del
precio del dólar en los últimos días en Venezuela, he descubierto que esa
cantidad sería prácticamente mi sueldo como profesor universitario, de forma
tal que opté por ir en transporte colectivo, a un precio diez veces más barato.
Así pues, fui al terminal, y tras media hora de espera mientras se llenaba la
camioneta, comenzamos el viaje a Laura.
A mi lado, iba sentado un muchacho
con una botella de agua. Cada dos minutos, el muchacho escupía una sustancia
roja en la botella. Eran restos de la nuez de areca. Es tremendo vicio en las
Islas Marshall. En los negocios de Majuro, hay carteles anunciando la
prohibición de masticar esa nuez. Mis primeros días en las Islas Marshall no
entendí muy bien la razón por la cual se insistía tanto en esta prohibición,
pero pronto vine a comprenderla mejor.
El consumo de la nuez está asociada
al cáncer bucal y de garganta. No es propiamente narcótica, pero según parece,
sí genera un efecto relajante en la lengua. La nuez es muy destructiva con los
dientes. Cualquier viajero se impresionará los primeros días de ver a
marshaleses que parecen vampiros: la areca hace que sus dientes se vuelvan
rojos. Como en muchas otras sociedades, vicios como éste es más propio de los
hombres que de las mujeres, pero no faltan algunas marshalesas que pudieran ser
bonitas, si no fuera por sus dientes rojos.
La preocupación de las autoridades
marshalesas, no obstante, no es tanto los dientes rojos (aún el capitalismo no
ha hecho surgir a un Osmel Sousa marshalés obsesionado con los dientes de las
mujeres), sino con los restos de areca en las islas. Por todo Majuro, hay
manchas rojas en las aceras y las paredes: rastros de escupitajos gigantes. En
un país que aún no ha erradicado satisfactoriamente la tuberculosis, esto es
una amenaza considerable.
Alguna gente más razonable, como el
muchacho que estaba sentado a mi lado en el camino a Laura, escupen en la
botella. Pero, eventualmente, lanzan estas botellas al mar. José Salvador
Arenga, el pescador salvadoreño que se perdió en el mar y llegó a las Islas
Marshall hace algunos años, cuenta a Jonathan Franklin en su libro 438 Days, que a medida que se acercaba a
tierra firme, se encontraba con botellas plásticas con líquidos rojos.
Desesperado por la sed, las bebía. Supongo que el pobre diablo creía que eran
jugos de frambuesas procedentes de las supuestas paradisíacas islas del
Pacífico, cuando en realidad, son mezclas repugnantes de saliva y restos de
nuez de areca.
En toda Micronesia, algunos idiotas demagogos
patrioteros han querido defender la areca del mismo modo en que Evo Morales
defiende la coca: es una sustancia que nuestros pueblos ancestrales valoraron,
el imperialismo la sataniza, y bla bla bla. Afortunadamente, los
administradores marshaleses han comprendido el peligro de esta nuez, y han
hecho un notable esfuerzo por erradicar su consumo.
Pero, el modo en que pretenden hacerlo
es muy torpe. Por ejemplo, en la universidad donde trabajo, los escupitajos son
un grave problema. Hay carteles anunciando multas a quien se vea escupiendo la
sustancia. No está mal. Pero, además, estos carteles amenazan con publicar las
fotos de quien lo haga, y exhibirlas para humillarlos. Eso sí es más
preocupante.
Los castigos de humillación no
suelen ser muy eficientes. Maduro y su combo han intentado hacer esto con los
bachaqueros, pero eso de ningún modo ha traído los resultados esperados. Y, tal
como la filósofa Martha Nussbaum ha dicho muchas veces, hay algo profundamente
perturbador en los castigos de humillación. Este tipo de castigos es propio de
sociedades tremendamente represivas que, a la larga, busca ejercer un excesivo
control social sobre el individuo, al punto de destruir su privacidad. A los
puritanos en EE.UU. les gustaba mucho imponer este castigo (Nathaniel Hawthorne
escribió su célebre novela, La letra
escarlata, precisamente como crítica a eso); de nuevo, la influencia
misionera norteamericana se hace sentir en las Islas Marshall.
Yo no sé cuál es la solución. Quizás,
la represión sí funcione. Lee Kuan Yew, el déspota benigno de Singapur,
célebremente prohibió los chicles en su país porque, como en las Islas
Marshall, la gente los escupía y generaba problemas estéticos y sanitarios.
Aparentemente, su solución fue efectiva. Pero, yo no estoy muy seguro de que
eso sea una buena opción en las Islas Marshall. A diferencia de Singapur, el
nivel educativo de los marshaleses es bajísimo, y mientras eso no cambie, la
gente seguirá buscando la manera de masticar y escupir la areca. Se acudiría,
como suele ocurrir, al mercado negro. La solución, creo yo, tiene que ser más
educativa que represora: el gobierno tiene que hacer ver a los marshaleses los
peligros de consumir esa sustancia.
En fin, al llegar a Laura, caminé
hacia el balneario. No tiene la cantidad de basura que sí hay en la ciudad de Majuro,
pero el balneario no es lo suficientemente limpio. Laura está en el extremo
oeste del atolón, de forma tal que las aguas del océano y la laguna se unen.
