lunes, 28 de noviembre de 2016

Areca, palos y auto-stop

            La primera vez que fui a Laura, creí haberlo visto todo. Pero, de regreso, al conversar con varios amigos sobre mi visita a Laura, descubrí que, en realidad, me había perdido de la mayor atracción turística de Laura: el balneario. Así pues, decidí volver.
            Sólo puedo ir a Laura los sábados. Majuro es casi un pueblo fantasma los domingos. Desde el siglo XIX, los misioneros se encargaron de atormentar a los marshaleses que osaran hacer alguna actividad el día del Señor; por otra parte, las Islas Marshall es ahora un bastión de Adventistas del Séptimo Día, y esta secta fanáticamente observa el descanso, no los domingos, sino los sábados, según la vieja usanza judía. Así pues, si bien los domingos hay taxis en la ciudad de Majuro, no hay transporte hasta Laura; por ello, tuve que ir un sábado.

            Los turistas están dispuestos a pagar taxis de veinte dólares de ida y veinte de vuelta. Con el estallido del precio del dólar en los últimos días en Venezuela, he descubierto que esa cantidad sería prácticamente mi sueldo como profesor universitario, de forma tal que opté por ir en transporte colectivo, a un precio diez veces más barato. Así pues, fui al terminal, y tras media hora de espera mientras se llenaba la camioneta, comenzamos el viaje a Laura.
            A mi lado, iba sentado un muchacho con una botella de agua. Cada dos minutos, el muchacho escupía una sustancia roja en la botella. Eran restos de la nuez de areca. Es tremendo vicio en las Islas Marshall. En los negocios de Majuro, hay carteles anunciando la prohibición de masticar esa nuez. Mis primeros días en las Islas Marshall no entendí muy bien la razón por la cual se insistía tanto en esta prohibición, pero pronto vine a comprenderla mejor.
            El consumo de la nuez está asociada al cáncer bucal y de garganta. No es propiamente narcótica, pero según parece, sí genera un efecto relajante en la lengua. La nuez es muy destructiva con los dientes. Cualquier viajero se impresionará los primeros días de ver a marshaleses que parecen vampiros: la areca hace que sus dientes se vuelvan rojos. Como en muchas otras sociedades, vicios como éste es más propio de los hombres que de las mujeres, pero no faltan algunas marshalesas que pudieran ser bonitas, si no fuera por sus dientes rojos.
            La preocupación de las autoridades marshalesas, no obstante, no es tanto los dientes rojos (aún el capitalismo no ha hecho surgir a un Osmel Sousa marshalés obsesionado con los dientes de las mujeres), sino con los restos de areca en las islas. Por todo Majuro, hay manchas rojas en las aceras y las paredes: rastros de escupitajos gigantes. En un país que aún no ha erradicado satisfactoriamente la tuberculosis, esto es una amenaza considerable.
            Alguna gente más razonable, como el muchacho que estaba sentado a mi lado en el camino a Laura, escupen en la botella. Pero, eventualmente, lanzan estas botellas al mar. José Salvador Arenga, el pescador salvadoreño que se perdió en el mar y llegó a las Islas Marshall hace algunos años, cuenta a Jonathan Franklin en su libro 438 Days, que a medida que se acercaba a tierra firme, se encontraba con botellas plásticas con líquidos rojos. Desesperado por la sed, las bebía. Supongo que el pobre diablo creía que eran jugos de frambuesas procedentes de las supuestas paradisíacas islas del Pacífico, cuando en realidad, son mezclas repugnantes de saliva y restos de nuez de areca.
            En toda Micronesia, algunos idiotas demagogos patrioteros han querido defender la areca del mismo modo en que Evo Morales defiende la coca: es una sustancia que nuestros pueblos ancestrales valoraron, el imperialismo la sataniza, y bla bla bla. Afortunadamente, los administradores marshaleses han comprendido el peligro de esta nuez, y han hecho un notable esfuerzo por erradicar su consumo.
            Pero, el modo en que pretenden hacerlo es muy torpe. Por ejemplo, en la universidad donde trabajo, los escupitajos son un grave problema. Hay carteles anunciando multas a quien se vea escupiendo la sustancia. No está mal. Pero, además, estos carteles amenazan con publicar las fotos de quien lo haga, y exhibirlas para humillarlos. Eso sí es más preocupante.
            Los castigos de humillación no suelen ser muy eficientes. Maduro y su combo han intentado hacer esto con los bachaqueros, pero eso de ningún modo ha traído los resultados esperados. Y, tal como la filósofa Martha Nussbaum ha dicho muchas veces, hay algo profundamente perturbador en los castigos de humillación. Este tipo de castigos es propio de sociedades tremendamente represivas que, a la larga, busca ejercer un excesivo control social sobre el individuo, al punto de destruir su privacidad. A los puritanos en EE.UU. les gustaba mucho imponer este castigo (Nathaniel Hawthorne escribió su célebre novela, La letra escarlata, precisamente como crítica a eso); de nuevo, la influencia misionera norteamericana se hace sentir en las Islas Marshall.

