sábado, 29 de octubre de 2016

La desesperación de Sócrates

Cuando yo estudiaba primaria en el colegio Maristas de Maracaibo, las maestras empleaban una táctica que a muchos podrá parecer cuestionable: un niño era designado por la maestra para anotar en el pizarrón los nombres de los compañeritos que hablaran en clase. Eso generaba toda suerte de discordia entre los niños. Los críticos opinan que tácticas como ésa son nocivas. Yo no estoy tan convencido de ello. Ciertamente, incentivar la mentalidad de sapo en los niños no parece algo muy lindo, pero lamentablemente, el mundo necesita a esos sapos.
            En fin, lo cierto es que, por más que a un niño lo anotasen en el pizarrón, eso de ningún modo lo frenaba de seguir hablando en clase. Ése es uno de los grandes males de la educación venezolana. Mi hija mayor, que ya se acerca al primer grado en un buen colegio en Maracaibo, empieza a sufrir este mal. Mi esposa ha recibido alguna queja de que la niña no para de hablar en clase.

            Como profesor, he vivido esto muy de cerca. En la Universidad del Zulia, fácilmente se puede perder un tercio de una clase mandando a callar a los estudiantes. Mi primer año como profesor, pedí silencio a la clase porque ya me dolía la garganta, y un estudiante osadamente me preguntó si yo era cantante. Sospecho que es un mal latinoamericano en general. No en vano, Chespirito nos regaló maravillosas escenas cuando, en la escuelita, el Chavo, Kiko y la Chilindrina empezaban a formar discusiones en clase, y el profesor Jirafales tenía que gritar suplicando silencio.
            El profesor Jirafales hacía preguntas, y los estudiantes respondían disparates. En mis años como profesor universitario en Maracaibo, también he tenido que pasar por esto. Hago una pregunta académica a algún muchacho, y el joven me responderá contándome alguna anécdota de su barrio, o comentando sobre algún programa de televisión… en fin, cualquier respuesta, pero que de ninguna manera responde a lo que yo había preguntado. Nuestras universidades están llenas de estudiantes cantinfleros.
            Cuando me asignaron dictar un curso en las Islas Marshall, muy lejos del escándalo de la cultura latinoamericana, pensé que podría descansar de los gallineros universitarios maracuchos, y los estudiantes respetarían y prestarían atención. En efecto, ha sido así. Pero, como suele ocurrir con muchas experiencias humanas, ¡nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde! Prefiero las clases maracuchas.
            Dictar clases en las Islas Marshall es básicamente hablarle a una pared. Los marshaleses en clase no están siquiera dispuestos a responder cuando se les pregunta su nombre. En Maracaibo, en mis delirios de grandeza, yo solía imaginarme a mí mismo como el Sócrates maracucho. En el salón de clase, en los mercados, en los parques, empiezo a hablar con alguien, le pregunto su opinión sobre un tema, detecto alguna incongruencia en lo que dicen, y con más preguntas, trato de hacerles ver su incongruencia. Naturalmente, mucha gente se molesta. Pero, a medida que mis estudiantes, colegas y amigos se molestan, yo gozo, pues siento satisfacción de haber logrado extraer de ellos un refinamiento de sus propias posturas: “mayéutica”, lo llamaba el gran Sócrates…
            En Atenas, Sócrates molestó a mucha gente. No en vano, lo llamaron “el tábano”, por lo fastidioso que era con sus preguntas. Y, puesto que el viejo seguía molestando con sus preguntas y sus ironías, lo condenaron a muerte. El tipo aceptó la condena, bebió la cicuta, y murió. Pero, al final, Sócrates triunfó y prevaleció en la historia, pues veintitrés siglos después, estamos hablando de él. Los atenienses quisieron silenciar a Sócrates, pero obviamente, condenándolo a muerte no fue suficiente, y al final, Sócrates no fue silenciado, pues su legado está con nosotros.
