martes, 25 de octubre de 2016

Gimansios y caciques

            El deporte, junto a la música, es una de las grandes frustraciones en mi vida. He estado en equipos de judo, tenis, natación, tenis de mesa, softbol, béisbol, basquetbol, fútbol sala, fútbol de campo, maratón… y ¡sigo siendo pésimo! Esto me ha generado algún complejo, que no supero. Y, quizás debido a ese complejo, desde hace muchos años he ido a gimnasios. No me siento a gusto en ese mundillo, pero a veces, me contagio del enfermizo narcisismo que consiste en verme en el espejo mientras flexiono músculos. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
            En Majuro, no tardé en encontrar un gimnasio en la universidad. Pero, como en casi todo lo demás, la adaptación fue dura. En Maracaibo, yo he estado en gimnasios de buena calidad. El primer gimnasio que encontré en Majuro, en cambio, tiene todos los equipos oxidados, y no hay mucha variedad (aunque, francamente, para mí es suficiente, dada mi rutina limitada). Luego, encontré otro gimnasio en el hospital de Majuro, que está igual de deteriorado, pero además, no tiene aire acondicionado. El calor es infernal.

Para colmo, en ese gimnasio hay un señor que, sospecho yo, es enfermo mental. Pero, extrañamente, ese loco conoce algunas frases en español, y cuando se enteró de que yo soy hispano, se obsesionó conmigo. Ahora, no puedo hacer ejercicios sin tener a ese demente (pero totalmente inofensivo) al lado, intentado hablarme en español. El tipo, no obstante, cree que el español era la lengua de la antigua Roma, y el pobre hombre habla de Julio César y Franco, como si fueran aliados políticos.
Con todo, prefiero ir a ese gimnasio, porque el gimnasio de la universidad casi nunca está abierto. Hay un muchacho encargado de abrirlo, pero es muy irresponsable. Al principio, traté de acusarlo con sus superiores. Pero, pronto me di cuenta de que eso sería una batalla perdida, porque el joven es el popular de la universidad. Es un muchacho americano de origen marshalés, que vino a Majuro supuestamente a buscar sus raíces. Los marshaleses, que no han sido tomados en cuenta para casi nada, se sienten honrados de que un tipo venga de tan lejos a buscar sus raíces ahí. Además, el muchacho es buenmozo, musculoso, y fue soldado del ejército gringo en Irak. Es la encarnación de lo cool americano. Obviamente, no puedo contra él.
Pero, también he venido a comprender que en las Islas Marshall, si bien el ser cool al estilo americano puede ofrecer algún estatus entre los jóvenes, lo que realmente cuenta acá es de qué familia se procede. Ese muchacho exsoldado, si no es de familia aristocrática, es un pobre diablo. Como en el resto del Pacífico, en las Islas Marshall, el parentesco domina casi todo. Y eso, me parece a mí, es un importante factor de atraso y subdesarrollo.
Las Islas Marshall son una república que en algunos aspectos sigue el modelo parlamentario británico, pero sus leyes imitan más a las norteamericanas. Pero, a decir verdad, todo eso es paja. Esto no es realmente una república. El verdadero poder lo ejercen caciques tribales, los iroijs. La sociedad marshalesa está dividida en clanes matrilineales. Todo el mundo acá sabe a cuál clan pertenece. Y, el descendiente de algún jefe, lo lleva muy en alto.
Estos iroijs son grandes propietarios de tierra. Los terrenos de la base militar de Kwajelein, por ejemplo, son propiedad de un puñado de caciques. Los gringos pagan una enorme pasta por alquilar esa base, pero ese dinero no va al Estado marshalés, sino a los jefes. Varios de esos jefes viven a lo grande en Hawaii. Patriotas, no son.
Los que sí son patriotas y se quedan, se lanzan a la política. En las Islas Marshall, no se puede triunfar en la política sin venir de alta alcurnia. Que un “pata en el suelo”, como Chávez o Maduro, lleguen al poder, es imposible. La hija de la actual presidenta me ha asegurado que ellos vienen de familia plebeya. Pero, muchos otros me han dicho que eso es mentira: ellas, como cualquier otro político en este país, son descendientes de caciques.
 En fin, aun en el caso de que no sean electos, los caciques tienen reservados unos puestos en la administración pública. Y, cuando ocupan esos cargos, hacen lo mismo que hacen muchos políticos indígenas en Venezuela: llenan la administración pública con parientes de su clan.
  La organización social marshalesa es básicamente una forma de feudalismo. El país es chiquitito, pero eso no impide que prevalezca el latifundio. Los colonialistas alemanes, japoneses y británicos nunca despojaron de tierras y poder a los iroijs, sino que gobernaron a través de ellos. Y así, hasta el día de hoy, hay en los marshaleses una acusada mentalidad feudal.
Cuenta James Frazer (un famoso antropólogo) en The Belief in Immortality and the Worship of the Dead (La creencia en la inmortalidad y el culto a los muertos), que hace apenas algunas generaciones, en las Islas Marshall existía el derecho de pernada: el isleño rendía tributo a su cacique, entregándole por una noche a su propia mujer. A mí me cuesta creer eso, y muchos antropólogos han acusado a Frazer por pintar de forma muy sensacionalista la vida de los pueblos primitivos. Pero, aun si el derecho de pernada era una fantasía, otros privilegios feudales sí existían, y se mantienen hasta el día de hoy. Los isleños tienen que dar un porcentaje de frutos de su cosecha a los iroijs. Pero, el asunto va más allá del mero aspecto económico. En la vida diaria, hay reverencias a los caciques dondequiera que vayan. Si un iroij llega a una iglesia, la gente espontáneamente se levanta de sus puestos para cedérselos, y con mucho servilismo, se acercan a saludarlo.
Yo personalmente aún no he visto estas cosas. Lo único que he alcanzado a ver fue un funeral en una iglesia cerca de mi apartamento. El difunto era un cacique, y esa iglesia estaba llena a reventar. Pero, muchos amigos marshaleses me han hablado sobre el sistema social, y en efecto, confirmo la existencia de todos esos privilegios. Incluso, he escuchado historias de mujeres marshalesas que emigran a EE.UU., y no se adaptan bien allá, porque en tanto son hijas de caciques, tienen la expectativa de que sus serviles le hagan todo. Lo gringos, por supuesto, no comen de ese cuento.
Mientras he estado en Majuro, he seguido de cerca los acontecimientos que ocurren en Colombia, y el lamentable resultado del referéndum a favor del tratado de paz. Al menos al inicio, la causante de la tragedia colombiana fue la enorme desigualdad en el reparto de la tierra, y la herencia de una mentalidad colonial hispana muy próxima al feudalismo. Tarde o temprano, una revolución llegaría a Colombia, como llegó a Francia en 1789, para definitivamente acabar con el feudalismo en ese país.