            Yo no sé cuál es la solución. Quizás, la represión sí funcione. Lee Kuan Yew, el déspota benigno de Singapur, célebremente prohibió los chicles en su país porque, como en las Islas Marshall, la gente los escupía y generaba problemas estéticos y sanitarios. Aparentemente, su solución fue efectiva. Pero, yo no estoy muy seguro de que eso sea una buena opción en las Islas Marshall. A diferencia de Singapur, el nivel educativo de los marshaleses es bajísimo, y mientras eso no cambie, la gente seguirá buscando la manera de masticar y escupir la areca. Se acudiría, como suele ocurrir, al mercado negro. La solución, creo yo, tiene que ser más educativa que represora: el gobierno tiene que hacer ver a los marshaleses los peligros de consumir esa sustancia.
            En fin, al llegar a Laura, caminé hacia el balneario. No tiene la cantidad de basura que sí hay en la ciudad de Majuro, pero el balneario no es lo suficientemente limpio. Laura está en el extremo oeste del atolón, de forma tal que las aguas del océano y la laguna se unen. Ese día, la marea estaba baja, y eso hizo que la vista de ese ecosistema fuese muy bella. Me senté un rato a leer The Marshall Islands Journal, y se me acercó un turista a preguntarme si había restaurantes cerca. No hay nada de eso en Laura. El turista resultó ser francés. Aproveché la ocasión para practicar el idioma francés, y estuvimos hablando casi una hora sobre Marine Le Pen, Chávez, las Islas Marshall, el fútbol…
            Para regresar a mi casa, esperé a las camionetas. Pero, no pasaban. Así pues, empecé a caminar por la aldea de Laura en ruta hacia la ciudad de Majuro. Los perros de Laura son tan agresivos como los de Majuro. Pero, desde que hace una semana devolví la bicicleta a mi amigo a británico, ahora me aseguro de caminar siempre con un palo.
            El poder psicológico de ese palo es impresionante. Sin el palo, cada vez que venía un perro, yo me mortificaba. Ahora, con el palo, tengo un gran deseo de que venga uno de esos malditos perros a ladrarme, para batirlo con todas mis fuerzas. Hasta ahora, no he golpeado a ningún perro, pero ya no los temo. Me siento un poco como el simio de las primeras escenas de 2001: Odisea espacial, que descubre el uso de un hueso como arma, y después de eso, reparte coñazos por diestra y siniestra.
Ahora comprendo mejor la obsesión de algunos de mis amigos maracuchos con las armas. Si un palo genera esa transformación en mí, ¡cuánto más me cambiaría una pistola! Las armas son casi como la dopamina. Y, así como ahora yo estoy muy deseoso de encontrarme un perro altanero en Majuro para darle su buen coñazo, estoy seguro de que la gente armada en Maracaibo tiene muchas ansias de sacar su pistola para demostrar al mundo cuán bravucones son. Con los años, me he vuelto cada vez más de derecha. Pero, en este asunto, sí acompaño a los progres: me parece de lo más razonable que los gobiernos restrinjan el derecho de los ciudadanos a llevar armas, y que se vayan a la mierda Charlton Heston y los gringos derechistas fanatizados con la fulana segunda enmienda de su constitución.
Caminaba y caminaba en Laura, pero no pasaban las camionetas. Me empecé a preocupar, porque ya comenzaba a atardecer. Entonces, tuve una idea que no pasaba por mi mente desde hacía casi veinte años: pediría una cola, haría auto-stop. Cuando estudiaba en la Universidad Rafael Urdaneta, alejada de Maracaibo, a veces pedía colas para volver a la ciudad. Y, en algún viaje a La Puerta en los andes venezolanos, también me monté en camiones de tomates y papas. Pero, a medida que Chávez fue destruyendo a Venezuela, el montarse en carros ajenos se volvió algo cada vez más peligroso. Por eso, estando en Laura, tuve que vencer el temor que cualquier venezolano tendría al pedir una cola a un extraño.
En menos de cinco minutos, se detuvo una camioneta particular, y me monté en el cajón. En el atolón de Majuro sólo hay una carretera, de forma tal que acá no es necesario preguntar si se lleva la misma ruta a la cual uno aspira. En el cajón de la camioneta, había dos marshaleses que llevaban sacos de guineos. Me ofrecieron un cambur. Los guineos marshaleses son sabrosos, pero según he escuchado, no tienen suficientes nutrientes, porque el suelo coralino no lo permite.
Los marshaleses de la camioneta no hablaban, pero sí sonreían. Parecían una versión benigna de Drácula: estos tipos también tenían los dientes rojos, pero no daban miedo. A medida que el viento chocaba con mi cara, en el camino de regreso a la ciudad de Majuro, reflexioné sobre mi estadía ya de tres meses en las Islas Marshall, y mi próximo futuro regreso a Maracaibo.

No extrañaré la fealdad, el fanatismo religioso, y la ignorancia que abunda en las Islas Marshall. Estaré muy contento de no tener más estudiantes como los marshaleses, tremendamente desmotivados, sumamente irresponsables y, sencillamente, brutos. Pero, sí debo decir que, de todas las naciones que he visitado (nunca he tenido buenos carros ni me han hecho grandes fiestas, pero sí me he dado el gusto de viajar bastante), las Islas Marshall es uno de los países donde más amabilidad he encontrado. Por eso, estoy seguro de que sentiré alguna nostalgia al volver a Maracaibo. Como viajero, hacer auto-stop y estar en un cajón con vampiros sonrientes, generó en mí un gran placer; ciertamente, un placer mucho mayor que el estar en una cola de tres horas en el Louvre para finalmente ver la Mona Lisa, y descubrir que es mucho más insignificante y pequeña de lo que parece.

 El placer de hacer auto stop parece tonto, pero no lo es. Es el placer de la confianza entre seres humanos, de la tranquilidad. Eso, me temo, lo perdimos en Venezuela hace ya mucho tiempo, y no volverá.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Carreras y baloncesto

Por muchos años, yo fui un corredor de medias distancias, y participé en algunas carreras. Pero, me fastidié. En Maracaibo, el único lugar donde realmente se puede correr es el Paseo del Lago, pues en el resto de la ciudad, los corredores están expuestos a los ladrones y a los conductores híper agresivos.
Además, quizás, hay en mí un gusanito anti-sistema. Y, en vista de que en Maracaibo se pusieron de moda los grupos training y toda su parafernalia consumista para salir a trotar, me aburrió aún más correr. Más aún, cuando me enteré de que Jim Fixx, el autor de un libro best seller promoviendo los beneficios de correr, murió de un infarto a los 52 años mientras corría, perdí el entusiasmo.

