sábado, 29 de octubre de 2016

La desesperación de Sócrates

Cuando yo estudiaba primaria en el colegio Maristas de Maracaibo, las maestras empleaban una táctica que a muchos podrá parecer cuestionable: un niño era designado por la maestra para anotar en el pizarrón los nombres de los compañeritos que hablaran en clase. Eso generaba toda suerte de discordia entre los niños. Los críticos opinan que tácticas como ésa son nocivas. Yo no estoy tan convencido de ello. Ciertamente, incentivar la mentalidad de sapo en los niños no parece algo muy lindo, pero lamentablemente, el mundo necesita a esos sapos.
            En fin, lo cierto es que, por más que a un niño lo anotasen en el pizarrón, eso de ningún modo lo frenaba de seguir hablando en clase. Ése es uno de los grandes males de la educación venezolana. Mi hija mayor, que ya se acerca al primer grado en un buen colegio en Maracaibo, empieza a sufrir este mal. Mi esposa ha recibido alguna queja de que la niña no para de hablar en clase.

            Como profesor, he vivido esto muy de cerca. En la Universidad del Zulia, fácilmente se puede perder un tercio de una clase mandando a callar a los estudiantes. Mi primer año como profesor, pedí silencio a la clase porque ya me dolía la garganta, y un estudiante osadamente me preguntó si yo era cantante. Sospecho que es un mal latinoamericano en general. No en vano, Chespirito nos regaló maravillosas escenas cuando, en la escuelita, el Chavo, Kiko y la Chilindrina empezaban a formar discusiones en clase, y el profesor Jirafales tenía que gritar suplicando silencio.
            El profesor Jirafales hacía preguntas, y los estudiantes respondían disparates. En mis años como profesor universitario en Maracaibo, también he tenido que pasar por esto. Hago una pregunta académica a algún muchacho, y el joven me responderá contándome alguna anécdota de su barrio, o comentando sobre algún programa de televisión… en fin, cualquier respuesta, pero que de ninguna manera responde a lo que yo había preguntado. Nuestras universidades están llenas de estudiantes cantinfleros.
            Cuando me asignaron dictar un curso en las Islas Marshall, muy lejos del escándalo de la cultura latinoamericana, pensé que podría descansar de los gallineros universitarios maracuchos, y los estudiantes respetarían y prestarían atención. En efecto, ha sido así. Pero, como suele ocurrir con muchas experiencias humanas, ¡nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde! Prefiero las clases maracuchas.
            Dictar clases en las Islas Marshall es básicamente hablarle a una pared. Los marshaleses en clase no están siquiera dispuestos a responder cuando se les pregunta su nombre. En Maracaibo, en mis delirios de grandeza, yo solía imaginarme a mí mismo como el Sócrates maracucho. En el salón de clase, en los mercados, en los parques, empiezo a hablar con alguien, le pregunto su opinión sobre un tema, detecto alguna incongruencia en lo que dicen, y con más preguntas, trato de hacerles ver su incongruencia. Naturalmente, mucha gente se molesta. Pero, a medida que mis estudiantes, colegas y amigos se molestan, yo gozo, pues siento satisfacción de haber logrado extraer de ellos un refinamiento de sus propias posturas: “mayéutica”, lo llamaba el gran Sócrates…
            En Atenas, Sócrates molestó a mucha gente. No en vano, lo llamaron “el tábano”, por lo fastidioso que era con sus preguntas. Y, puesto que el viejo seguía molestando con sus preguntas y sus ironías, lo condenaron a muerte. El tipo aceptó la condena, bebió la cicuta, y murió. Pero, al final, Sócrates triunfó y prevaleció en la historia, pues veintitrés siglos después, estamos hablando de él. Los atenienses quisieron silenciar a Sócrates, pero obviamente, condenándolo a muerte no fue suficiente, y al final, Sócrates no fue silenciado, pues su legado está con nosotros.
            Estando en las Islas Marshall, no obstante, me doy cuenta de que, si Atenas hubiese estado poblada con marshaleses, Sócrates sí habría sido silenciado. Los marshaleses no habrían ejecutado al viejo. Sencillamente, cuando el tipo hacía alguna pregunta, se hubieran quedado mudos, hasta que Sócrates, desesperado por el silencio de sus discípulos, hubiese renunciado a sus preguntas fastidiosas, se hubiese dedicado a cosas mundanas, y jamás hubiera pretendido filosofar de nuevo.
A diferencia del altanero estudiante maracucho que no para de hablar en clase, el marshalés es incapaz de interrumpir a un profesor, o distraerse hablando con un compañero en clase. Un profesor en las Islas Marshall jamás necesita perder tiempo mandando a callar. Más bien tiene que suplicar a los pupilos que hablen. Muy probablemente, esa súplica no será atendida. Si algún profesor occidental tiene problemas de auto-estima, venir a las Islas Marshall le resultará una terapia muy efectiva para recuperar su narcisismo: hablará y hablará, hasta que se enamorará de su propia voz, pues más nadie pronunciará ni pío.
En algún momento, me he propuesto sacar palabras a esos maniquís sentados en clase. He hecho preguntas muy básicas (“¿qué día es hoy?”, “¿cuál es la capital de las Islas Marshall?”, etc.), y me he propuesto esperar alguna respuesta, así eso lleve la hora completa de clase. Cuando he intentado esto, me he sentido como si estuviera en un duelo de valentía, a ver quién aguanta más. Al final, siempre ganan los marshaleses, pues yo soy demasiado débil. He estado diez minutos en silencio absoluto esperando esas respuestas básicas. Al final, me rindo, y yo mismo respondo a esas preguntas, pues un silencio de diez minutos esperando una respuesta en clase es desesperante. Sócrates se suicidó en Atenas con algún placer morboso; estoy seguro de que, estando en las Islas Marshall, se hubiese suicidado con verdadera depresión, al no obtener absolutamente ninguna respuesta de nadie.
Francis Hazel, un cura jesuita gringo que ha vivido muchos años en Micronesia, dedica un capítulo entero de uno de sus libros (Making Sense of Micronesia) a este tema. Explica Hazel que, en la cultura de los micronesios, hay un enorme temor a sobresalir respondiendo una pregunta que formule un maestro. Si la respuesta que se ofrece es errónea, hay riesgo de sufrir burlas. Si la respuesta es correcta, hay riesgo de sufrir envidias. Respondan lo que respondan, estarán jodidos.
No hay en las Islas Marshall un espíritu de emprendimiento individualista, típico del capitalismo occidental. En estos atolones, todo gira en torno al grupo y a las jerarquías sociales pre-establecidas por la posición en el sistema de parentesco. A lo sumo, se espera que los individuos con mayor abolengo destaquen, pero nunca demasiado por encima del grupo. Aquellos que nacen en clanes de menor rango, deben callar, aun si conocen mejor las respuestas a las preguntas que hacen los maestros.

Puedo entender cómo esta mentalidad conformista tiene jodido a este país, que sigue en el atolladero del Tercer Mundo. Acá hay gente talentosa. Pero, si desde la más tierna infancia, se enseña a los marshaleses que sobresalir es malo, ese talento se va a la mierda.

