Cuando yo estudiaba primaria en el colegio Maristas de
Maracaibo, las maestras empleaban una táctica que a muchos podrá parecer
cuestionable: un niño era designado por la maestra para anotar en el pizarrón
los nombres de los compañeritos que hablaran en clase. Eso generaba toda suerte
de discordia entre los niños. Los críticos opinan que tácticas como ésa son
nocivas. Yo no estoy tan convencido de ello. Ciertamente, incentivar la
mentalidad de sapo en los niños no parece algo muy lindo, pero lamentablemente,
el mundo necesita a esos sapos.
En
fin, lo cierto es que, por más que a un niño lo anotasen en el pizarrón, eso de
ningún modo lo frenaba de seguir hablando en clase. Ése es uno de los grandes
males de la educación venezolana. Mi hija mayor, que ya se acerca al primer
grado en un buen colegio en Maracaibo, empieza a sufrir este mal. Mi esposa ha
recibido alguna queja de que la niña no para de hablar en clase.
Como
profesor, he vivido esto muy de cerca. En la Universidad del Zulia, fácilmente
se puede perder un tercio de una clase mandando a callar a los estudiantes. Mi
primer año como profesor, pedí silencio a la clase porque ya me dolía la
garganta, y un estudiante osadamente me preguntó si yo era cantante. Sospecho
que es un mal latinoamericano en general. No en vano, Chespirito nos regaló maravillosas
escenas cuando, en la escuelita, el Chavo, Kiko y la Chilindrina empezaban a
formar discusiones en clase, y el profesor Jirafales tenía que gritar suplicando
silencio.
El
profesor Jirafales hacía preguntas, y los estudiantes respondían disparates. En
mis años como profesor universitario en Maracaibo, también he tenido que pasar
por esto. Hago una pregunta académica a algún muchacho, y el joven me
responderá contándome alguna anécdota de su barrio, o comentando sobre algún
programa de televisión… en fin, cualquier respuesta, pero que de ninguna manera
responde a lo que yo había preguntado. Nuestras universidades están llenas de
estudiantes cantinfleros.
Cuando
me asignaron dictar un curso en las Islas Marshall, muy lejos del escándalo de
la cultura latinoamericana, pensé que podría descansar de los gallineros
universitarios maracuchos, y los estudiantes respetarían y prestarían atención.
En efecto, ha sido así. Pero, como suele ocurrir con muchas experiencias
humanas, ¡nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde! Prefiero las clases
maracuchas.
Dictar
clases en las Islas Marshall es básicamente hablarle a una pared. Los
marshaleses en clase no están siquiera dispuestos a responder cuando se les
pregunta su nombre. En Maracaibo, en mis delirios de grandeza, yo solía
imaginarme a mí mismo como el Sócrates maracucho. En el salón de clase, en los
mercados, en los parques, empiezo a hablar con alguien, le pregunto su opinión
sobre un tema, detecto alguna incongruencia en lo que dicen, y con más
preguntas, trato de hacerles ver su incongruencia. Naturalmente, mucha gente se
molesta. Pero, a medida que mis estudiantes, colegas y amigos se molestan, yo
gozo, pues siento satisfacción de haber logrado extraer de ellos un refinamiento
de sus propias posturas: “mayéutica”, lo llamaba el gran Sócrates…
En
Atenas, Sócrates molestó a mucha gente. No en vano, lo llamaron “el tábano”,
por lo fastidioso que era con sus preguntas. Y, puesto que el viejo seguía
molestando con sus preguntas y sus ironías, lo condenaron a muerte. El tipo
aceptó la condena, bebió la cicuta, y murió. Pero, al final, Sócrates triunfó y
prevaleció en la historia, pues veintitrés siglos después, estamos hablando de
él. Los atenienses quisieron silenciar a Sócrates, pero obviamente,
condenándolo a muerte no fue suficiente, y al final, Sócrates no fue
silenciado, pues su legado está con nosotros.
