En su visión maniquea de la historia, muchos
latinoamericanos creen que, en la conquista de América, todos los españoles son
culpables. Pero, lo cierto es que, desde el principio, la opinión pública
española vio con preocupación los excesos de los conquistadores, y las
autoridades intentaron tomar algunas medidas para proteger a los indígenas.
¿Por
qué, entonces, los conquistadores cometieron tantos abusos? Se suele decir que
estos abusos ocurrieron porque quienes vinieron a América eran originalmente
criminales en España. Hay algo de cierto en esto. Pero, mucho más que esa
razón, yo postulo que el hecho de que los españoles se sentían que estaban en
los confines de la Tierra (o, lo que yo, estando en las Islas Marshall, llamo “el
culo del mundo”), de algún modo los impulsaba a creerse autorizados para hacer
desastres a su antojo. Las leyes, pensaban ellos, aplicaban en España, pero no
en el Nuevo Mundo.
Estando
en las Islas Marshall, entiendo mejor esa mentalidad. No llevo ninguna
actividad criminal acá, ni siquiera me atrevo a botar un papel en la calle (a
pesar de que la basura en Majuro es agobiante, y sería una gota en el mar).
Pero, sí hago cosas que, en Maracaibo, no me atrevería a hacer. Por ejemplo,
dados los inicios de mi calvicie, siempre he querido raparme la cabeza. Mi
esposa me lo ha prohibido. Pero, como los conquistadores españoles, asumo que
esas prohibiciones aplican en mi país, pero no en el culo del mundo
A
pesar de que los taxis son baratísimos en Majuro, yo me niego a montarme en
ellos. Prefiero caminar, pensando que saco partida doble: hago ejercicio, y
ahorro centavitos de dólar que, en cualquier economía sensata pueden ser insignificantes,
pero en la distorsionada economía venezolana, puede ser un plato de comida para
mis hijas.
Un
amigo británico se ha compadecido de mí, y me ha ofrecido prestarme su bicicleta
durante un mes. Acepté su gesto. Yo nunca fui un gran entusiasta de las
bicicletas en Maracaibo (es muy peligroso usarlas, debido a la delincuencia),
pero en Majuro, me entusiasmé. Me sentí protagonista del degradante refrán “más
contento que un chino en bicicleta”. Y así, los primeros días, aproveché para
recorrer mucho más la isla, en zonas que a pie, están fuera de mi alcance.
En
uno de esos paseos, vi a unos jóvenes de una aldea, cortarse mutuamente el
cabello con una máquina. No le di importancia, pero pocos minutos después, aún
montado en la bicicleta, nuevamente se apoderó de mí la mentalidad del miserable
que debe ahorrar rigurosamente: un corte de cabello vale 15 dólares; si
negociara una rapada del coco con esos muchachos, quizás pudiera ahorrar mucho
más. Me devolví, y me acerqué a los jóvenes. Les propuse que me raparan, y que
yo les pagaría algo.
Sospecho
que, en cualquier barrio de Maracaibo, un joven como ése habría aumentado el
precio, y tras la negociación, habría hecho su trabajo inmediatamente para no
perder la oportunidad. Pero, los marshaleses son distintos. El joven me dijo
que tenía que pedir permiso al dueño de la máquina. No hay en los marshaleses
ese ímpetu comercial que uno aprecia entre los chinos de Majuro. Los
marshaleses tienen muchas virtudes, pero el emprendimiento no es una de ellas.
El
dueño de la máquina se tardó en llegar, pero finalmente lo hizo. Dio su
aprobación. Cuando les pregunté cuánto me cobrarían, me dijo que les diera lo
que yo quisiera. Ofrecí 2 dólares. Todos quedamos contentos. Con la bicicleta
ya estaba contento. Con la cabeza rapada, ahora aún más. Sospeché que mi esposa
se molestaría, pero pensé lo mismo que Hernán Cortés respecto al rey de España:
la jefa está muy lejos como para castigarme.
Mi
único desagrado con mi nuevo look fue
a la mañana siguiente, cuando salí a hacer ejercicio. Para estas ocasiones,
suelo usar una franela atlética con una especie de cuello de tortuga. Al verme
en el espejo, con los lentes, la cabeza rapada y el cuello de tortuga, sentí un
gran temor de parecerme a Michel Foucault, uno de los gurús izquierdistas tan
adorado por los progres, pero por quien yo no tengo simpatías (escribí un
capítulo entero en su contra, en mi libro El
posmodernismo ¡vaya timo!).
En
ese paseo en bicicleta, me topé también con unos misioneros mormones americanos.
Siempre me ha fascinado esta religión, por las cosas tan absurdas que creen.
Los mormones creen que América fue poblada por una tribu israelita que emigró
durante el exilio babilónico, seis siglos antes de Cristo. Les pregunté si
ellos creían que, además de los indios americanos, los micronesios son también
descendientes de esa tribu israelita. Los misioneros me dijeron que ellos no
sabían bien, pero que para Dios, todo es posible.
Lo
cierto es que esto es un tema debatido entre los propios mormones. Algunos
tienen la creencia no oficializada de que un tal Hagoth (descendiente de esa
tribu israelita) emigró desde América, y su familia pobló las islas del
Pacífico. Es difícil contener la risa ante semejantes alegatos. Pero,
extrañamente, hay una versión secular de este mito, y si bien las islas del
Pacífico se poblaron desde Asia, queda abierta la posibilidad de que, antes de
Colón, los nativos de América tuvieron contacto con los polinesios. En 1947, el
explorador Thor Heyerdahl organizó una célebre expedición en balsa desde Perú
hasta la Polinesia francesa, para demostrar que tal viaje sí era posible.
