lunes, 28 de noviembre de 2016

Areca, palos y auto-stop

            La primera vez que fui a Laura, creí haberlo visto todo. Pero, de regreso, al conversar con varios amigos sobre mi visita a Laura, descubrí que, en realidad, me había perdido de la mayor atracción turística de Laura: el balneario. Así pues, decidí volver.
            Sólo puedo ir a Laura los sábados. Majuro es casi un pueblo fantasma los domingos. Desde el siglo XIX, los misioneros se encargaron de atormentar a los marshaleses que osaran hacer alguna actividad el día del Señor; por otra parte, las Islas Marshall es ahora un bastión de Adventistas del Séptimo Día, y esta secta fanáticamente observa el descanso, no los domingos, sino los sábados, según la vieja usanza judía. Así pues, si bien los domingos hay taxis en la ciudad de Majuro, no hay transporte hasta Laura; por ello, tuve que ir un sábado.

            Los turistas están dispuestos a pagar taxis de veinte dólares de ida y veinte de vuelta. Con el estallido del precio del dólar en los últimos días en Venezuela, he descubierto que esa cantidad sería prácticamente mi sueldo como profesor universitario, de forma tal que opté por ir en transporte colectivo, a un precio diez veces más barato. Así pues, fui al terminal, y tras media hora de espera mientras se llenaba la camioneta, comenzamos el viaje a Laura.
            A mi lado, iba sentado un muchacho con una botella de agua. Cada dos minutos, el muchacho escupía una sustancia roja en la botella. Eran restos de la nuez de areca. Es tremendo vicio en las Islas Marshall. En los negocios de Majuro, hay carteles anunciando la prohibición de masticar esa nuez. Mis primeros días en las Islas Marshall no entendí muy bien la razón por la cual se insistía tanto en esta prohibición, pero pronto vine a comprenderla mejor.
            El consumo de la nuez está asociada al cáncer bucal y de garganta. No es propiamente narcótica, pero según parece, sí genera un efecto relajante en la lengua. La nuez es muy destructiva con los dientes. Cualquier viajero se impresionará los primeros días de ver a marshaleses que parecen vampiros: la areca hace que sus dientes se vuelvan rojos. Como en muchas otras sociedades, vicios como éste es más propio de los hombres que de las mujeres, pero no faltan algunas marshalesas que pudieran ser bonitas, si no fuera por sus dientes rojos.
            La preocupación de las autoridades marshalesas, no obstante, no es tanto los dientes rojos (aún el capitalismo no ha hecho surgir a un Osmel Sousa marshalés obsesionado con los dientes de las mujeres), sino con los restos de areca en las islas. Por todo Majuro, hay manchas rojas en las aceras y las paredes: rastros de escupitajos gigantes. En un país que aún no ha erradicado satisfactoriamente la tuberculosis, esto es una amenaza considerable.
            Alguna gente más razonable, como el muchacho que estaba sentado a mi lado en el camino a Laura, escupen en la botella. Pero, eventualmente, lanzan estas botellas al mar. José Salvador Arenga, el pescador salvadoreño que se perdió en el mar y llegó a las Islas Marshall hace algunos años, cuenta a Jonathan Franklin en su libro 438 Days, que a medida que se acercaba a tierra firme, se encontraba con botellas plásticas con líquidos rojos. Desesperado por la sed, las bebía. Supongo que el pobre diablo creía que eran jugos de frambuesas procedentes de las supuestas paradisíacas islas del Pacífico, cuando en realidad, son mezclas repugnantes de saliva y restos de nuez de areca.
            En toda Micronesia, algunos idiotas demagogos patrioteros han querido defender la areca del mismo modo en que Evo Morales defiende la coca: es una sustancia que nuestros pueblos ancestrales valoraron, el imperialismo la sataniza, y bla bla bla. Afortunadamente, los administradores marshaleses han comprendido el peligro de esta nuez, y han hecho un notable esfuerzo por erradicar su consumo.
            Pero, el modo en que pretenden hacerlo es muy torpe. Por ejemplo, en la universidad donde trabajo, los escupitajos son un grave problema. Hay carteles anunciando multas a quien se vea escupiendo la sustancia. No está mal. Pero, además, estos carteles amenazan con publicar las fotos de quien lo haga, y exhibirlas para humillarlos. Eso sí es más preocupante.
            Los castigos de humillación no suelen ser muy eficientes. Maduro y su combo han intentado hacer esto con los bachaqueros, pero eso de ningún modo ha traído los resultados esperados. Y, tal como la filósofa Martha Nussbaum ha dicho muchas veces, hay algo profundamente perturbador en los castigos de humillación. Este tipo de castigos es propio de sociedades tremendamente represivas que, a la larga, busca ejercer un excesivo control social sobre el individuo, al punto de destruir su privacidad. A los puritanos en EE.UU. les gustaba mucho imponer este castigo (Nathaniel Hawthorne escribió su célebre novela, La letra escarlata, precisamente como crítica a eso); de nuevo, la influencia misionera norteamericana se hace sentir en las Islas Marshall.