Tengo la esperanza de que esto sirva como advertencia a Venezuela. Por fortuna, los venezolanos responden a las preguntas (Sócrates no se habría desesperado en Maracaibo). Pero, desde que en 1998 llegó Chávez al poder, se quiso instaurar una mentalidad conformista más o menos parecida a la de los marshaleses. Se empezó a enseñar que, en nombre de la igualdad, nadie debe sobresalir. Se satanizó el individualismo y se hizo énfasis en la primacía del colectivo por encima de todo. Se eliminaron los cuadros de honor en los colegios. Se empezó a adoctrinar en las universidades formadas por el gobierno, y en vez de hacer preguntas a los estudiantes, se empezó a triturar sus mentes con lecciones patrioteras. La actual crisis venezolana tiene muchas causas. Pero, sin duda, nuestro problema no es meramente económico. Es, ante todo, un problema de mentalidad, lo mismo que en el caso de los marshaleses.

martes, 25 de octubre de 2016

Gimansios y caciques

            El deporte, junto a la música, es una de las grandes frustraciones en mi vida. He estado en equipos de judo, tenis, natación, tenis de mesa, softbol, béisbol, basquetbol, fútbol sala, fútbol de campo, maratón… y ¡sigo siendo pésimo! Esto me ha generado algún complejo, que no supero. Y, quizás debido a ese complejo, desde hace muchos años he ido a gimnasios. No me siento a gusto en ese mundillo, pero a veces, me contagio del enfermizo narcisismo que consiste en verme en el espejo mientras flexiono músculos. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
            En Majuro, no tardé en encontrar un gimnasio en la universidad. Pero, como en casi todo lo demás, la adaptación fue dura. En Maracaibo, yo he estado en gimnasios de buena calidad. El primer gimnasio que encontré en Majuro, en cambio, tiene todos los equipos oxidados, y no hay mucha variedad (aunque, francamente, para mí es suficiente, dada mi rutina limitada). Luego, encontré otro gimnasio en el hospital de Majuro, que está igual de deteriorado, pero además, no tiene aire acondicionado. El calor es infernal.

Para colmo, en ese gimnasio hay un señor que, sospecho yo, es enfermo mental. Pero, extrañamente, ese loco conoce algunas frases en español, y cuando se enteró de que yo soy hispano, se obsesionó conmigo. Ahora, no puedo hacer ejercicios sin tener a ese demente (pero totalmente inofensivo) al lado, intentado hablarme en español. El tipo, no obstante, cree que el español era la lengua de la antigua Roma, y el pobre hombre habla de Julio César y Franco, como si fueran aliados políticos.
Con todo, prefiero ir a ese gimnasio, porque el gimnasio de la universidad casi nunca está abierto. Hay un muchacho encargado de abrirlo, pero es muy irresponsable. Al principio, traté de acusarlo con sus superiores. Pero, pronto me di cuenta de que eso sería una batalla perdida, porque el joven es el popular de la universidad. Es un muchacho americano de origen marshalés, que vino a Majuro supuestamente a buscar sus raíces. Los marshaleses, que no han sido tomados en cuenta para casi nada, se sienten honrados de que un tipo venga de tan lejos a buscar sus raíces ahí. Además, el muchacho es buenmozo, musculoso, y fue soldado del ejército gringo en Irak. Es la encarnación de lo cool americano. Obviamente, no puedo contra él.
Pero, también he venido a comprender que en las Islas Marshall, si bien el ser cool al estilo americano puede ofrecer algún estatus entre los jóvenes, lo que realmente cuenta acá es de qué familia se procede. Ese muchacho exsoldado, si no es de familia aristocrática, es un pobre diablo. Como en el resto del Pacífico, en las Islas Marshall, el parentesco domina casi todo. Y eso, me parece a mí, es un importante factor de atraso y subdesarrollo.
Las Islas Marshall son una república que en algunos aspectos sigue el modelo parlamentario británico, pero sus leyes imitan más a las norteamericanas. Pero, a decir verdad, todo eso es paja. Esto no es realmente una república. El verdadero poder lo ejercen caciques tribales, los iroijs. La sociedad marshalesa está dividida en clanes matrilineales. Todo el mundo acá sabe a cuál clan pertenece. Y, el descendiente de algún jefe, lo lleva muy en alto.
Estos iroijs son grandes propietarios de tierra. Los terrenos de la base militar de Kwajelein, por ejemplo, son propiedad de un puñado de caciques. Los gringos pagan una enorme pasta por alquilar esa base, pero ese dinero no va al Estado marshalés, sino a los jefes. Varios de esos jefes viven a lo grande en Hawaii. Patriotas, no son.
Los que sí son patriotas y se quedan, se lanzan a la política. En las Islas Marshall, no se puede triunfar en la política sin venir de alta alcurnia. Que un “pata en el suelo”, como Chávez o Maduro, lleguen al poder, es imposible. La hija de la actual presidenta me ha asegurado que ellos vienen de familia plebeya. Pero, muchos otros me han dicho que eso es mentira: ellas, como cualquier otro político en este país, son descendientes de caciques.
 En fin, aun en el caso de que no sean electos, los caciques tienen reservados unos puestos en la administración pública. Y, cuando ocupan esos cargos, hacen lo mismo que hacen muchos políticos indígenas en Venezuela: llenan la administración pública con parientes de su clan.
  La organización social marshalesa es básicamente una forma de feudalismo. El país es chiquitito, pero eso no impide que prevalezca el latifundio. Los colonialistas alemanes, japoneses y británicos nunca despojaron de tierras y poder a los iroijs, sino que gobernaron a través de ellos. Y así, hasta el día de hoy, hay en los marshaleses una acusada mentalidad feudal.
Cuenta James Frazer (un famoso antropólogo) en The Belief in Immortality and the Worship of the Dead (La creencia en la inmortalidad y el culto a los muertos), que hace apenas algunas generaciones, en las Islas Marshall existía el derecho de pernada: el isleño rendía tributo a su cacique, entregándole por una noche a su propia mujer. A mí me cuesta creer eso, y muchos antropólogos han acusado a Frazer por pintar de forma muy sensacionalista la vida de los pueblos primitivos. Pero, aun si el derecho de pernada era una fantasía, otros privilegios feudales sí existían, y se mantienen hasta el día de hoy. Los isleños tienen que dar un porcentaje de frutos de su cosecha a los iroijs. Pero, el asunto va más allá del mero aspecto económico. En la vida diaria, hay reverencias a los caciques dondequiera que vayan. Si un iroij llega a una iglesia, la gente espontáneamente se levanta de sus puestos para cedérselos, y con mucho servilismo, se acercan a saludarlo.
Yo personalmente aún no he visto estas cosas. Lo único que he alcanzado a ver fue un funeral en una iglesia cerca de mi apartamento. El difunto era un cacique, y esa iglesia estaba llena a reventar. Pero, muchos amigos marshaleses me han hablado sobre el sistema social, y en efecto, confirmo la existencia de todos esos privilegios. Incluso, he escuchado historias de mujeres marshalesas que emigran a EE.UU., y no se adaptan bien allá, porque en tanto son hijas de caciques, tienen la expectativa de que sus serviles le hagan todo. Lo gringos, por supuesto, no comen de ese cuento.
Mientras he estado en Majuro, he seguido de cerca los acontecimientos que ocurren en Colombia, y el lamentable resultado del referéndum a favor del tratado de paz. Al menos al inicio, la causante de la tragedia colombiana fue la enorme desigualdad en el reparto de la tierra, y la herencia de una mentalidad colonial hispana muy próxima al feudalismo. Tarde o temprano, una revolución llegaría a Colombia, como llegó a Francia en 1789, para definitivamente acabar con el feudalismo en ese país.