Encima, puesto que con la enorme cantidad de tiempo que perdemos los maracuchos haciendo cola, ya no puedo leer con tanta devoción, como lo hacía antes. Por eso, para compensarlo, escucho clases, libros y programas académicos mientras hago otras actividades. Cuando corro, es imposible concentrarme en lo que oigo. Por eso, prefiero ahora caminar, mientras oigo esos documentos.
Pero, de vez en cuando conservo mi gusto por trotar. En Majuro casi no hay corredores. Pero, con la alarmante tasa de diabetes y obesidad en las Islas Marshall, el gobierno de vez en cuando promueve carreras. Esta semana se convocó una, como parte de las festividades del Día del Presidente.
En Venezuela, hay fanáticos que aún pican tortas a Hugo Chávez el día de su cumpleaños. Esto se suele ver como parte del culto a la personalidad que el propio Chávez promovió, pero en realidad, no es muy distinto de lo que se hace en otros países. En las Islas Marshall, se celebra el cumpleaños del primer presidente de este país, Amata Kabua. Este hombre no promovió un culto; no era el megalomaníaco narcisista que sí fue Chávez. Pero, sí fue mucho más corrupto. Quizás Chávez esté ahora ardiendo en el infierno, pero estoy seguro de que el Juez Supremo no lo habría condenado por corrupción: su obsesión era que las masas le rindieran culto, no acumular dinero en cuentas suizas. Como Bolívar, Chávez murió sin grandes riquezas; pero también como Bolívar, era un tipo tremendamente vanidoso.
En cambio, según he consultado en libros y con marshaleses cultos, Kabua sí tuvo negocios turbos, y ha quedado en la historia como un corrupto. Él negoció la independencia marshalesa, y la compensación norteamericana, siempre acudiendo al chantaje victimista post-colonial. No sorprendería saber que le quedó una tajada de esa compensación. Buena parte de esa compensación no va al gobierno marshalés, sino a los caciques. Y Kabua, muy convenientemente, era un cacique, que siempre obstaculizó el ascenso político de los plebeyos.
Tuvo, además, una idea demencial: quiso negociar con compañías nucleares norteamericanas, para recibir desechos industriales, a cambio de millones de dólares. Su razonamiento era muy sencillo: puesto que las Islas Marshall están amenazadas por el calentamiento global dada su baja altitud, los desechos servirían para aumentar la altitud, y así, ¡todos quedarían contentos!
A los marshaleses no parecen molestarles mucho estas desfachateces. Ven a Kabua, no como un político, sino como un jefe tribal, que merece respeto debido a su jerarquía tradicional, y que supo ganarse la simpatía del pueblo: supongo que, como los adecos, robó y dejó robar. Es el padre de la patria, pero no hay nada remotamente cercano al enfermizo culto a Bolívar (y ahora, a Chávez) que tenemos que soportar los venezolanos. Los marshaleses no están entre esos pueblos desgraciados que necesitan héroes, como bien señaló en una ocasión Bertolt Brecht.
En fin, como parte de las celebraciones del Día del Presidente, corrí en una carrera de seis kilómetros. En los últimos 20 metros, un filipino que había dejado atrás al inicio de la carrera, corrió a toda velocidad, y me ganó por un par de segundos. Por culpa de ese payaso, no obtuve el tercer lugar en mi categoría, y no recibí premios. Como suele ocurrir cuando un perdedor se frustra, odié a toda la nación filipina, y se me vinieron a la mente todos los cuentos degradantes que mi abuela Aurorita me contaba sobre esa gentuza. Ya recuperado con agua y naranjas, el filipino se acercó a darme la mano, y muy a mi pesar, se la extendí… La amabilidad del tipo, supongo, me hizo recuperar mi cordura, y comprendí que casi todos esos cuentos que me contaba mi abuela, estaban llenos de prejuicios colonialistas típicos de su época.
J. Maarten Troost, un tipo que escribió un libro muy popular sobre Kiribati (The Sex Lives of Cannibals), estuvo unos días en Majuro. Y, en su libro (escrito en un tono brutalmente sarcástico e irónico), describe muy negativamente a esta ciudad, haciendo mucho énfasis en la obesidad. Pero, si bien la obesidad es un problema en todo el Pacífico, yo no veo tantos gordos. Hay muchos más en Maracaibo.
Por otra parte, tampoco hay mucha gente haciendo ejercicios. A veces voy a un gimnasio. Ahí, hay varios filipinos y fijianos, pero casi no hay marshaleses. En ocasiones veo a fijianos jugar rugby en un parque. Y, los domingos, a veces yo juego fútbol en ese parque. En Maracaibo, yo juego en una liga, con uniformes, árbitros, y demás. Acá, es una caimanera muy desordenada, y no estoy seguro de que la gente siquiera conoce las reglas más básicas (excepto, por supuesto, que no se puede usar la mano). Las primeras ocasiones, pensé que esos muchachos con quienes he jugado son marshaleses. Pero, luego descubrí que son gente de Kiribati.
Lo he dicho muchas veces, y volveré a decirlo, aun si se enojan los fans de Eduardo Galeano y otros progres latinoamericanos: el colonialismo tuvo aspectos positivos. Y, uno de ellos, fue la exportación del deporte moderno. A los ingleses debemos el ethos deportivo, la organización, lo civilizado de esta actividad. Ha resultado natural, pues, que en las antiguas colonias, prevalezcan los deportes de las antiguas metrópolis. Kiribati fue una colonia inglesa, y por eso, hay más entusiasmo por el fútbol. Las Islas Marshall, en cambio, fueron una colonia norteamericana, y ya sabemos cómo los gringos desprecian el fútbol. Por eso, a los marshaleses no les interesa mucho el fútbol (aunque, ocasionalmente veo franelas del Real Madrid), y no creo que la FIFA se plantee estos atolones como terreno fértil para expandir sus negocios.

