Todo
llega a su fin. Y, tras casi cuatro meses en las Islas Marshall, me llegó el
momento de regresar ya a Maracaibo. No suelo ser un tipo muy emotivo, y
precisamente para evitar sentimentalismos, no hice gran alarido de que ya me
marchaba de vuelta a mi país. Había leído en Surviving Paradise, de Rudiak Gould, que a los marshaleses no les
gustan las despedidas, y que él se fue de su isla sin pena ni gloria. Suponía
que conmigo sería igual.
No
fue exactamente así. Los mismos estudiantes con los cuales había tenido alguna
disputa porque ellos no querían hablar en público, se encargaron de organizarme
una pequeña despedida. Quedé sorprendido con la cantidad de comida y regalos
que trajeron. En Maracaibo, a veces estas cosas ocurren con los profesores,
pero hay que ser demasiado ingenuo como para no alcanzar a ver que hay de por
medio el interés de recibir mayor nota. En el caso de los estudiantes
marshaleses, no veo tal cosa. Esos pobres diablos tienen tan pocas ambiciones
académicas, que francamente, es perfectamente razonable pensar que su
hospitalidad es sincera.
El
estudiante que, en aquella ocasión, había sido el más altanero, se encargó de
encabezar la despedida. Fue también el que trajo más comida. Nada de platos
típicos del Pacífico. Esto era una despedida con pizzas y Oreos (las
originales, ¡no las falsas fabricadas por los chinos!). Yo, con mi enfermiza
obsesión con las Oreos, me dispuse a comerlas, pero el estudiante
inmediatamente me detuvo y me dijo que primero era necesario bendecir los
alimentos, y luego habría una pequeña ceremonia. En las Islas Marshall, no hay
ocasión social que no lleve una oración. Nunca escuché el himno nacional de ese
país, pero, calculo que tuve que cerrar los ojos y bajar la cabeza mientras se
rezaba, al menos veinticinco veces.
Los
estudiantes cantaron canciones marshalesas de despedida. Rudiak Gould decía en
su libro que los marshaleses tienen fobia a pensar y jamás dedicarán más de cinco
minutos a una tarea académica, pero cuando se trata de música y bailes, pueden
ensayar horas y horas. Comprobé que tiene razón. Las canciones que cantaban
eran muy elaboradas, y los bailes también.
Luego,
me dirigieron palabras agradables, me entregaron unos regalos, y me abrazaron.
Yo, en mi desconfianza de maracucho, esperaba que en algún momento se acercaran
a pedirme un aumento de nota, pero jamás ocurrió así.
Al
día siguiente, la universidad donde trabajaba también hizo una fiesta de
despedida, no sólo para mí, sino para todos los profesores y estudiantes que ya
se marchaban. Desde hacía semanas, cada vez que iba al gimnasio, siempre oía
una canción. La gente en el gimnasio, al escucharla, hacía una coreografía que
consistía en tomar una pala, mover cemento, y organizar bloques de
construcción. De nuevo, muchos marshaleses no son capaces de ubicar su propio
país en un mapa mundial, pero, ¡cómo dominan los pasos de las coreografías!
Pregunté,
y unos amigos marshaleses me dijeron que esa canción, Kotor Line, es muy popular en las Islas Marshall, y cuando suena,
la gente hace esos bailes, porque la canción trata sobre construir casas. En la
fiesta, pedí a los músicos que la tocaran, y que me la dedicaran. Así lo
hicieron. La canción lleva una secuencia de guitarra bastante compleja, pero el
guitarrista la dominaba sin el menor esfuerzo. Yo empecé a bailar con los pasos
que había aprendido en el gimnasio, y entre risa, los músicos quedaron
sorprendidos de que yo conociera la coreografía. Luego uno de los músicos se
acercó a decirme que, en realidad, esa canción no es marshalesa, sino de Fiji,
y que los marshaleses sencillamente la copiaron y la tradujeron, como suelen
hacer con casi toda la música que se toca en Majuro. Los chinos son los reyes
de la piratería, pero al menos en asuntos musicales, son originales; los
marshaleses, en cambio, se limitan a repetir las canciones pegajosas de
Occidente, y colocarles letras marshalesas.
El
último día en Majuro, me despedí de los amigos, y con una mezcla de nostalgia,
pero también alivio por ya no vivir más en un barrio horroroso, fui al
aeropuerto. El viaje de vuelta sería una larguísima odisea. En efecto, fue así.