Estando
en las Islas Marshall, no obstante, me doy cuenta de que, si Atenas hubiese
estado poblada con marshaleses, Sócrates sí habría sido silenciado. Los
marshaleses no habrían ejecutado al viejo. Sencillamente, cuando el tipo hacía
alguna pregunta, se hubieran quedado mudos, hasta que Sócrates, desesperado por
el silencio de sus discípulos, hubiese renunciado a sus preguntas fastidiosas,
se hubiese dedicado a cosas mundanas, y jamás hubiera pretendido filosofar de
nuevo.
A diferencia del
altanero estudiante maracucho que no para de hablar en clase, el marshalés es
incapaz de interrumpir a un profesor, o distraerse hablando con un compañero en
clase. Un profesor en las Islas Marshall jamás necesita perder tiempo mandando
a callar. Más bien tiene que suplicar a los pupilos que hablen. Muy
probablemente, esa súplica no será atendida. Si algún profesor occidental tiene
problemas de auto-estima, venir a las Islas Marshall le resultará una terapia
muy efectiva para recuperar su narcisismo: hablará y hablará, hasta que se
enamorará de su propia voz, pues más nadie pronunciará ni pío.
En algún momento,
me he propuesto sacar palabras a esos maniquís sentados en clase. He hecho preguntas
muy básicas (“¿qué día es hoy?”, “¿cuál es la capital de las Islas Marshall?”,
etc.), y me he propuesto esperar alguna respuesta, así eso lleve la hora
completa de clase. Cuando he intentado esto, me he sentido como si estuviera en
un duelo de valentía, a ver quién aguanta más. Al final, siempre ganan los
marshaleses, pues yo soy demasiado débil. He estado diez minutos en silencio
absoluto esperando esas respuestas básicas. Al final, me rindo, y yo mismo
respondo a esas preguntas, pues un silencio de diez minutos esperando una
respuesta en clase es desesperante. Sócrates se suicidó en Atenas con algún
placer morboso; estoy seguro de que, estando en las Islas Marshall, se hubiese
suicidado con verdadera depresión, al no obtener absolutamente ninguna
respuesta de nadie.
Francis Hazel, un
cura jesuita gringo que ha vivido muchos años en Micronesia, dedica un capítulo
entero de uno de sus libros (Making Sense
of Micronesia) a este tema. Explica Hazel que, en la cultura de los
micronesios, hay un enorme temor a sobresalir respondiendo una pregunta que
formule un maestro. Si la respuesta que se ofrece es errónea, hay riesgo de
sufrir burlas. Si la respuesta es correcta, hay riesgo de sufrir envidias.
Respondan lo que respondan, estarán jodidos.
No hay en las
Islas Marshall un espíritu de emprendimiento individualista, típico del
capitalismo occidental. En estos atolones, todo gira en torno al grupo y a las
jerarquías sociales pre-establecidas por la posición en el sistema de
parentesco. A lo sumo, se espera que los individuos con mayor abolengo
destaquen, pero nunca demasiado por encima del grupo. Aquellos que nacen en
clanes de menor rango, deben callar, aun si conocen mejor las respuestas a las
preguntas que hacen los maestros.
Puedo entender
cómo esta mentalidad conformista tiene jodido a este país, que sigue en el
atolladero del Tercer Mundo. Acá hay gente talentosa. Pero, si desde la más
tierna infancia, se enseña a los marshaleses que sobresalir es malo, ese
talento se va a la mierda.
Tengo la esperanza
de que esto sirva como advertencia a Venezuela. Por fortuna, los venezolanos responden
a las preguntas (Sócrates no se habría desesperado en Maracaibo). Pero, desde
que en 1998 llegó Chávez al poder, se quiso instaurar una mentalidad
conformista más o menos parecida a la de los marshaleses. Se empezó a enseñar
que, en nombre de la igualdad, nadie debe sobresalir. Se satanizó el
individualismo y se hizo énfasis en la primacía del colectivo por encima de
todo. Se eliminaron los cuadros de honor en los colegios. Se empezó a
adoctrinar en las universidades formadas por el gobierno, y en vez de hacer
preguntas a los estudiantes, se empezó a triturar sus mentes con lecciones
patrioteras. La actual crisis venezolana tiene muchas causas. Pero, sin duda,
nuestro problema no es meramente económico. Es, ante todo, un problema de
mentalidad, lo mismo que en el caso de los marshaleses.