La pasión marshalesa, en cambio, es el baloncesto. Supongo que la falta de espacios abiertos en estos atolones, ha propiciado el gusto por este deporte que no necesita campos. En los barrios de Majuro y Laura, se improvisan canchas con cestos, y los muchachos no tienen problemas en jugar descalzos en arena. Había un gimnasio cubierto en donde se organizaban campeonatos, pero, está ya totalmente deteriorado por la falta de mantenimiento, y ahí ya sólo quedan ratas. Lamentablemente, la altura no ayuda mucho a los marshaleses; pero, he visto a jóvenes con muchas destrezas. He dicho más arriba que los marshaleses no forman parte de los pueblos desgraciados que necesitan héroes. Pero, quizás debería matizar, pues percibo en ellos un gran deseo en tener a un marshalés en la NBA. Ojalá llegue.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Mezquita y Oreos

            Supuestamente, los viernes son días tristes. La piedad cristiana conmemora que Jesús murió un viernes, y en países cristianos muy tradicionales, antaño había un aire de tristeza los viernes. El capitalismo, por supuesto, arrasó con eso. Thank God It’s Friday, reza un eslogan publicitario que es frecuentemente utilizado por varias franquicias comerciales. El viernes es cada vez más día de fiesta y de consumo; no de llantos y vía crucis.
            En Majuro, como en cualquier ciudad occidentalizada o en vías de occidentalización, los viernes en la noche son agitados. Al atardecer, yo suelo ir al bar del hotel de Majuro (el Marshall Islands Resort; hay otro hotel, el Robert Reimers, pero no es muy frecuentado), donde se reúnen colegas y amigos, la mayoría occidentales. No hay plena integración entre occidentales y marshaleses, pero las relaciones son cordiales. En un país tan chiquito como las Islas Marshall, es imposible atrincherarse en una villa cerrada y evitar el contacto con la gente local.