            Yo no sé cuál es la solución. Quizás, la represión sí funcione. Lee Kuan Yew, el déspota benigno de Singapur, célebremente prohibió los chicles en su país porque, como en las Islas Marshall, la gente los escupía y generaba problemas estéticos y sanitarios. Aparentemente, su solución fue efectiva. Pero, yo no estoy muy seguro de que eso sea una buena opción en las Islas Marshall. A diferencia de Singapur, el nivel educativo de los marshaleses es bajísimo, y mientras eso no cambie, la gente seguirá buscando la manera de masticar y escupir la areca. Se acudiría, como suele ocurrir, al mercado negro. La solución, creo yo, tiene que ser más educativa que represora: el gobierno tiene que hacer ver a los marshaleses los peligros de consumir esa sustancia.
            En fin, al llegar a Laura, caminé hacia el balneario. No tiene la cantidad de basura que sí hay en la ciudad de Majuro, pero el balneario no es lo suficientemente limpio. Laura está en el extremo oeste del atolón, de forma tal que las aguas del océano y la laguna se unen. Ese día, la marea estaba baja, y eso hizo que la vista de ese ecosistema fuese muy bella. Me senté un rato a leer The Marshall Islands Journal, y se me acercó un turista a preguntarme si había restaurantes cerca. No hay nada de eso en Laura. El turista resultó ser francés. Aproveché la ocasión para practicar el idioma francés, y estuvimos hablando casi una hora sobre Marine Le Pen, Chávez, las Islas Marshall, el fútbol…
            Para regresar a mi casa, esperé a las camionetas. Pero, no pasaban. Así pues, empecé a caminar por la aldea de Laura en ruta hacia la ciudad de Majuro. Los perros de Laura son tan agresivos como los de Majuro. Pero, desde que hace una semana devolví la bicicleta a mi amigo a británico, ahora me aseguro de caminar siempre con un palo.
            El poder psicológico de ese palo es impresionante. Sin el palo, cada vez que venía un perro, yo me mortificaba. Ahora, con el palo, tengo un gran deseo de que venga uno de esos malditos perros a ladrarme, para batirlo con todas mis fuerzas. Hasta ahora, no he golpeado a ningún perro, pero ya no los temo. Me siento un poco como el simio de las primeras escenas de 2001: Odisea espacial, que descubre el uso de un hueso como arma, y después de eso, reparte coñazos por diestra y siniestra.
Ahora comprendo mejor la obsesión de algunos de mis amigos maracuchos con las armas. Si un palo genera esa transformación en mí, ¡cuánto más me cambiaría una pistola! Las armas son casi como la dopamina. Y, así como ahora yo estoy muy deseoso de encontrarme un perro altanero en Majuro para darle su buen coñazo, estoy seguro de que la gente armada en Maracaibo tiene muchas ansias de sacar su pistola para demostrar al mundo cuán bravucones son. Con los años, me he vuelto cada vez más de derecha. Pero, en este asunto, sí acompaño a los progres: me parece de lo más razonable que los gobiernos restrinjan el derecho de los ciudadanos a llevar armas, y que se vayan a la mierda Charlton Heston y los gringos derechistas fanatizados con la fulana segunda enmienda de su constitución.
Caminaba y caminaba en Laura, pero no pasaban las camionetas. Me empecé a preocupar, porque ya comenzaba a atardecer. Entonces, tuve una idea que no pasaba por mi mente desde hacía casi veinte años: pediría una cola, haría auto-stop. Cuando estudiaba en la Universidad Rafael Urdaneta, alejada de Maracaibo, a veces pedía colas para volver a la ciudad. Y, en algún viaje a La Puerta en los andes venezolanos, también me monté en camiones de tomates y papas. Pero, a medida que Chávez fue destruyendo a Venezuela, el montarse en carros ajenos se volvió algo cada vez más peligroso. Por eso, estando en Laura, tuve que vencer el temor que cualquier venezolano tendría al pedir una cola a un extraño.
En menos de cinco minutos, se detuvo una camioneta particular, y me monté en el cajón. En el atolón de Majuro sólo hay una carretera, de forma tal que acá no es necesario preguntar si se lleva la misma ruta a la cual uno aspira. En el cajón de la camioneta, había dos marshaleses que llevaban sacos de guineos. Me ofrecieron un cambur. Los guineos marshaleses son sabrosos, pero según he escuchado, no tienen suficientes nutrientes, porque el suelo coralino no lo permite.
Los marshaleses de la camioneta no hablaban, pero sí sonreían. Parecían una versión benigna de Drácula: estos tipos también tenían los dientes rojos, pero no daban miedo. A medida que el viento chocaba con mi cara, en el camino de regreso a la ciudad de Majuro, reflexioné sobre mi estadía ya de tres meses en las Islas Marshall, y mi próximo futuro regreso a Maracaibo.

No extrañaré la fealdad, el fanatismo religioso, y la ignorancia que abunda en las Islas Marshall. Estaré muy contento de no tener más estudiantes como los marshaleses, tremendamente desmotivados, sumamente irresponsables y, sencillamente, brutos. Pero, sí debo decir que, de todas las naciones que he visitado (nunca he tenido buenos carros ni me han hecho grandes fiestas, pero sí me he dado el gusto de viajar bastante), las Islas Marshall es uno de los países donde más amabilidad he encontrado. Por eso, estoy seguro de que sentiré alguna nostalgia al volver a Maracaibo. Como viajero, hacer auto-stop y estar en un cajón con vampiros sonrientes, generó en mí un gran placer; ciertamente, un placer mucho mayor que el estar en una cola de tres horas en el Louvre para finalmente ver la Mona Lisa, y descubrir que es mucho más insignificante y pequeña de lo que parece.

 El placer de hacer auto stop parece tonto, pero no lo es. Es el placer de la confianza entre seres humanos, de la tranquilidad. Eso, me temo, lo perdimos en Venezuela hace ya mucho tiempo, y no volverá.

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