            Estando en las Islas Marshall, no obstante, me doy cuenta de que, si Atenas hubiese estado poblada con marshaleses, Sócrates sí habría sido silenciado. Los marshaleses no habrían ejecutado al viejo. Sencillamente, cuando el tipo hacía alguna pregunta, se hubieran quedado mudos, hasta que Sócrates, desesperado por el silencio de sus discípulos, hubiese renunciado a sus preguntas fastidiosas, se hubiese dedicado a cosas mundanas, y jamás hubiera pretendido filosofar de nuevo.
A diferencia del altanero estudiante maracucho que no para de hablar en clase, el marshalés es incapaz de interrumpir a un profesor, o distraerse hablando con un compañero en clase. Un profesor en las Islas Marshall jamás necesita perder tiempo mandando a callar. Más bien tiene que suplicar a los pupilos que hablen. Muy probablemente, esa súplica no será atendida. Si algún profesor occidental tiene problemas de auto-estima, venir a las Islas Marshall le resultará una terapia muy efectiva para recuperar su narcisismo: hablará y hablará, hasta que se enamorará de su propia voz, pues más nadie pronunciará ni pío.
En algún momento, me he propuesto sacar palabras a esos maniquís sentados en clase. He hecho preguntas muy básicas (“¿qué día es hoy?”, “¿cuál es la capital de las Islas Marshall?”, etc.), y me he propuesto esperar alguna respuesta, así eso lleve la hora completa de clase. Cuando he intentado esto, me he sentido como si estuviera en un duelo de valentía, a ver quién aguanta más. Al final, siempre ganan los marshaleses, pues yo soy demasiado débil. He estado diez minutos en silencio absoluto esperando esas respuestas básicas. Al final, me rindo, y yo mismo respondo a esas preguntas, pues un silencio de diez minutos esperando una respuesta en clase es desesperante. Sócrates se suicidó en Atenas con algún placer morboso; estoy seguro de que, estando en las Islas Marshall, se hubiese suicidado con verdadera depresión, al no obtener absolutamente ninguna respuesta de nadie.
Francis Hazel, un cura jesuita gringo que ha vivido muchos años en Micronesia, dedica un capítulo entero de uno de sus libros (Making Sense of Micronesia) a este tema. Explica Hazel que, en la cultura de los micronesios, hay un enorme temor a sobresalir respondiendo una pregunta que formule un maestro. Si la respuesta que se ofrece es errónea, hay riesgo de sufrir burlas. Si la respuesta es correcta, hay riesgo de sufrir envidias. Respondan lo que respondan, estarán jodidos.
No hay en las Islas Marshall un espíritu de emprendimiento individualista, típico del capitalismo occidental. En estos atolones, todo gira en torno al grupo y a las jerarquías sociales pre-establecidas por la posición en el sistema de parentesco. A lo sumo, se espera que los individuos con mayor abolengo destaquen, pero nunca demasiado por encima del grupo. Aquellos que nacen en clanes de menor rango, deben callar, aun si conocen mejor las respuestas a las preguntas que hacen los maestros.

Puedo entender cómo esta mentalidad conformista tiene jodido a este país, que sigue en el atolladero del Tercer Mundo. Acá hay gente talentosa. Pero, si desde la más tierna infancia, se enseña a los marshaleses que sobresalir es malo, ese talento se va a la mierda.

Tengo la esperanza de que esto sirva como advertencia a Venezuela. Por fortuna, los venezolanos responden a las preguntas (Sócrates no se habría desesperado en Maracaibo). Pero, desde que en 1998 llegó Chávez al poder, se quiso instaurar una mentalidad conformista más o menos parecida a la de los marshaleses. Se empezó a enseñar que, en nombre de la igualdad, nadie debe sobresalir. Se satanizó el individualismo y se hizo énfasis en la primacía del colectivo por encima de todo. Se eliminaron los cuadros de honor en los colegios. Se empezó a adoctrinar en las universidades formadas por el gobierno, y en vez de hacer preguntas a los estudiantes, se empezó a triturar sus mentes con lecciones patrioteras. La actual crisis venezolana tiene muchas causas. Pero, sin duda, nuestro problema no es meramente económico. Es, ante todo, un problema de mentalidad, lo mismo que en el caso de los marshaleses.

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