            A pesar de que el techo es de zinc (y por ello recuerda un poco a un rancho en Maracaibo), el bar del hotel tiene un ambiente agradable, con una bonita vista a la laguna. Ahí disfruto hablar con amigos gringos y de otros países, aunque ya el temita del triunfo de Trump me fastidia un poco. Yo suelo quedarme hasta que llega un marshalés con su piano, y empieza a cantar a todo volumen.
En matrimonios y fiestas de quince años en Maracaibo, siempre suplico a los músicos que canten y toquen a un nivel lo suficientemente bajo como para permitir una conversación, pero nunca me hacen caso. El venir a Majuro no me ha permitido alejarme de eso. Acá, los músicos también desprecian el placer de la conversación, y también tocan su música a todo volumen. En clase, un marshalés es incapaz de responder a una pregunta que haga un profesor, pero cuando se trata de cantar y tocar música, no son nada tímidos.
En fin, puesto que cuando llega el músico se acaba la conversación, yo aprovecho para irme del bar. Pero, en al menos dos ocasiones, cuando he llegado a mi casa un viernes en la noche, no hay electricidad. Mi apartamento es terriblemente caluroso, y sin aire acondicionado o ventilador, he tenido que salir a explorar más la isla, ya de noche.
En una de esas exploraciones de viernes en la noche, entré a la mezquita de Majuro. Como todo lo de las Islas Marshall, es simplona y precaria. Es una casita, con muchos perros sarnosos en el patio, y niños descalzos corriendo y jugando con esos perros, como si fuera Lassie.
La mezquita tiene dos pequeños minaretes, y si no fuera por esos minaretes, perfectamente podría ser una de esas taguaras maracuchas mal iluminadas. Yo conocía al imam de la mezquita, pues él en una ocasión había visitado la universidad donde imparto clases. Es un canadiense de origen pakistaní. Me recibió con mucha amabilidad, y me llevó a una habitación donde había tres imam más, también canadienses (y un neoyorquino) de origen pakistaní. La mezquita estaba sin electricidad, pero la habitación tenía una temperatura agradable, gracias a un aire acondicionado split, que funciona con energía solar. La cataleta que los marshaleses suelen armar con el tema del calentamiento global puede llegar a fastidiar, pero no estaría mal imitarlos en colocar paneles solares para que, cuando la iguana o el zamuro enviado por la CIA tumbe la electricidad en Maracaibo, al menos no nos achicharremos de calor.
Empezamos a hablar del Islam en las Islas Marshall. Estos imam son de la secta ahmadiya. Este grupo se remonta a la India de finales del siglo XIX, cuando un tal Mirza Ghulam Ahmad se proclamó como el mahdi (algo así como un mesías musulmán), a la vez que se consideró una manifestación de Cristo; desde entonces, han asumido una intensa actividad misionera en muchos países (me aseguran que en Venezuela hay misioneros; yo aún no he visto al primero).
La secta ahmadiya ha sido brutalmente perseguida en Pakistán, y también hay mucha hostilidad contra ella en el mundo árabe. No se sabe cuántos seguidores de esta secta hay en el mundo; los imam me decían que hay decenas de millones, pero según he consultado, esa cifra es probablemente muy inflada. Por ese motivo, no confío mucho cuando me dicen que en las Islas Marshall han logrado convertir a más o menos doscientas personas… yo creo que ni los wahabíes saudíes de Caracas, con todos los petrodólares que han invertido en su majestuosa mezquita, han logrado convertir a tanta gente.
El imam neoyorquino se extendió hablándome sobre Jesús, y la creencia ahmadi, según la cual Jesús no murió en la cruz, sino que sobrevivió y fue a Cachemira, donde está enterrado. He oído este cuento antes; de hecho, le dedico alguna atención en mi libro, Jesucristo ¡vaya timo! No tuve ánimo de entrar en controversia, y sencillamente me limité a escuchar al imam y sonreír. Pero, demás está decir que esa creencia (que de ningún modo es exclusiva u original de los ahmadis) me resulta disparatada. Es prácticamente imposible que los romanos hubieran permitido bajar a Jesús vivo de la cruz, o que un crucificado pudiera haber salido de un sepulcro tapado con una roca inmensa. Pero, por otra parte, esa creencia de los ahmadis me parece mucho más razonable que la creencia cristiana según la cual, Jesús murió y resucitó al tercer día.
En fin, en vista de que su versión sobre el paradero de Jesús es menos milagrosa que la tradicional creencia cristiana, el imam neoyorquino me insistía mucho en que la secta ahmadi es muy amigable con la ciencia. Ciertamente, en el mundo musulmán, los ahmadis son de los grupos más modernos y menos fanatizados. Pero, al menos con estos imam, descubrí que están muy lejos de una mentalidad científica solvente. Les pregunté, por ejemplo, si ellos aceptaban la evolución, y me respondieron que sí, pero no que el “hombre viniera del mono”, porque, ¿cómo un chimpancé puede tener un hijo humano? Esto demuestra que, en realidad, no entienden la teoría darwinista, pues nunca los teóricos de la evolución han propuesto semejante tontería.
Luego, otro imam me decía que la evolución es “sólo una teoría”, pues nunca ha sido demostrada. Esto es un argumento típico entre los creacionistas evangélicos. Si los ahmadis quieren cultivar una imagen de gente moderna y abierta a la ciencia, no deberían estar repitiendo las sandeces de gringos (probablemente gente que votó por Trump) que creen que el hombre coexistió con los dinosaurios.
Pero, más allá de esto, lo cierto es que, ante el surgimiento del Estado Islámico en Irak y Siria, y la extensión de los tentáculos del fanatismo wahabí en el mundo entero, Occidente debería ver a los ahmadis como unos aliados interesantes para contener el peligro del yihadismo. Desde el mismo momento en que aparecieron como secta, los ahmadis se caracterizaron por censurar la interpretación violenta del concepto de yihad. En mi libro El islam ¡vaya timo!, postulé que es iluso pretender que más de mil millones de musulmanes abandonen su religión; propuse como algo más razonable que, desde Occidente, se promuevan grupos musulmanes reformistas que contengan el fanatismo. Los ahmadis ciertamente califican como uno de esos grupos reformistas. Lamentablemente, el triunfo de un troglodita como Trump propiciará que los rednecks de EE.UU. metan a todos los musulmanes en un mismo saco, y no alcancen a ver las importantes diferencias entre cada grupo musulmán, y cómo se pueden usar favorablemente esas diferencias para detener la amenaza fundamentalista.
Era ya tarde el viernes en la noche, pero la electricidad no regresaba, y yo no quería ir a mi caluroso apartamento. Así que, pregunté a los imam si podía quedarme en la mezquita hasta que volviera la electricidad. No sólo me dijeron que sí, sino que además, me invitaron a cenar en su apartamento, en el piso de arriba. Supongo que estaban deseosos de hablar con alguien sobre su religión, pues según ellos mismos me contaban, los que se han convertido al Islam en Majuro no hablan (¿qué otra cosa cabría esperar?, ¡son marshaleses!).
La cena no fue nada del otro mundo, pero fiel a sus orígenes pakistaníes, los imam la condimentaron al estilo indio. Y, como en la famosa novela de Proust, el sabor de una comida puede evocar poderosos recuerdos. El sabor de esa comida evocó en mí el recuerdo de Delhi, Agra, y mi visita al Taj Mahal hace un par de años, una experiencia que disfruté mucho. Y, al comer con unos tipos que parecían unos matemáticos del MIT que hablan inglés sin que casi nadie los entienda, me sentí auténticamente en un restaurante indio… no como un restaurante vegetariano que a veces frecuento en Maracaibo, donde me recibe un colombiano hare krishna vestido con harapos supuestamente de la India, y que sirve comida que, en realidad, parece más comprada en Bicentenario.
Como postre, uno de los imam sacó unas galletas Oreo. En Maracaibo, yo suelo pelear con mi esposa y mi madre por esas malditas galletas. Yo aborrezco a los progres y sus teorías conspiranoicas, pero en el caso de las Oreo, sí creo que son un invento de la CIA para envenenar al Tercer Mundo: esas diabólicas galletas han de tener un componente adictivo, pues para mí es imposible comer sólo una. Yo no consumo esas galletas como el monstruo simpático de Plaza Sésamo: las consumo más bien del mismo modo en que Diomedes Díaz se metía cocaína antes de un concierto.
Por eso, yo pido a mi esposa que no compre esa mierda, pues es como comprarle bebida a un alcohólico. Mi esposa, igual que mi madre, siempre chantajean diciéndome que compran eso para mis hijas, y mi esposa me promete que ella se encargará de esconderlas para que yo no las coma. Pero, en mis momentos de desesperación, siempre encuentro ese excremento que va directo a mi boca.

Afortunadamente, en Majuro, las Oreo son carísimas. Y, mi adicción aún no ha afectado mi racionalidad económica. No estoy dispuesto a comprar un paquete de Oreo en Majuro, con un tercio de mi sueldo como profesor universitario en Venezuela. Pero, además de enviar pestes, terremotos y guerras, Dios puso en la Tierra a los chinos, para completar la devastación. Y, esta miserable raza, además de piratear carteras de Louis Vuitton, ahora también piratea Oreos con precios baratísimos. En Majuro, ningún comercio vende Oreo piratas, excepto las tiendas de chinos.