  No pronostico que una revolución llegue a las Islas Marshall. Napoleón quiso liberar a los otros pueblos europeos del yugo del feudalismo, pero esos pueblos vieron a los franceses como invasores, y se afincaron en su feudalismo por puro orgullo nacional. Los españoles, con mucho orgullo, llegaron a gritar “¡Vivan las cadenas!”. El nacionalismo es más fuerte que las ideas de libertad e igualdad. Y así, los marshaleses ven el igualitarismo como una irrupción occidental sobre las ancestrales costumbres de los isleños. Ellos prefieren llevar los frutos de su cosecha al obeso iroij.
Ésa es una de las grandes ironías de la izquierda en el mundo. En su misión de defender a los pueblos oprimidos del Tercer Mundo, la izquierda muchas veces se ha empeñado en defender a los nativos y su cultura a toda costa, aun si eso implica una negación de los valores propios que la izquierda cultiva. Lo que la izquierda no alcanza a ver es que esos valores de libertad e igualdad que tanto pregona, prácticamente no existen fuera de Occidente.
Al final, la izquierda termina por participar de una gran incoherencia. Se celebra la Revolución Francesa y se aplaude cuanta reforma agraria se proponga en América Latina (sin importar lo desorganizada que pueda ser, como muchas veces ha ocurrido en nuestros países); se reprocha duramente a la duquesa de Alba, y a toda la rancia aristocracia de las monarquías europeas. Pero, ni por asomo se critica a un cacique que lleve guayuco; y, quien critique un sistema feudal como el de las Islas Marshall, es un cerdo imperialista.
Toda esta experiencia en las Islas Marshall me es propicia para, una vez más, lamentar algo que es muy recurrente en Venezuela: la exaltación chavista del cacique yukpa Sabino Romero como si fuera un mártir que lucha por los derechos de los oprimidos. No me como ese cuento. Sí, Romero fue probablemente asesinado por latifundistas criollos de la Sierra de Perijá. Pero, Romero también había estado involucrado en la muerte de la hija de un cacique rival, en un pleito por tierras. Y, no olvidemos que Romero era, precisamente, un cacique, a quien los indios yukpa rendían los mismos tributos feudales que los marshaleses rinden a los iroijs, y que los aldeanos del bosque de Sherwood tenían que rendir al rey. Este señor no luchaba por ningún oprimido; luchaba por sí mismo para mantener sus privilegios feudales.
Un cacique es, por definición, un jefe político que gobierna bajo el principio vitalicio y hereditario; es decir, un reyezuelo. Misteriosamente, cuando se trata de reyezuelos que no sean europeos, la izquierda está dispuesta a defenderlos.

martes, 18 de octubre de 2016

La letanía del calentamiento global

En Majuro hay extranjeros de diversa índole: filipinos, micronesios, fijianos, chinos, japoneses, y por supuesto, norteamericanos. Predeciblemente, yo me relaciono más con los norteamericanos. Sus elecciones presidenciales son el mes próximo, y naturalmente, hablan mucho sobre el tema. No he conocido al primer simpatizante de Donald Trump. No sorprende. El simpatizante promedio de Trump es el gringo provinciano que no ha salido nunca de su país, y que desconfía de gente con piel oscura. Venir al culo del mundo, a ver ranchos, pobreza, y gente marrón, no encaja muy bien con aquellos que se hacen eco de “make America great again”.
Quizás los únicos gringos que sí podrían simpatizar más con Trump serían los misioneros, quienes tradicionalmente, son más de derecha que de izquierda. En las Islas Marshall, hay muchos misioneros norteamericanos, catires como el sol. Pero, la mayoría de estos misioneros son mormones, y extrañamente, los mormones no apoyan a Donald Trump. El estado de Utah, que siempre ha sido un fuerte bastión republicano, aparentemente le dará la espalada a The Donald.

