En Majuro hay
extranjeros de diversa índole: filipinos, micronesios, fijianos, chinos,
japoneses, y por supuesto, norteamericanos. Predeciblemente, yo me relaciono más
con los norteamericanos. Sus elecciones presidenciales son el mes próximo, y
naturalmente, hablan mucho sobre el tema. No he conocido al primer simpatizante
de Donald Trump. No sorprende. El simpatizante promedio de Trump es el gringo
provinciano que no ha salido nunca de su país, y que desconfía de gente con
piel oscura. Venir al culo del mundo, a ver ranchos, pobreza, y gente marrón, no encaja muy bien con aquellos que se hacen eco
de “make America great again”.
Quizás los únicos
gringos que sí podrían simpatizar más con Trump serían los misioneros, quienes
tradicionalmente, son más de derecha que de izquierda. En las Islas Marshall,
hay muchos misioneros norteamericanos, catires como el sol. Pero, la mayoría de
estos misioneros son mormones, y extrañamente, los mormones no apoyan a Donald
Trump. El estado de Utah, que siempre ha sido un fuerte bastión republicano,
aparentemente le dará la espalada a The Donald.
Trump es una bestia.
Las idioteces que dice, me temo, han superado a las que solía decir Chávez. Una
de las barbaridades más recientes que le he escuchado, es alegar que lo del
calentamiento global es un cuento inventado por los chinos, para perjudicar a
EE.UU.
Pero, extrañamente,
estando en las Islas Marshall, empiezo a simpatizar con Trump, y con sus
alegatos sobre el calentamiento global. No me propongo negar que el
calentamiento global existe, y que es causado por el hombre. Pero, sí he
empezado a ver de cerca cómo el tema del calentamiento global es manipulado por
gente con intereses políticos bastante perversos.
Las Islas Marshall
recibe una enorme cantidad de dinero de parte de EE.UU. Ciertamente, los
gringos hicieron destrozos acá con sus pruebas nucleares, y el gobierno
norteamericano tiene la obligación moral de pagar. Esos fondos no son ningunos
regalos, son una justa compensación. El problema, no obstante, es que con el
dinero que se envía desde Washington, estas islas deberían parecerse a la Isla
de la Fantasía, pero en realidad, se parecen mucho más a Santa Rosa de Agua, un
horroroso barrio a las orillas del Lago de Maracaibo.
¿Dónde
están los reales? Obviamente, esfumados. Diosdado Cabello no es el único
corrupto en la Tierra; los marshaleses también tienen a los suyos. Hay unos
fondos adicionales que el gobierno de EE.UU. paga por el uso de la base militar
en Kwajelein. No obstante, esos fondos no van al Estado marshalés, sino a jefes
tribales propietarios de esas tierras. Demás está decir que esos caciques viven
a lo grande en Hawaii, y otros lugares del Primer Mundo. Cerca de la base de Kwajelein,
hay un pueblo, Ebeye. Según me dicen, es aún más miserable que Majuro. Los
caciques se comprometieron a invertir esos fondos en los habitantes de Ebeye,
pero, aquello quedó como lo que el viento se llevó…
Los
gringos deben reunirse periódicamente con los caciques y el gobierno marshalés,
para renegociar los acuerdos. Cada vez que los gringos reclaman el despilfarro
y la corrupción, los marshaleses sacan a relucir los abusos del pasado, y los
gringos tienen que conformarse con seguir pagando lo que pagan. En mi pueblo, a
eso le llaman “chantaje”.
Pero,
además del chantaje por lo que se hizo en Bikini, a las autoridades marshalesas
también les gusta mucho reclamar todo el tiempo la amenaza del calentamiento
global. Es más o menos como el culto a Bolívar entre los venezolanos: no
importa si se es chavista o de oposición, todos, absolutamente todos, tienen
que ir a colocar ofrendas al Libertador. Pues bien, en las Islas Marshall hay
diferentes alianzas políticas (en realidad no son partidos, pues acá no hay
disputas ideológicas de ningún tipo), pero todos los políticos, tienen que
cumplir con ir a Nueva York, y hablar ante la ONU sobre la amenaza del
calentamiento global. Recurrentemente exigen al resto del mundo dejar de quemar
combustibles fósiles.