Cuando el imam sacó las galletas diciendo que eran las Oreo baratas, me asusté. Pues, con Oreo piratas, ahora los chinos cultivarían en mí la misma adicción que los británicos cultivaron en China en el siglo XIX, durante las guerras del opio. Sería la venganza de Fu Man Chu. Afortunadamente, Dios aprieta pero no ahorca: el Altísimo puso en la Tierra a los chinos para producir mercancía pirateada, pero al menos en el caso de las Oreo, ni por asomo se acercan a la original gringa. El empaque es lo más destacado: podría engañar a un incauto. Pero, el sabor de la galleta está muy lejos del poder adictivo de la galleta gringa. Los chinos, que se queden con sus lumpias y sus chop suey (admito que pueden ser sabrosos, pero sólo si se tiene mucha hambre); pero cuando se trata de galletas de chocolate, ¡zapatero a su zapato!: nunca los gringos serán vencidos. 

martes, 8 de noviembre de 2016

Burned out

            Cuando decidí venir a las Islas Marshall, mis padres estaban pasando una temporada en Francia. Mi madre me recomendó leer un libro de Peter Rudiak Gould, Surviving Paradise, pero yo, con el agite de los trámites y los preparativos para viajar tan repentinamente, no le hice caso.
            Al llegar a Majuro, descubrí que muchos de mis colegas han leído ese libro, pues su autor es un antropólogo que estuvo un año como maestro voluntario en un atolón marshalés. El libro sólo consagra un capítulo a sus estudiantes, y a la educación marshalesa en general. En líneas generales, Rudiak Gould es caritativo en su retrato de los marshaleses, pero cuando se trata de asuntos educativos, es tremendamente cínico y duro. Rudiak Gould narra la indisciplina de sus estudiantes, su desmotivación, su falta de concentración, y sobre todo, el castigo corporal que administran los padres.

            Rudiak Gould fue maestro en una escuela primaria en un atolón remoto. Yo soy profesor universitario en la capital. Pero, he descubierto que las diferencias no son tan grandes. Como él, en líneas generales, a mí me agradan los marshaleses. Pero, también como él, lamento decir que, cualquier extranjero que venga a trabajar en asuntos educativos en este país, corre el riesgo de acelerar su síndrome de profesor burned out. Yo, en apenas dos meses de experiencia docente en las Islas Marshall, he acumulado más síntomas de burned out, que en mis previos diez años como profesor universitario en Venezuela.
            El mismo día que llegué a Majuro, una amiga marshalesa que me fue a recibir  en el aeropuerto, me advirtió que el nivel educativo sería bajo. En un delirio de grandeza, le dije que yo tenía muchos años de experiencia académica, y que aun si los estudiantes no rindieran, yo me encargaría de aumentarles el nivel, con mis técnicas socráticas.
Demás está decir que fui terriblemente ingenuo. En otra entrada de este blog, he explicado por qué Sócrates se habría desesperado en las Islas Marshall. Yo ingenuamente había pensado que yo podría ser algo así como Michelle Pfeifer en Dangerous Minds, una maestra que logra que pandilleros se interesen en asuntos académicos. Paja. Es imposible enseñar a quien no quiere aprender. Y, sencillamente, los marshaleses no quieren aprender. Peter Rudiak Gould no se equivoca cuando dice que tienen fobia al pensamiento.
En Venezuela, yo he evitado una técnica que mis colegas utilizan mucho: las exposiciones de estudiantes. Yo prefiero interactuar con ellos haciendo preguntas, al estilo de Sócrates, y creo que, en líneas generales, eso funciona bastante bien con los estudiantes venezolanos. Pero, en vista de que acá en las Islas Marshall eso no funciona, tuve que recurrir a las exposiciones que tanto he evitado.
Esas exposiciones parecen en realidad recitales de poemas, o peor aún, demostraciones de que los estudiantes saben leer en voz alta. Se limitan a copiar unos párrafos del libro que les he asignado, lo trasladan a Power Point, y leen en voz alta (aunque en realidad, no tan alta, pues hablan casi suspirando). Les hago alguna pregunta intentando que me aclaren algún contenido, y sencillamente responden diciendo que no entienden lo que ellos mismos leyeron.
Un estudiante empezó a leer, y de repente, se detuvo diciendo que no podía seguir. En vista de ese pánico, dos o tres más se contagiaron, y se negaron a hacer sus exposiciones. Hubo un estudiante, ya entrado en años, que con cierta altanería (algo muy poco habitual entre los marshaleses), reclamó que yo no había dado suficiente tiempo para la preparación. Eso era falso. Yo les había dado una semana, para preparar una exposición sencilla de cinco minutos. Pero, el estudiante me insistió en que, para hablar cinco minutos, ¡sería necesario dos o tres meses de preparación!
Yo les dije que estamos en una universidad, no una escuelita. Y, en cualquier universidad, hay responsabilidades. Una de esas responsabilidades es, en algún momento de sus carreras, hacer una exposición. Supuestamente, todos mis estudiantes habían ya tomado un curso de oratoria, y habían aprobado. Obviamente, no aprendieron nada en ese curso.
Entonces, el estudiante me respondió diciéndome que el curso de oratoria no debería estar incluido en ninguna carrera, pues a los marshaleses les da temor hablar en público. Lamentablemente, no le falta razón. Francis Hezel, un cura que ha vivido muchos años en Micronesia, constantemente en sus libros destaca que no hay ninguna expectativa de liderazgo entre los marshaleses. Ésta es una sociedad de castas: aquel que nació en un estrato bajo, ha de quedarse ahí toda su vida, y no se espera de él que destaque. Si adquiere buenas capacidades de oratoria, será visto como un usurpador, y será duramente censurado por la sociedad. Acá, los únicos que verdaderamente tienen derecho a hablar en público son los caciques. Naturalmente, esos caciques son los que hacen vida política, mientras el resto de los marshaleses obedientemente escucha.