Cinco horas de Majuro a Honolulu. Tres horas de espera en Hawaii. Luego, cuatro
horas en avión a San Francisco, y tres horas de espera allá. Después, tres
horas de vuelo hasta Houston, y allí, tendría que pasar la noche en el
aeropuerto, esperando el vuelo a Miami la mañana siguiente.
Tras
casi cuatro meses en las profundidades del Tercer Mundo, y tras partir de un
aeropuerto que en realidad parece un terminal de carritos por puesto en
cualquier ciudad latinoamericana, llegar a Houston y contemplar su fabuloso
aeropuerto, me quitó la tristeza que aún podía tener tras haber dejado Majuro.
Hice lo que haría cualquier maracucho de clase media al llegar al imperio:
dirigirme directamente a McDonalds a pesar de que era ya casi de medianoche, y
administrarme el veneno inmediatamente.
Traté
de dormir un poco en el aeropuerto de Houston, pero el cansancio, y la
intensidad de las luces, no me dejaron. Estuve toda la noche en vela, y a
primera hora de la mañana, llegué a Miami. Allí siguió mi ráfaga consumista.
Por encargo de mi esposa y mis padres, fui a Walmart, otro templo al cual todo
peregrino maracucho tiene que ir al menos una vez antes de morir.
Hace
años, había leído The Paradox Of Choice,
de Brian Schwartz, un libro que dice que demasiada diversidad de productos de
consumo puede causar ansiedad. En aquel momento, me pareció otra alharaca
progre en contra del consumismo. Pero, estando en Walmart, vine a dar la razón
a Schwartz. Para comprar unos juguetitos de marca Shopkin a mis hijas, quedé sobrecogido por la inmensa variedad de
los productos, y al final, desesperadamente agarré el primero que estuviera en
la estantería, para no sufrir más ansiedad sobre cuál escoger.
Mi
padre me había encargado unos productos muy precisos, pero no los encontraba.
Fui a pedir ayuda a los empleados. Pero, esto es ya una situación incómoda,
pues a pesar de que ése es su trabajo, algo me dice que a ellos no les gusta
interrumpir sus otras labores para conseguir algo en los anaqueles.
Más
aún, en Miami, una ciudad con diversidad étnica no bien resuelta, esto puede
convertirse en un problema. La muchacha encargada de ayudarme era negra, y yo,
en mi mentalidad de cerdo racista, supuse que esta empleada no estaría muy
contenta de venir conmigo. En EE.UU., está muy difundido el estereotipo de que
los negros no trabajan en Walmart con buena actitud. Pero, me dio terror
parecerme a un simpatizante de Trump, y traté por todos los medios de
convencerme a mí mismo de que la muchacha sería amable. Me equivoqué. Le empezó
a gritar a una de sus compañeras, y me dijo, en un tono que yo percibí como
altanero, que no había el producto que yo buscaba. Afortunadamente, una hora
después logré convencerme a mí mismo de que, en efecto, lo de los negros y su
mala actitud en Walmart es sólo un estereotipo, pues otra muchacha negra fue la
encargada de llamarme un taxi, y lo hizo con suma amabilidad.
Al
día siguiente, ya estaba en Maracaibo. Hacía más de diez años, en un viaje
desde Miami, una maleta no me llegó. Por eso, me empecé a asustar cuando mi
maleta, en esta ocasión, no aparecía. Fue la última en salir. Mis padres, mi
esposa y mis hijas pacientemente me esperaban afuera. Finalmente crucé esas
puertas, y ahí sí me sobrecogió la emoción. Jamás pensé que extrañaría tanto a
Maracaibo. Ya no estaría más solo un domingo en la tarde en un apartamento sin
ventanas en Majuro. Ya no viviría en una ciudad horrorosa en el culo del mundo.
Pero,
también como temí en mis últimas semanas en Majuro, extrañaría a los
marshaleses y a ese pueblo tan espantoso. Mientras escribo estas líneas, apenas
48 horas después de mi llegada a Maracaibo, en toda Venezuela hay saqueos, y
Nicolás Maduro vuelve a hacer otra locura: ha anulado el dinero nacional sin
ofrecer la nueva moneda como sustituto. La sensación de caos y violencia en el
país, es generalizada. En Majuro, con toda su fealdad, jamás habría esta sensación.
Realmente, los marshaleses son muchos más felices que los venezolanos, y los
envidio tremendamente.