Ese día, la marea estaba baja, y eso hizo que la vista de ese ecosistema fuese
muy bella. Me senté un rato a leer The
Marshall Islands Journal, y se me acercó un turista a preguntarme si había
restaurantes cerca. No hay nada de eso en Laura. El turista resultó ser francés.
Aproveché la ocasión para practicar el idioma francés, y estuvimos hablando casi
una hora sobre Marine Le Pen, Chávez, las Islas Marshall, el fútbol…
Para regresar a mi casa, esperé a
las camionetas. Pero, no pasaban. Así pues, empecé a caminar por la aldea de
Laura en ruta hacia la ciudad de Majuro. Los perros de Laura son tan agresivos
como los de Majuro. Pero, desde que hace una semana devolví la bicicleta a mi
amigo a británico, ahora me aseguro de caminar siempre con un palo.
El poder psicológico de ese palo es
impresionante. Sin el palo, cada vez que venía un perro, yo me mortificaba.
Ahora, con el palo, tengo un gran deseo de que venga uno de esos malditos
perros a ladrarme, para batirlo con todas mis fuerzas. Hasta ahora, no he
golpeado a ningún perro, pero ya no los temo. Me siento un poco como el simio de
las primeras escenas de 2001: Odisea
espacial, que descubre el uso de un hueso como arma, y después de eso,
reparte coñazos por diestra y siniestra.
Ahora comprendo mejor la obsesión de algunos de mis
amigos maracuchos con las armas. Si un palo genera esa transformación en mí,
¡cuánto más me cambiaría una pistola! Las armas son casi como la dopamina. Y,
así como ahora yo estoy muy deseoso de encontrarme un perro altanero en Majuro
para darle su buen coñazo, estoy seguro de que la gente armada en Maracaibo
tiene muchas ansias de sacar su pistola para demostrar al mundo cuán bravucones
son. Con los años, me he vuelto cada vez más de derecha. Pero, en este asunto,
sí acompaño a los progres: me parece de lo más razonable que los gobiernos restrinjan
el derecho de los ciudadanos a llevar armas, y que se vayan a la mierda
Charlton Heston y los gringos derechistas fanatizados con la fulana segunda
enmienda de su constitución.
Caminaba y caminaba en Laura, pero no pasaban las
camionetas. Me empecé a preocupar, porque ya comenzaba a atardecer. Entonces,
tuve una idea que no pasaba por mi mente desde hacía casi veinte años: pediría
una cola, haría auto-stop. Cuando
estudiaba en la Universidad Rafael Urdaneta, alejada de Maracaibo, a veces
pedía colas para volver a la ciudad. Y, en algún viaje a La Puerta en los andes
venezolanos, también me monté en camiones de tomates y papas. Pero, a medida
que Chávez fue destruyendo a Venezuela, el montarse en carros ajenos se volvió
algo cada vez más peligroso. Por eso, estando en Laura, tuve que vencer el
temor que cualquier venezolano tendría al pedir una cola a un extraño.
En menos de cinco minutos, se detuvo una camioneta particular,
y me monté en el cajón. En el atolón de Majuro sólo hay una carretera, de forma
tal que acá no es necesario preguntar si se lleva la misma ruta a la cual uno
aspira. En el cajón de la camioneta, había dos marshaleses que llevaban sacos
de guineos. Me ofrecieron un cambur. Los guineos marshaleses son sabrosos, pero
según he escuchado, no tienen suficientes nutrientes, porque el suelo coralino
no lo permite.
Los marshaleses de la camioneta no hablaban, pero sí
sonreían. Parecían una versión benigna de Drácula: estos tipos también tenían
los dientes rojos, pero no daban miedo. A medida que el viento chocaba con mi
cara, en el camino de regreso a la ciudad de Majuro, reflexioné sobre mi
estadía ya de tres meses en las Islas Marshall, y mi próximo futuro regreso a
Maracaibo.
No extrañaré la fealdad, el fanatismo religioso, y
la ignorancia que abunda en las Islas Marshall. Estaré muy contento de no tener
más estudiantes como los marshaleses, tremendamente desmotivados, sumamente
irresponsables y, sencillamente, brutos. Pero, sí debo decir que, de todas las
naciones que he visitado (nunca he tenido buenos carros ni me han hecho grandes
fiestas, pero sí me he dado el gusto de viajar bastante), las Islas Marshall es
uno de los países donde más amabilidad he encontrado. Por eso, estoy seguro de
que sentiré alguna nostalgia al volver a Maracaibo. Como viajero, hacer auto-stop y estar en un cajón con
vampiros sonrientes, generó en mí un gran placer; ciertamente, un placer mucho
mayor que el estar en una cola de tres horas en el Louvre para finalmente ver
la Mona Lisa, y descubrir que es
mucho más insignificante y pequeña de lo que parece.
El placer de
hacer auto stop parece tonto, pero no
lo es. Es el placer de la confianza entre seres humanos, de la tranquilidad. Eso,
me temo, lo perdimos en Venezuela hace ya mucho tiempo, y no volverá.