Venezuela es un país mediocre, y Chávez lo llevó a la ruina. Pero, el Comandante logró convencer a la gente de que, cualquier “pata en el suelo”, con un poco de verborrea, puede surgir. Yo tradicionalmente he despreciado la charlatanería de los venezolanos. Pero, estando en las Islas Marshall, he venido a apreciar que, cuando se trata del arte de la oratoria, Venezuela es un país muy democrático, y eso es valorable: en mi país, cualquier pendejo es capaz de montarse en una tarima y hablar en un micrófono, consiguiendo sus cinco minutos de gloria.

martes, 1 de noviembre de 2016

Escuelas, cines, y Halloween

Antes de venir a las Islas Marshall, yo sabía muy bien las condiciones tan precarias a las que me enfrentaría, y nunca consideré seriamente traer a mi esposa y mis hijas. La situación está muy jodida en Venezuela. Pero, aun haciendo colas y viviendo atormentados por el crimen, nuestra calidad de vida es mejor en la cloaca que dejó Chávez, que en el basurero que es hoy Majuro.
            Con todo, sólo por si acaso, los primeros días de mi estadía en Majuro averigüé someramente cómo sería la educación de mis hijas en esta ciudad. Visité el mejor colegio de Majuro, Co-Op School. Es deprimente. En Maracaibo, es habitual que los padres de clase media amenacen a los hijos que se portan mal en los colegios, advirtiéndoles que si no rectifican, serán enviados a liceos públicos como castigo. Por ello, para un burgués como yo, la imagen del liceo público en Maracaibo siempre me resultó terrorífica; y lo fue más aún cuando, tras haber estudiado en un buen liceo en EE.UU., a mi padre se le ocurrió la idea de inscribirme en el Udón Pérez (de donde él egresó) para mi último año de bachillerato… afortunadamente, rectificó a tiempo, pues cuando visitamos el liceo, él mismo vio la pocilga en la que se había convertido.

            Pues bien, el visitar el mejor colegio de Majuro me mortificó, pues me recordó mucho a los liceos públicos de Maracaibo. Los muchachos están en salones con un ventilador oxidado en el techo, cuyas aspas dan una revolución cada treinta segundos. Yo fui a media mañana, y ya los pobres estudiantes estaban empapados en sudor. El patio, como todo Majuro, está lleno de basura. Las paredes están descoloradas.
            Me atendió la directora del colegio, una gringa no mayor de treinta años. La muchacha parecía estar consciente de las limitaciones, pero se esforzó mucho en venderme la idea de que la buena educación la hacen los maestros, no la infraestructura. Ésa es la clase de paja que tuve que aguantar durante mi paso por la Universidad Bolivariana: el buen maestro puede dar clase debajo de un árbol, la tecnología no es necesaria en la educación, los indígenas antes de que llegara Colón eran muy inteligentes, y bla bla bla. Puras mentiras. Sin aire acondicionado, es imposible concentrarse; y los indígenas no eran ningunas mentes brillantes, pues de lo contrario, hubiesen resistido la conquista con mayor eficacia.
            Le pregunté si en el colegio había problemas de drogas; me dijo que no. Le pregunté si había problemas de embarazos; de nuevo me dijo que no. Le creo lo primero, pero no lo segundo. El embarazo entre adolescentes es tremendo problema en las Islas Marshall. La muchachita con el rostro más inocente que uno pueda encontrarse en la calle, puede fácilmente tener ya dos o tres hijos. Las Islas Marshall es el país con el mayor índice de natalidad en el Pacífico: 7.3, una tasa similar a la de los países subsaharianos. Es muy fácil para los políticos marshaleses acusar al Primer Mundo de emitir gases de tipo invernadero, pero no reconocer que, con tan alta tasa de natalidad y sobrepoblación, su país también contribuye al calentamiento global.
            Pero en fin, aun si el colegio tuviera muy buenos maestros y muy buena infraestructura, el nivel educativo de los marshaleses es tan bajo, que yo temería que mis hijas se contagiasen de ello. En mis clases de psicología, he asignado a los estudiantes las clásicas pruebas de Piaget (exámenes que un niño mayor de seis años pasaría), y al menos un tercio no ha respondido correctamente.
A veces me siento como un cerdo racista por opinar estas cosas, pero afortunadamente, he descubierto que no soy el único. Peter Rudiak-Gould, un antropólogo que escribió una memoria sobre su estadía como maestro en las Islas Marshall (Surviving Paradise), describe vívidamente la apatía, la indisciplina y la mediocridad académica de los niños marshaleses. En palabras de Rudiak-Gould, los marshaleses tienen una “fobia a pensar”.