En
fin, me resultó difícil evitar pensar que estos misioneros mormones eran
muchachos cortaditos por la misma tijera, que aquellos que conocí en Salt Lake
City hace algunos años: deslumbrantemente rubios, increíblemente ingenuos, y
sobre todo, muy amables. Uno me preguntó si me podía regalar una edición del Libro
de Mormón en marshalés e inglés. Le dije que sí. No es la primera vez que me
hacen este regalo. Supongo que los mormones tienen la vaga idea de que, quien
reciba este libro y lo lea, caerá rendido ante la verdad del mormonismo. Yo he
leído partes de este libro, y he caído rendido, no ante la verdad del
mormonismo, sino ante lo insólito de la historia que se narra en sus páginas, y
más aún, el insólito éxito que tuvo Joseph Smith en convencer a la gente de las
mentiras que él contaba.
Al día siguiente
de mi paseo en bicicleta, me topé con el coreanito que trabaja conmigo, y me
invitó a ir con otros amigos a Eneko, una isla cercana que forma parte del
mismo atolón de Majuro. He escrito a varios amigos que estoy en las Islas
Marshall, y muchos me responden diciéndome que me envidian por estar en una
isla paradisíaca. No sé cómo coño puede ser paradisíaco un país que ocupa el
lugar 173 en el Índice de Desarrollo Humano. Esto de paradisíaco no tiene nada.
Pero, Eneko,
alejada de la suciedad de la ciudad de Majuro, y sin población permanente, sí
tiene una semblanza paradisíaca. La vegetación es muy frondosa, el agua es cristalina,
y casi no hay basura. Buceé en la laguna, y vi peces, aunque mi máscara se
humedecía constantemente. Además, un amigo se quejaba de que yo nado como si
estuviera en una piscina, y eso espanta a los peces. Algo nuevo se aprende
todos los días, e intenté no volverlo a hacer. A decir verdad, mis amigos
gringos estaban más interesados en ver un barco hundido, que en ver peces. Yo
francamente no le encuentro el placer a ver barcos hundidos, pero en fin, ahí
lo vi.
Los marshaleses y
turistas disfrutan mucho más la laguna del atolón de Majuro, que las playas del
océano. Hawaii, que no tiene atolones, tiene una extensa cultura de surf. En las
Islas Marshall, no hay surfistas, porque los marshaleses prefieren mucho más
las calmadas aguas de la laguna. Yo no. A mí me gusta el oleaje. Traté de
convencer a los amigos para ir al océano, pero nadie quiso. Al final, un amigo
gringo (el mismo que había tenido una pelea en un bar anteriormente) me
acompañó.
Las playas de las
Islas Marshall tienen el inconveniente de que son coralinas (los atolones se
forman porque en torno al volcán colapsado crece coral), y por ende, son
resbaladizas y molestosas a los pies. Tuve que llevar sandalias y bañarme con
ellas. Mientras rompíamos las olas con nuestras espaldas, este amigo y yo
conversamos largo y tendido.
Le comenté mi
encuentro con los mormones el día anterior. Mi amigo, que es ateo e
izquierdista, me decía que él aborrece a los misioneros, porque “quieren
imponer su punto de vista”. Yo discrepo. La mayoría de los misioneros no
utilizan métodos coercitivos en su prédica. Y, en función de eso, yo opino que
todo gobierno tiene la obligación de respetar su proselitismo y tolerarlos. A
mi amigo le costaba aceptar eso. Supongo que es un vicio de muchos izquierdistas.
Chávez, en su vocación dictatorial, decidió expulsar a la misión evangélica de
las Nuevas Tribus del Amazonas, básicamente porque no quería que los indios abandonaran
sus creencias ancestrales y adoptaran el cristianismo.
Mi amigo reconocía
que los misioneros no obligan a nadie a creer cosas, pero se quejaba de que los
misioneros insisten mucho en decir que su religión es la verdadera, y la de los
demás es errónea. Eso, decía él, es una imposición. Yo, de nuevo, protesté. Si
alguien tiene una creencia, lo más sensato es que la asuma como verdadera; y en
virtud del principio lógico de no contradicción, también sería sensato que se
asuma que, quien tiene creencias que contradiga una creencia que se asume como
verdadera, está equivocado.
Este amigo
continuamente me reprocha mis ideas liberales y mi desprecio por el chavismo.
Él recurrentemente trata de persuadirme para que yo me vuelva izquierdista. Mientras
disfrutábamos las olas del Pacífico, traté de hacerle ver que él también hacía
proselitismo, y asumía que sus ideas políticas eran correctas, y las mías incorrectas.
¿Dónde está el crimen, entonces, en que un misionero asuma que sus ideas
religiosas son las correctas, y las de los demás son incorrectas? ¿Por qué mi
amigo sí puede tratar de convencerme de que yo abandone mi ideología política y
abrace la suya, pero el misionero mormón no puede tratar de convencer al pagano
marshalés de que abrace el mormonismo?
Mi amigo me decía
que el caso de la política es distinto, porque ahí hay razones argumentativas.
Pero, en el caso de la religión, decía él, se trata de fe, y más nada. Mi amigo
tiene razón, pero sólo parcialmente. Esos misioneros mormones que me encontré
en Majuro, seguramente no apelarán a razones argumentativas, sino que
sencillamente tratarán de convencer a los demás, citando el Libro de Mormón.
Pero, en la historia de la teología, ha habido notables esfuerzos por emplear
la razón para defender algunas doctrinas básicas. A mí no me convencen, pero yo
sí valoro los esfuerzos de alguien como Tomás de Aquino para intentar demostrar
la existencia de Dios, y no creo que en aquellas discusiones medievales, se estuviera imponiendo nada.
Un Diario de viaje que leo con ganas siempre que hay una nueva entrada! saludos profesor.
ResponderEliminarGracias, saludos a ti.
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