Trump es una bestia. Las idioteces que dice, me temo, han superado a las que solía decir Chávez. Una de las barbaridades más recientes que le he escuchado, es alegar que lo del calentamiento global es un cuento inventado por los chinos, para perjudicar a EE.UU.
Pero, extrañamente, estando en las Islas Marshall, empiezo a simpatizar con Trump, y con sus alegatos sobre el calentamiento global. No me propongo negar que el calentamiento global existe, y que es causado por el hombre. Pero, sí he empezado a ver de cerca cómo el tema del calentamiento global es manipulado por gente con intereses políticos bastante perversos.
Las Islas Marshall recibe una enorme cantidad de dinero de parte de EE.UU. Ciertamente, los gringos hicieron destrozos acá con sus pruebas nucleares, y el gobierno norteamericano tiene la obligación moral de pagar. Esos fondos no son ningunos regalos, son una justa compensación. El problema, no obstante, es que con el dinero que se envía desde Washington, estas islas deberían parecerse a la Isla de la Fantasía, pero en realidad, se parecen mucho más a Santa Rosa de Agua, un horroroso barrio a las orillas del Lago de Maracaibo.
            ¿Dónde están los reales? Obviamente, esfumados. Diosdado Cabello no es el único corrupto en la Tierra; los marshaleses también tienen a los suyos. Hay unos fondos adicionales que el gobierno de EE.UU. paga por el uso de la base militar en Kwajelein. No obstante, esos fondos no van al Estado marshalés, sino a jefes tribales propietarios de esas tierras. Demás está decir que esos caciques viven a lo grande en Hawaii, y otros lugares del Primer Mundo. Cerca de la base de Kwajelein, hay un pueblo, Ebeye. Según me dicen, es aún más miserable que Majuro. Los caciques se comprometieron a invertir esos fondos en los habitantes de Ebeye, pero, aquello quedó como lo que el viento se llevó…
            Los gringos deben reunirse periódicamente con los caciques y el gobierno marshalés, para renegociar los acuerdos. Cada vez que los gringos reclaman el despilfarro y la corrupción, los marshaleses sacan a relucir los abusos del pasado, y los gringos tienen que conformarse con seguir pagando lo que pagan. En mi pueblo, a eso le llaman “chantaje”.
            Pero, además del chantaje por lo que se hizo en Bikini, a las autoridades marshalesas también les gusta mucho reclamar todo el tiempo la amenaza del calentamiento global. Es más o menos como el culto a Bolívar entre los venezolanos: no importa si se es chavista o de oposición, todos, absolutamente todos, tienen que ir a colocar ofrendas al Libertador. Pues bien, en las Islas Marshall hay diferentes alianzas políticas (en realidad no son partidos, pues acá no hay disputas ideológicas de ningún tipo), pero todos los políticos, tienen que cumplir con ir a Nueva York, y hablar ante la ONU sobre la amenaza del calentamiento global. Recurrentemente exigen al resto del mundo dejar de quemar combustibles fósiles.
            No es difícil ver cómo la obsesión marshalesa con el calentamiento global es una cortina de humo para esconder muchos de los problemas endémicos cuya responsabilidad la tienen los propios marshaleses. Es muy fácil formar un escándalo por las olas que vienen a inundar a Majuro, para que la gente deje de preguntar dónde está el dinero que viene desde Washington.
            Ciertamente, las Islas Marshall es el país que más sufre la amenaza del calentamiento global. No suscribo el negacionismo de Trump. Pero, en vista del provecho político que se saca de este tema, vale preguntarse si realmente el problema es tan grave como se cree, y cuál es la solución más razonable.
            La actual presidenta de las Islas Marshall, Hilda Heine, dice que la gente se está yendo de las Islas Marshall porque tiene temor de que este país deje de existir en cuarenta años, a causa del calentamiento global. No me como ese cuento. Ciertamente mucha gente se está yendo a EE.UU., pero lo hace por los mismos motivos que yo abandoné Venezuela y ahora estoy acá en el culo del mundo: desempleo, y sobre todo, corrupción. En cualquier conversación, los marshaleses se quejan de su vida incómoda, de su falta de oportunidades, de la basura, de hospitales miserables… pero hasta ahora, no he escuchado a nadie decir que se quiere ir porque el océano se va a tragar a la isla. Decir que en 40 años, las Islas Marshall habrán desaparecido, parece una exageración.
            Los marshaleses son gente muy religiosa: cuando los misioneros empezaron a llegar en grandes números a partir de la segunda mitad del siglo XIX, los nativos asumieron el cristianismo con furia. Pero, el tipo de cristianismo que se asumió acá no es el de la sobria teología de Santo Tomás de Aquino; es más bien el cristianismo del fuego apocalíptico de las sectas más fanatizadas: pentecostales, mormones, Testigos de Jehová y Adventistas del Séptimo Día.
            Todos esos grupos son notorios por anunciar el inminente fin del mundo. Esto viene de maravilla a los políticos marshaleses que se benefician con esta mentalidad apocalíptica. Pues, cuando un político anuncia que en cuarenta años las Islas Marshall desaparecerán, la mente de los marshaleses ya está ajustada para hacer caso a anuncios apocalípticos, por más fantasiosos que parezcan.
            En vista de todo esto, he leído trozos de un famoso libro que, según descubro, arroja mucha luz sobre este fenómeno: El ecologista escéptico. Su autor, el danés Bjorn Lomborg, acepta dos puntos fundamentales: el calentamiento global es una realidad, y es causado por el hombre. Pero, advierte Lomborg, el problema no es tan grave como se cree, y en vista de eso, las soluciones que se proponen no son adecuadas.
            Las probabilidades de que, en cuarenta años, el calentamiento global acabe con las Islas Marshall, son bajas. De vez en cuando hay inundaciones, pero no hay realmente un peligro inminente de que este país desaparezca. La clave del argumento de Lomborg está en indicar que hay problemas más graves en el mundo. Y, si se hace caso a la continua letanía de los políticos marshaleses (y de los ecologistas en general) respecto al calentamiento global, estaríamos abandonando soluciones a muchos otros problemas serios para resolver un problema que, a decir verdad, no es tan gordo.
            Los progres ecologistas del mundo han querido que se ratifique el protocolo de Kioto, y en sus cabezotas, George W. Bush es el diablo por haberse negado. Yo también pensaba así, pero leyendo a Lomborg, empiezo a cambiar de opinión. El protocolo de Kioto exige demasiado sacrificio económico, para conseguir objetivos muy modestos. Los problemas más urgentes del mundo (especialmente los del Tercer Mundo) son relativamente fáciles de solucionar (malaria, ausencia de cañerías y agua potable, hambrunas), pero para ello, es necesario mantener la actual producción económica. Volver a las condiciones preindutriales empeorará la malaria y la falta de acceso a agua potable. El protocolo de Kioto, en la medida en que exige reducir la producción económica para evitar el calentamiento global (del cual no estamos seguros cuánto es atribuible a la actividad económica, y por ende, cuánto realmente podemos mejorar), inadvertidamente propicia un empeoramiento de problemas mucho más graves.
            Yo no sé si Lomborg tiene razón; hasta donde alcanzo a ver, el asunto sigue siendo debatido. Pero, basándome en mi limitada experiencia en Majuro, creo que a los marshaleses les vendría bien considerar sus argumentos. Sí, las inundaciones ocasionales en las Islas Marshall son un fastidio para mucha gente. Pero, eso no se compara con el 36% de desempleo que hay en este país. Acá el empleo se genera mayormente con inversiones norteamericanas, tanto por iniciativas privadas, como por los subsidios que el gobierno de EE.UU. envía. Si se hiciese caso a la letanía de los políticos marshaleses, y los gringos redujesen su producción industrial, habría menos capital para invertir en las Islas Marshall. Los políticos marshaleses, que tanto dinero reciben de EE.UU., quieren terminar matando a la gallina de los huevos de oro.

            Esos problemas básicos que se pueden resolver fácilmente con más desarrollo económico, están también presentes en las Islas Marshall. Acá, la malaria y la falta de acceso al agua afectan a mucha gente. La clase política, por supuesto, no tiene que enfrentar estas carencias: como en cualquier otra sociedad, acá hay diferencias de clases, y los políticos marshaleses viven bien en sus hogares con repelentes y agua corriente. Por ello, les resulta más rentable rezar la letanía del calentamiento global. Pero, para el marshalés común, los problemas básicos son mucho más urgentes, y la solución no es producir menos, sino más bien al contrario: producir más.
            Pero, incluso si asumimos que las Islas Marshall efectivamente sí desaparecerán en cuarenta años, aún así yo veo problemas en el protocolo de Kioto y la letanía ambientalista. Filosóficamente, me inclino por la doctrina del utilitarismo, aquella que postula, en palabras de Bentham, que debe buscarse la mayor felicidad para el mayor número de gente posible. Las Islas Marshall apenas tienen 60 mil habitantes, y son un territorio muy pequeño. Pretender frenar la producción económica (con el subsecuente resultado de que muchas personas en el Tercer Mundo morirán de hambre y enfermedades), para salvar unos atolones en el medio del Pacífico, no me parece éticamente aceptable. La comunidad internacional tendrá que plantearse una evacuación de los marshaleses para salvarlos, pero no puede plantearse frenar el aparato productivo de países que tienen muchísimos más habitantes.
            Si en Venezuela, una familia de campesinos instala su casa a orillas de un río, y el río crece, es razonable que esos campesinos pidan que el gobierno los auxilie en la evacuación, pero no es razonable que pidan al gobierno que destruyan la represa del Guri para que el río no crezca más y la casa de los campesinos quede a salvo. La electricidad de treinta millones de venezolanos es más importante que la casa de los campesinos.
Las Islas Marshall son atolones. Y los atolones, aun sin calentamiento global, siempre han tenido un alto riesgo de desaparecer. Los pobladores originales de estas tierras no sabían esto cuando se asentaron acá. Sus descendientes no tienen culpa. Pero, el utilitarismo no juzga tanto las culpas, sino qué es lo más útil. Y, en el caso de que efectivamente, en cuarenta años las Islas Marshall estén en peligro de desaparecer, lo más útil será dejarlas desaparecer, pues en el intento por salvarlas, se pierde mucho más.