            Más aún, he conocido a otros maestros de ese mismo colegio. Y, en reuniones donde tomamos cerveza y ya no estamos bajo la vigilancia y la formalidad, nos quitamos las caretas. Los maestros reconocen que el colegio deja mucho que desear. Las escuelitas bolivarianas y los liceos públicos de Maracaibo son una mierda, pero al menos son gratis (aunque, por supuesto, como bien dijo Milton Friedman, nada es gratis, todo eso se financia con impuestos). En cambio, este liceo en Majuro cobra una mensualidad de 200 dólares por niño… ¡una barbaridad!
            Entiendo mejor, entonces, por qué en el grupo de amigos expatriados (gringos y europeos) con quienes me suelo reunir, hay muchos solteros, algunos casados, pero casi ninguno tiene hijos. Venir con niños a las Islas Marshall es complicado. Cuando el tema de los niños sale a relucir, todos dicen que aborrecen la idea de cambiar pañales, hacer teteros, y levantarse en las madrugadas. Las mujeres marshalesas tienen un promedio de siete partos, mientras que las gringas y europeas no quieren tener hijos. Afortunadamente, ese desbalance se puede solventar con la migración del Tercer Mundo al Primero. El problema, no obstante, es que trogloditas como Donald Trump no quieren entender esto.
               Yo puedo decir que los nacimientos de mis hijas han sido de los momentos más felices de mi vida. No puedo decir que el cambiar pañales o el levantarme en las madrugadas, sean placenteros. Pero, valen la pena. Lo único que yo resiento de haber tenido hijas, es que desde que nació la mayor, mi esposa se cerró a la posibilidad de ir al cine (algo que hacíamos con frecuencia antes de que nacieran las niñas).
             Por ello, aprovechando que mi esposa e hijas no están en Majuro, quise ir al cine. Por supuesto, acá no hay tal cosa. Hace años hubo un teatro de cine (lo mismo que una cancha de bowling), pero están abandonados, y hoy son edificios que se caen a pedazos, no muy distintos del Sambil de Caracas que Chávez prohibió terminar de construir, y que ahora alberga a colectivos armados.
            No obstante, el periódico local (The Marshall Islands Journal) anunció con bombos y platillos que se estrenaría una película marshalesa: Batmon vs. Majuro. Emocionado, fui al lugar convocado. Es un galpón al aire libre, con una pantalla y un proyector. Como suele ocurrir en Micronesia, el evento empezó con una hora de retraso.
Era la premier de la película, y el director del cine, un americano, ofreció unas palabras antes de exhibir la película. Dijo a la audiencia que no nos imaginábamos cuánto él había disfrutado realizando el film. Lamentablemente, este amateur no comprendió que lo importante no es que el director disfrute filmando una película, sino que la audiencia disfrute viéndola.
Hasta ese momento, yo había pensado que la peor película en la historia del cine era una venezolana (no recuerdo el nombre, pero era sobre un tipo en un barrio de Caracas que se convierte en presidente). Descubrí que, en realidad, el dudoso honor corresponde a esta película marshalesa. La película narra que Gatúbela roba el helicóptero de Batman y lo trae a Majuro, y Batman tiene que venir a buscarlo. Ya con esa premisa, es suficiente para imaginarse cuán mala es la película. Todo lo de la película es mediocre: guion, actuación, dirección, etc. No me sirve la excusa de que no hubo presupuesto para hacer una buena película, pues muchas tendencias recientes en el cine son suficiente prueba de que, con apenas una sola cámara y actores no profesionales pero bien dirigidos, se pueden hacer maravillas.
Increíblemente, los marshaleses en la audiencia gozaban enormemente la película soltando carcajadas, cuestión que reafirma en mí la idea de Rudiak-Gould, de que los marshaleses tienen fobia al pensamiento. Por otra parte, entiendo la algarabía de los marshaleses con la película. En las escenas, aparecen muchas vistas de Majuro, y para un pueblo que sólo ha sido considerado para hacer pruebas nucleares en sus islas, verse tomado en cuenta en una película, es un honor.
Esto trae a mi memoria una ocasión cuando fui al cine a ver otra película pésima, El misterio de la libélula, con Kevin Costner. En ese bodrio, el protagonista va a Venezuela. Recuerdo vívidamente que, cuando el nombre “Venezuela” apareció en la pantalla, la gente en el cine empezó a aplaudir: otra señal inconfundible de tercermundismo. Por lo demás, ese patrioterismo no duró mucho, pues cuando en esa misma película aparecían indios yanomamis, la gente en la audiencia se burlaba del pobre indio, por no poder hablar fluidamente con el protagonista.
Habiendo tantos temas importantes e interesantes en la cultura marshalesa (las pruebas nucleares, el sistema de parentesco, la amenaza del calentamiento global, etc.), ¿cómo carajo a un gringo se le ocurre hacer una bufonada sobre Batman? Pronto descubrí que, en realidad, en las Islas Marshall Batman es inmensamente popular. En Halloween, vi a muchos niños disfrazados de Batman.
Con Chávez, Venezuela tuvo una relación muy ambigua con el Halloween. Al pueblo, naturalmente, le encantaba. ¿Qué puede ser más divertido que comer chocolates y disfrazarse de bruja? Pero en una extraña alianza con los fanáticos religiosos, el chavismo montó una campaña en contra del Halloween, y empezó a decir que decorar calabazas es imperialismo cultural, que Halloween es un invento de la CIA, que hay que rescatar nuestras raíces, y bla bla bla… la misma letanía de siempre.

A los marshaleses también les encanta Halloween. Pero, como en Venezuela, también hay oposición. Puedo jactarme de haber viajado bastante, pero con bastante seguridad, puedo decir que éste es el país más religioso que he visitado. Así pues, la oposición al Halloween en las Islas Marshall naturalmente viene de los pastores protestantes, la mayoría de los cuales están fanatizados.

Yo habría esperado que, además de los pastores protestantes, los caciques y políticos marshaleses, igual que Chávez, también se opondrían al Halloween. Pues, sobre todos los caciques, son quienes más cacarean la necesidad de volver a las antiguas costumbres marshalesas. Cada vez que se proponen reformas democráticas, los iroijs (caciques) chantajean diciendo que el sistema de cacicazgo forma parte de su tradición, y que eso es sagrado. Pero, varios amigos marshaleses me han asegurado que los caciques son los que más consumen patrones culturales norteamericanos (muchos, de hecho, tienen mansiones en Hawaii), y naturalmente, los que con más entusiasmo disfrazan a sus hijos en Halloween. Estos tipejos quieren preservar la tradición cuando les conviene (y así mantener sus privilegios feudales), pero gustosamente se colocan las orejitas de Mickey Mouse. Los aborrezco. Mi único consuelo es saber que tipos como Diosdado Cabello, los hay en todas partes del mundo, y que no son solamente una vergüenza venezolana.