  No pronostico que una revolución llegue a las Islas Marshall. Napoleón quiso liberar a los otros pueblos europeos del yugo del feudalismo, pero esos pueblos vieron a los franceses como invasores, y se afincaron en su feudalismo por puro orgullo nacional. Los españoles, con mucho orgullo, llegaron a gritar “¡Vivan las cadenas!”. El nacionalismo es más fuerte que las ideas de libertad e igualdad. Y así, los marshaleses ven el igualitarismo como una irrupción occidental sobre las ancestrales costumbres de los isleños. Ellos prefieren llevar los frutos de su cosecha al obeso iroij.
Ésa es una de las grandes ironías de la izquierda en el mundo. En su misión de defender a los pueblos oprimidos del Tercer Mundo, la izquierda muchas veces se ha empeñado en defender a los nativos y su cultura a toda costa, aun si eso implica una negación de los valores propios que la izquierda cultiva. Lo que la izquierda no alcanza a ver es que esos valores de libertad e igualdad que tanto pregona, prácticamente no existen fuera de Occidente.
Al final, la izquierda termina por participar de una gran incoherencia. Se celebra la Revolución Francesa y se aplaude cuanta reforma agraria se proponga en América Latina (sin importar lo desorganizada que pueda ser, como muchas veces ha ocurrido en nuestros países); se reprocha duramente a la duquesa de Alba, y a toda la rancia aristocracia de las monarquías europeas. Pero, ni por asomo se critica a un cacique que lleve guayuco; y, quien critique un sistema feudal como el de las Islas Marshall, es un cerdo imperialista.
Toda esta experiencia en las Islas Marshall me es propicia para, una vez más, lamentar algo que es muy recurrente en Venezuela: la exaltación chavista del cacique yukpa Sabino Romero como si fuera un mártir que lucha por los derechos de los oprimidos. No me como ese cuento. Sí, Romero fue probablemente asesinado por latifundistas criollos de la Sierra de Perijá. Pero, Romero también había estado involucrado en la muerte de la hija de un cacique rival, en un pleito por tierras. Y, no olvidemos que Romero era, precisamente, un cacique, a quien los indios yukpa rendían los mismos tributos feudales que los marshaleses rinden a los iroijs, y que los aldeanos del bosque de Sherwood tenían que rendir al rey. Este señor no luchaba por ningún oprimido; luchaba por sí mismo para mantener sus privilegios feudales.
Un cacique es, por definición, un jefe político que gobierna bajo el principio vitalicio y hereditario; es decir, un reyezuelo. Misteriosamente, cuando se trata de reyezuelos que no sean europeos, la izquierda está dispuesta a defenderlos.

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