jueves, 13 de octubre de 2016

Colas y transgénicos

Majuro es un lugar espantoso, pero lo estoy disfrutando, porque me permite alejarme de dos cosas que mortifican a cualquier maracucho: la inseguridad y las colas. Como el sapo que es cocinado con agua tibia hasta morir, los venezolanos hemos ido paulatinamente aceptado más y más colas, sin darnos cuenta del incremento (al principio la cola era sólo cola para papel toilette, ahora es para cauchos, baterías, carne, pollo, leche, harina, tomates, cebollas… en fin, para todo).
            Las Islas Marshall no han sido declaradas un territorio libre de analfabetismo por la Unesco, pero sí es territorio libre de colas, y puesto que ya yo sé leer, estoy muy contento en un país con analfabetismo pero sin colas. Por eso, mi sorpresa fue enorme cuando un sábado en la mañana, vi unas colas de gente apiñada en torno a unas mesas. En esas colas, había bastante gente de países occidentales.

            La cola era para comprar comida. Unos amigos que estaban en la cola me preguntaron si yo compraría de esa comida; les expliqué mi trauma con la cultura de las colas en Venezuela, pero no estoy seguro de que comprendieron a cabalidad el impacto psicológico que una cola tiene en un venezolano. En fin, yo les pregunté que qué tenía de especial esa comida. Me decían que es fresca y no enlatada. Los campesinos de Laura la traen a Majuro.
            Me pareció una opción razonable. La comida enlatada es un serio problema para la salud de los marshaleses. Pero, lo que me pareció extraño es que, en los dos supermercados grandes que hay en Majuro, ahí también venden comida fresca, y no hay ninguna necesidad de hacer cola (además, hay aire acondicionado, música agradable, ¡y el inmenso placer de ver los anaqueles llenos!).
Algunos me dijeron que el precio de la comida de los campesinos de Laura es más barato. Pero, pude constatar que eso es falso. Empecé a sospechar que muchos de los que hacen esa cola (en su mayoría extranjeros), han sido invadidos por ese virus mental progre que pregona que hay que comer sólo cosas producidas localmente, porque la globalización es mala, y bla bla bla. La Biblia de esta colosal estupidez es The 100 Mile Diet (La dieta de las cien millas), escrito por Alisa Smith y J.B. MacKinnon. Los autores proponen consumir productos sólo producidos en un radio de cien millas alrededor del consumidor. Esos imbéciles morirían de hambre en las Islas Marshall, un país geográficamente muy aislado.
Las Islas Marshall es un imán de progres ecologistas que vienen de países desarrollados a hacer su catarsis sobre los males de la industrialización y lo hermoso que es ir en guayuco; en realidad, esa furia hippie sólo les dura algún tiempo, pues la abrumadora mayoría, regresa a sus países. Querer ser nativo en una isla remota es muy lindo, cuando sólo tienes esa aventura por un par de años. Los marshaleses, en cambio, quienes sí tienen que pasar permanentemente por las penurias de vivir en un paisito, están más bien desesperados por salir del supuesto paraíso terrenal.
El gobierno de las Islas Marshall quiere promoverse como un gran promotor del ecologismo. Las paredes de mi oficina, por ejemplo, están decoradas con pinturas de tortugas, y aguas muy cristalinas. Basta caminar apenas cincuenta metros desde mi oficina, no obstante, para encontrar una playa llena de basura y ratas. Es comprensible la preocupación ecológica del gobierno marshalés. Las Islas Marshall, con un relieve tan bajo, están amenazadas por el calentamiento global: apocalípticamente se anuncia que, en cuarenta años, este país dejará de existir, porque el crecimiento de las aguas se lo llevará. Yo no soy uno de esos trogloditas que niega el calentamiento global, pero no confío mucho en esos anuncios apocalípticos respecto a estos paisitos del Pacífico.
En todo caso, los propios gobiernos marshaleses han sido bastante hipócritas. En otra ocasión he mencionado el caso de Christopher Loeak, un antiguo presidente que frecuentemente hacía discursos alertando sobre el calentamiento global, pero que no tuvo reparos en aceptar pagos de EE.UU. para que las Islas Marshall fueran depósito de basura industrial, argumentando que ya el país está bastante contaminado, así que no viene mal aceptar unos dolaritos de más por un poco más de basura. Demás está decir que la corrupción en las Islas Marshall es notoria, y que ese dinero seguramente no fue adonde realmente debió ir.

He compartido en alguna ocasión con la hija de la actual presidenta, Hilda Heine. Es una muchacha americanizada bastante culta. Ha viajado mucho por el mundo entero advirtiendo sobre el calentamiento global, y en sus conversaciones, es el primer tema que siempre saca a relucir. Pero, se traslada en carro hasta distancias que perfectamente pueden hacerse caminando. Eso no le impide cacarear contra los combustibles fósiles. Tiene, además, tremendo I-Phone, pero no parece sentir mucha perturbación por la explotación del coltán en África, y el uso de esclavos para ese propósito.
En fin, estoy consciente de que estoy argumentando como un populista que señala la hipocresía de algún activista. El hecho de que haya ecologistas que usan carros en vez de bicicletas, no esconde el hecho de que, en efecto, el calentamiento global es un problema, y que algo hay que hacer al respecto.
Pero, lo que sí me causa coraje, es ver cómo los ecologistas pasan, de preocupaciones legítimas, como el calentamiento global, a estúpidamente oponerse a los transgénicos. Y, en efecto, los progres ecologistas que vienen a las Islas Marshall, encajan perfectamente ese perfil. Mientras estaban en la cola de la comida, varios amigos me decían que estaban dispuestos a pagar más y a aguantar calor y cola, con tal de comer la comida orgánica de los campesinos de Laura. Le tienen pánico a los transgénicos. La comida fresca del supermercado, en su mayoría viene de Guam, un territorio que sí permite transgénicos. En las Islas Marshall, en cambio, el cultivo de transgénicos está prohibido.
Yo no logro entender el temor a la comida genéticamente modificada. Hace diez mil años, en la Creciente Fértil, a un tipo se le ocurrió domesticar algunas variedades de animales y vegetales. Ahí empezó la tecnología genética. ¿Por qué diablos debemos detenernos ahora? ¿Por qué hemos de oponernos a una tecnología que tiene unos controles muy rigurosos, y que es capaz de aumentar significativamente la eficiencia de la producción agrícola mundial? El calentamiento global es en parte causado por la deforestación. Precisamente, una de las enormes ventajas de los transgénicos es que, al hacer la producción agrícola mucho más eficiente, no hay necesidad de deforestar bosques para aumentar la producción. Y, en un país como las Islas Marshall, donde no hay espacio para casi nada (¡la gente entierra a sus muertos en los propios jardines de sus casas!), el uso de semillas de transgénicos sería una opción muy favorable para aumentar la productividad agrícola en un espacio tan reducido. El progre, no obstante, prefiere cacarear sobre el calentamiento global, y a la vez oponerse a los transgénicos, porque asume que ambas posturas forman parte de un mismo paquete ideológico.
La diabetes es un serio problema en las Islas Marshall, y todo el Pacífico en general. Pero, esta enfermedad no es una condena de muerte, si se administra insulina a los pacientes. ¿Cómo se produce insulina en masa? A través de una bacteria que se le ha insertado un gen humano; es decir, un transgénico. ¿Prefieren estos progres que los marshaleses mueran de diabetes?
Las condiciones sanitarias de las Islas Marshall han propiciado algunos brotes de enfermedades contagiosas, especialmente la tuberculosis. No es fácil disponer de heces, y muchas veces, el excremento termina en la laguna. Las heces portan la bacteria Escherichia coli, y fácilmente esta bacteria puede terminar en la comida, causando graves epidemias. Hay comida transgénica que ha sido diseñada para resistir a esta bacteria. Los brotes de E coli que ha habido en Europa, ocurren precisamente con alimentos orgánicos. El progre occidental que viene a rescatar tortugas, prefiere ver morir a los marshaleses infectados por la mierda en la comida, antes de que siembren transgénicos.
El único argumento remotamente razonable que yo puedo considerar para oponerse a los transgénicos, es el hecho de que las grandes compañías como Monsanto, desplacen a los campesinos de Laura, y estos pobres diablos se queden sin nada que producir, pues obviamente, su comida orgánica jamás podrá competir con la transgénica en el mercado. Pero, como bien decía Schumpeter, el capitalismo tiene una destrucción creativa, y la marcha del progreso exige que, sencillamente, aquello que es ineficiente debe transformarse o desaparecer. Si cada vez que hay una innovación tecnológica, nos hubiésemos propuesto proteger a quienes usaban la tecnología más arcaica, no habríamos salido nunca de las cavernas. En todo caso, yo no creo que el capitalismo sea un juego de suma cero. Si los campesinos de Laura empezaran a comprar semillas a Monsanto, ellos mismos aumentarían su propia producción, y todos ganarían.

Someramente he expuesto estas ideas a algunos de los amigos que estaban haciendo la cola para comprar comida orgánica. Pero, no entran balas en sus cabezotas. ¿Venir al culo del mundo a salvar tortugas, y a la vez comer transgénicos? Eso no sería hípster (sí es muy hípster, en cambio, consumir Macintosh, aun si un negrito en Burundi tuvo que extraer el coltán con sus propias manos). Afortunadamente, una larga lista de ganadores de Premios Nóbel en asuntos científicos, ha firmado una declaración de respaldo a los transgénicos. Pero, no confío mucho en que los progres ecologistas sigan el criterio de los que realmente saben, pues esa gente no es cool.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Leyendo un poco "Moby Dick"

            Trabajé un año en la Universidad Bolivariana de Venezuela, y eso fue suficiente para que en mí se acabasen las simpatías que en algún momento tuve por el chavismo. Odié todo de esa institución: los chismes, la falta de libertad académica, el adoctrinamiento político, la agresividad de los estudiantes, la mediocridad de los profesores. Pero, una de las cosas que más odiaba eran las dinámicas de grupo y las malditas “mesas de trabajo” que tanto aman los chavistas. En la Universidad del Zulia estas dinámicas de grupo y las “mesas de trabajo” también existen, pero para bien o para mal, en esa institución, cada quien hace lo que le viene en gana, y si a un profesor no le gusta ir a esas reuniones, pues sencillamente, no va.
            Cuando yo renuncié a la Universidad Bolivariana, pensé que más nunca tendría que pasar por el suplicio de las “mesas de trabajo”. ¡Qué iluso fui! Más de diez años después, me encuentro en Majuro, en una universidad que frecuentemente organiza esas reuniones. Tuve que ir a una. Son peores que las de Maracaibo. Lo único bueno es la comida: en mi miserable actitud por ahorrar centavitos, veo con optimismo cada vez que hay una ocasión para comer gratuitamente. Y, en estas jornadas, dan buena comida. El almuerzo era bueno y nutritivo, el desayuno no tanto. Los marshaleses se la mantienen alertando sobre la diabetes, pero francamente, cuando sirven comida, no ayudan mucho: el desayuno consta de donuts, y otras comidas azucaradas. Los marshaleses se podrán quejar de las pruebas nucleares de los gringos, pero en el fondo, ¡los bendicen por haber traído las donuts! Lo que no alcanzan a ver es que las donuts han hecho aún más daño que las detonaciones en Bikini.

            En fin, en las jornadas, me encontré lo típico en estas ocasiones: mucha catarsis, poca discusión académica relevante. Pregunté a gente de varias nacionalidades (británicos, fijianos, americanos, filipinos) si estaban disfrutando la jornada; todos me decían que sí, pero cuando entrábamos en confianza, todos me decían que no. Ni siquiera los organizadores parecían estar disfrutando mucho. Lo cierto es que, para poder recibir financiamiento de los propios gringos, muchas instituciones marshalesas tienen que hacer estas jornadas. La burocracia irracional es un mal de todos.
            El fin de la jornada, como no podría ser de otra manera, fue motivo de celebración. Hay acá un grupito de profesores gringos que bebe mucho. Yo no soy un gran bebedor, pero a veces me les uno. Y, en esta ocasión, en vista de que el fin de semejante bodrio ameritaba celebración, fui a casa de uno de ellos, a una parrillada.
            Esta casa está en las orillas de la laguna. Un marshalés, profesor como nosotros, era el cocinero. Preparó muy bien los carbones, el aderezo y el pollo. En Maracaibo, yo orgullosamente soy uno de esos vendepatrias que quiere ser americanizado. Pero, estando con tanto gringo en Majuro, sale a relucir mi corazoncito latino, pues me doy cuenta de que, en algunas cosas, no encajo con los gringos. Por ejemplo, en la parrillada, los gringos hablaban con perfecta naturalidad sobre el consumo de drogas. Nosotros los latinos de clase media consideramos eso mucho más tabú. Lo más patético fue escuchar a un obeso gringo decir que él había sido narcotraficante en EE.UU., porque de ese modo, podía follar con las adictas.
            En fin, a medida que conversábamos sobre temas gringos (Trump, drogas, y fútbol americano), íbamos bebiendo más. Yo supe detenerme, pero mis amigos seguían. Cuando ya varios de ellos estaban borrachos, se lanzaron a la laguna, en plena oscuridad de la noche. Contemplar aquello evocó en mí el recuerdo de Tiburón, cuya primera escena precisamente retrata algo similar: unos jóvenes borrachos van a la playa en la noche, y nunca más regresan a la orilla… Varios amigos marshaleses me han asegurado que, en la laguna de Majuro, hay tiburones. Yo no he visto el primero. Pero, sospecho que si me llegase a encontrar uno, temblaría de miedo.
            A la mañana siguiente, pedaleé hora y media la bicicleta que mi amigo británico me ha prestado, hasta una playa. Me acosté un rato en una hamaca, y luego, me adentré a las aguas de la laguna para hacer snorkeling. En la televisión, hacer snorkeling parece muy divertido. Pero, debo confesar que la experiencia real es distinta. Jamás pensé que unos pececitos me asustarían, pero por alguna extraña razón, mientras me alejaba de la orilla y veía pasar a mi lado esas criaturitas, sentí temor. Al final, apresuré mi regreso a la orilla. No creo que me anime volver a hacer snorkeling. La irracionalidad nos gobierna a todos.
            Obviamente, no soy el único en sentir temor por las criaturas del mar, por muy inofensivas que parezcan. Si Steven Spielberg decidió filmar Tiburón, aun cuando el tiburón blanco no es tan agresivo como se cree, fue obviamente porque él sabía que el público quedaría horrorizado con la idea del monstruo marino.
            Y, estando en el Pacífico, he aprovechado para familiarizarme con una gran novela sobre un monstruo marino que merodeaba las aguas de estas latitudes: Moby Dick. Otra de las cosas que detesté de la Universidad Bolivariana eran algunos colegas fanfarrones izquierdistas que, con un libro bajo el sobaco, alardean de cuánto han leído en su vida; pues bien, uno de esos fanfarrones me dijo en una ocasión que leyó Moby Dick en una noche tomando café.
            Cuando escuché aquello, no le dediqué mayor importancia, pues yo no tenía idea de cuán larga es Moby Dick. Ahora me doy cuenta de que es imposible que ese fanfarrón de la Bolivariana hubiera podido leer Moby Dick en una noche, a no ser que fuera como uno de los villanos en la serie de Batman de Adam West, que era capaz de leer libros con sólo pasar la mano sobre la página como si fuera un escáner.
            No presumiré de haber leído la totalidad de Moby Dick, pues incluso los amigos gringos literatos de acá de Majuro, me dicen que el libro muchas veces se vuelve aburrido y tedioso, y es de una dimensión enorme. Pero, en vista de que un profesor amigo en Maracaibo, Miguel Ángel Campos, me comentó la vinculación de la novela con la vida en el Pacífico (su autor, Melville, estuvo varado un tiempo en una isla polinesia), sí he decidido familiarizarme con la historia y leer algunos fragmentos.

            Lo que he leído de Moby Dick, me ha gustado. Narra la historia de un marinero, Ahab, obsesionado con vengarse de Moby Dick, una ballena blanca que le hizo perder una pierna. El libro es muchas veces interpretado como una alegoría de los peligros de la hubris humana (es decir, el orgullo). Ahab cree que es capaz de vencer al monstruo, pero estúpidamente muere en el intento. En la interpretación de muchos, Moby Dick representa a Dios, quien caprichosamente nos perjudica con sus designios, pero contra quien es fútil rebelarse.

            En fin, a mí me agrada hablar de cosas más precisas, y no me gusta mucho especular con los simbolismos; eso se lo dejo a críticos literarios y fanfarrones como mi colega de la Bolivariana, en sus tertulias. Yo no sé si Moby Dick es Dios, el diablo, o sencillamente una ballena. Lo que sí me parece claro, no obstante, es que Melville, como buen marinero que fue, conocía muy bien el temor natural de los seres humanos a los bichos que se mueven en el agua. Melville seguramente quiso plasmar el tema de la hubris en un sentido cósmico: el hombre debe reconocer sus limitaciones, y es suicida pretender trascender nuestros límites. Pero, mientras yo esté en Majuro, yo me tomaré más literal y menos filosóficamente el consejo de Melville: cuando vea una criatura marina acercarse mientras esté bañándome en la laguna o el océano, optaré por la cobardía, y me alejaré del bicho.

martes, 4 de octubre de 2016

Cabeza rapada y visita a Eneko

            En su visión maniquea de la historia, muchos latinoamericanos creen que, en la conquista de América, todos los españoles son culpables. Pero, lo cierto es que, desde el principio, la opinión pública española vio con preocupación los excesos de los conquistadores, y las autoridades intentaron tomar algunas medidas para proteger a los indígenas.
            ¿Por qué, entonces, los conquistadores cometieron tantos abusos? Se suele decir que estos abusos ocurrieron porque quienes vinieron a América eran originalmente criminales en España. Hay algo de cierto en esto. Pero, mucho más que esa razón, yo postulo que el hecho de que los españoles se sentían que estaban en los confines de la Tierra (o, lo que yo, estando en las Islas Marshall, llamo “el culo del mundo”), de algún modo los impulsaba a creerse autorizados para hacer desastres a su antojo. Las leyes, pensaban ellos, aplicaban en España, pero no en el Nuevo Mundo.

            Estando en las Islas Marshall, entiendo mejor esa mentalidad. No llevo ninguna actividad criminal acá, ni siquiera me atrevo a botar un papel en la calle (a pesar de que la basura en Majuro es agobiante, y sería una gota en el mar). Pero, sí hago cosas que, en Maracaibo, no me atrevería a hacer. Por ejemplo, dados los inicios de mi calvicie, siempre he querido raparme la cabeza. Mi esposa me lo ha prohibido. Pero, como los conquistadores españoles, asumo que esas prohibiciones aplican en mi país, pero no en el culo del mundo
            A pesar de que los taxis son baratísimos en Majuro, yo me niego a montarme en ellos. Prefiero caminar, pensando que saco partida doble: hago ejercicio, y ahorro centavitos de dólar que, en cualquier economía sensata pueden ser insignificantes, pero en la distorsionada economía venezolana, puede ser un plato de comida para mis hijas.
            Un amigo británico se ha compadecido de mí, y me ha ofrecido prestarme su bicicleta durante un mes. Acepté su gesto. Yo nunca fui un gran entusiasta de las bicicletas en Maracaibo (es muy peligroso usarlas, debido a la delincuencia), pero en Majuro, me entusiasmé. Me sentí protagonista del degradante refrán “más contento que un chino en bicicleta”. Y así, los primeros días, aproveché para recorrer mucho más la isla, en zonas que a pie, están fuera de mi alcance.
            En uno de esos paseos, vi a unos jóvenes de una aldea, cortarse mutuamente el cabello con una máquina. No le di importancia, pero pocos minutos después, aún montado en la bicicleta, nuevamente se apoderó de mí la mentalidad del miserable que debe ahorrar rigurosamente: un corte de cabello vale 15 dólares; si negociara una rapada del coco con esos muchachos, quizás pudiera ahorrar mucho más. Me devolví, y me acerqué a los jóvenes. Les propuse que me raparan, y que yo les pagaría algo.
            Sospecho que, en cualquier barrio de Maracaibo, un joven como ése habría aumentado el precio, y tras la negociación, habría hecho su trabajo inmediatamente para no perder la oportunidad. Pero, los marshaleses son distintos. El joven me dijo que tenía que pedir permiso al dueño de la máquina. No hay en los marshaleses ese ímpetu comercial que uno aprecia entre los chinos de Majuro. Los marshaleses tienen muchas virtudes, pero el emprendimiento no es una de ellas.
            El dueño de la máquina se tardó en llegar, pero finalmente lo hizo. Dio su aprobación. Cuando les pregunté cuánto me cobrarían, me dijo que les diera lo que yo quisiera. Ofrecí 2 dólares. Todos quedamos contentos. Con la bicicleta ya estaba contento. Con la cabeza rapada, ahora aún más. Sospeché que mi esposa se molestaría, pero pensé lo mismo que Hernán Cortés respecto al rey de España: la jefa está muy lejos como para castigarme.
            Mi único desagrado con mi nuevo look fue a la mañana siguiente, cuando salí a hacer ejercicio. Para estas ocasiones, suelo usar una franela atlética con una especie de cuello de tortuga. Al verme en el espejo, con los lentes, la cabeza rapada y el cuello de tortuga, sentí un gran temor de parecerme a Michel Foucault, uno de los gurús izquierdistas tan adorado por los progres, pero por quien yo no tengo simpatías (escribí un capítulo entero en su contra, en mi libro El posmodernismo ¡vaya timo!).

            En ese paseo en bicicleta, me topé también con unos misioneros mormones americanos. Siempre me ha fascinado esta religión, por las cosas tan absurdas que creen. Los mormones creen que América fue poblada por una tribu israelita que emigró durante el exilio babilónico, seis siglos antes de Cristo. Les pregunté si ellos creían que, además de los indios americanos, los micronesios son también descendientes de esa tribu israelita. Los misioneros me dijeron que ellos no sabían bien, pero que para Dios, todo es posible.
            Lo cierto es que esto es un tema debatido entre los propios mormones. Algunos tienen la creencia no oficializada de que un tal Hagoth (descendiente de esa tribu israelita) emigró desde América, y su familia pobló las islas del Pacífico. Es difícil contener la risa ante semejantes alegatos. Pero, extrañamente, hay una versión secular de este mito, y si bien las islas del Pacífico se poblaron desde Asia, queda abierta la posibilidad de que, antes de Colón, los nativos de América tuvieron contacto con los polinesios. En 1947, el explorador Thor Heyerdahl organizó una célebre expedición en balsa desde Perú hasta la Polinesia francesa, para demostrar que tal viaje sí era posible.
            En fin, me resultó difícil evitar pensar que estos misioneros mormones eran muchachos cortaditos por la misma tijera, que aquellos que conocí en Salt Lake City hace algunos años: deslumbrantemente rubios, increíblemente ingenuos, y sobre todo, muy amables. Uno me preguntó si me podía regalar una edición del Libro de Mormón en marshalés e inglés. Le dije que sí. No es la primera vez que me hacen este regalo. Supongo que los mormones tienen la vaga idea de que, quien reciba este libro y lo lea, caerá rendido ante la verdad del mormonismo. Yo he leído partes de este libro, y he caído rendido, no ante la verdad del mormonismo, sino ante lo insólito de la historia que se narra en sus páginas, y más aún, el insólito éxito que tuvo Joseph Smith en convencer a la gente de las mentiras que él contaba.
Al día siguiente de mi paseo en bicicleta, me topé con el coreanito que trabaja conmigo, y me invitó a ir con otros amigos a Eneko, una isla cercana que forma parte del mismo atolón de Majuro. He escrito a varios amigos que estoy en las Islas Marshall, y muchos me responden diciéndome que me envidian por estar en una isla paradisíaca. No sé cómo coño puede ser paradisíaco un país que ocupa el lugar 173 en el Índice de Desarrollo Humano. Esto de paradisíaco no tiene nada.
Pero, Eneko, alejada de la suciedad de la ciudad de Majuro, y sin población permanente, sí tiene una semblanza paradisíaca. La vegetación es muy frondosa, el agua es cristalina, y casi no hay basura. Buceé en la laguna, y vi peces, aunque mi máscara se humedecía constantemente. Además, un amigo se quejaba de que yo nado como si estuviera en una piscina, y eso espanta a los peces. Algo nuevo se aprende todos los días, e intenté no volverlo a hacer. A decir verdad, mis amigos gringos estaban más interesados en ver un barco hundido, que en ver peces. Yo francamente no le encuentro el placer a ver barcos hundidos, pero en fin, ahí lo vi.
Los marshaleses y turistas disfrutan mucho más la laguna del atolón de Majuro, que las playas del océano. Hawaii, que no tiene atolones, tiene una extensa cultura de surf. En las Islas Marshall, no hay surfistas, porque los marshaleses prefieren mucho más las calmadas aguas de la laguna. Yo no. A mí me gusta el oleaje. Traté de convencer a los amigos para ir al océano, pero nadie quiso. Al final, un amigo gringo (el mismo que había tenido una pelea en un bar anteriormente) me acompañó.
Las playas de las Islas Marshall tienen el inconveniente de que son coralinas (los atolones se forman porque en torno al volcán colapsado crece coral), y por ende, son resbaladizas y molestosas a los pies. Tuve que llevar sandalias y bañarme con ellas. Mientras rompíamos las olas con nuestras espaldas, este amigo y yo conversamos largo y tendido.

Le comenté mi encuentro con los mormones el día anterior. Mi amigo, que es ateo e izquierdista, me decía que él aborrece a los misioneros, porque “quieren imponer su punto de vista”. Yo discrepo. La mayoría de los misioneros no utilizan métodos coercitivos en su prédica. Y, en función de eso, yo opino que todo gobierno tiene la obligación de respetar su proselitismo y tolerarlos. A mi amigo le costaba aceptar eso. Supongo que es un vicio de muchos izquierdistas. Chávez, en su vocación dictatorial, decidió expulsar a la misión evangélica de las Nuevas Tribus del Amazonas, básicamente porque no quería que los indios abandonaran sus creencias ancestrales y adoptaran el cristianismo.
Mi amigo reconocía que los misioneros no obligan a nadie a creer cosas, pero se quejaba de que los misioneros insisten mucho en decir que su religión es la verdadera, y la de los demás es errónea. Eso, decía él, es una imposición. Yo, de nuevo, protesté. Si alguien tiene una creencia, lo más sensato es que la asuma como verdadera; y en virtud del principio lógico de no contradicción, también sería sensato que se asuma que, quien tiene creencias que contradiga una creencia que se asume como verdadera, está equivocado.
Este amigo continuamente me reprocha mis ideas liberales y mi desprecio por el chavismo. Él recurrentemente trata de persuadirme para que yo me vuelva izquierdista. Mientras disfrutábamos las olas del Pacífico, traté de hacerle ver que él también hacía proselitismo, y asumía que sus ideas políticas eran correctas, y las mías incorrectas. ¿Dónde está el crimen, entonces, en que un misionero asuma que sus ideas religiosas son las correctas, y las de los demás son incorrectas? ¿Por qué mi amigo sí puede tratar de convencerme de que yo abandone mi ideología política y abrace la suya, pero el misionero mormón no puede tratar de convencer al pagano marshalés de que abrace el mormonismo?

Mi amigo me decía que el caso de la política es distinto, porque ahí hay razones argumentativas. Pero, en el caso de la religión, decía él, se trata de fe, y más nada. Mi amigo tiene razón, pero sólo parcialmente. Esos misioneros mormones que me encontré en Majuro, seguramente no apelarán a razones argumentativas, sino que sencillamente tratarán de convencer a los demás, citando el Libro de Mormón. Pero, en la historia de la teología, ha habido notables esfuerzos por emplear la razón para defender algunas doctrinas básicas. A mí no me convencen, pero yo sí valoro los esfuerzos de alguien como Tomás de Aquino para intentar demostrar la existencia de Dios, y no creo que en aquellas discusiones medievales, se estuviera imponiendo nada.