No es
difícil ver cómo la obsesión marshalesa con el calentamiento global es una
cortina de humo para esconder muchos de los problemas endémicos cuya
responsabilidad la tienen los propios marshaleses. Es muy fácil formar un escándalo
por las olas que vienen a inundar a Majuro, para que la gente deje de preguntar
dónde está el dinero que viene desde Washington.
Ciertamente,
las Islas Marshall es el país que más sufre la amenaza del calentamiento
global. No suscribo el negacionismo de Trump. Pero, en vista del provecho político
que se saca de este tema, vale preguntarse si realmente el problema es tan
grave como se cree, y cuál es la solución más razonable.
La
actual presidenta de las Islas Marshall, Hilda Heine, dice que la gente se está
yendo de las Islas Marshall porque tiene temor de que este país deje de existir
en cuarenta años, a causa del calentamiento global. No me como ese cuento.
Ciertamente mucha gente se está yendo a EE.UU., pero lo hace por los mismos
motivos que yo abandoné Venezuela y ahora estoy acá en el culo del mundo:
desempleo, y sobre todo, corrupción. En cualquier conversación, los marshaleses
se quejan de su vida incómoda, de su falta de oportunidades, de la basura, de
hospitales miserables… pero hasta ahora, no he escuchado a nadie decir que se
quiere ir porque el océano se va a tragar a la isla. Decir que en 40 años, las
Islas Marshall habrán desaparecido, parece una exageración.
Los
marshaleses son gente muy religiosa: cuando los misioneros empezaron a llegar en
grandes números a partir de la segunda mitad del siglo XIX, los nativos asumieron
el cristianismo con furia. Pero, el tipo de cristianismo que se asumió acá no
es el de la sobria teología de Santo Tomás de Aquino; es más bien el
cristianismo del fuego apocalíptico de las sectas más fanatizadas: pentecostales,
mormones, Testigos de Jehová y Adventistas del Séptimo Día.
Todos
esos grupos son notorios por anunciar el inminente fin del mundo. Esto viene de
maravilla a los políticos marshaleses que se benefician con esta mentalidad
apocalíptica. Pues, cuando un político anuncia que en cuarenta años las Islas
Marshall desaparecerán, la mente de los marshaleses ya está ajustada para hacer
caso a anuncios apocalípticos, por más fantasiosos que parezcan.
En vista
de todo esto, he leído trozos de un famoso libro que, según descubro, arroja
mucha luz sobre este fenómeno: El ecologista
escéptico. Su autor, el danés Bjorn Lomborg, acepta dos puntos
fundamentales: el calentamiento global es una realidad, y es causado por el
hombre. Pero, advierte Lomborg, el problema no es tan grave como se cree, y en
vista de eso, las soluciones que se proponen no son adecuadas.
Las
probabilidades de que, en cuarenta años, el calentamiento global acabe con las
Islas Marshall, son bajas. De vez en cuando hay inundaciones, pero no hay
realmente un peligro inminente de que este país desaparezca. La clave del
argumento de Lomborg está en indicar que hay problemas más graves en el mundo.
Y, si se hace caso a la continua letanía de los políticos marshaleses (y de los
ecologistas en general) respecto al calentamiento global, estaríamos
abandonando soluciones a muchos otros problemas serios para resolver un
problema que, a decir verdad, no es tan gordo.
Los
progres ecologistas del mundo han querido que se ratifique el protocolo de
Kioto, y en sus cabezotas, George W. Bush es el diablo por haberse negado. Yo
también pensaba así, pero leyendo a Lomborg, empiezo a cambiar de opinión. El
protocolo de Kioto exige demasiado sacrificio económico, para conseguir
objetivos muy modestos. Los problemas más urgentes del mundo (especialmente los
del Tercer Mundo) son relativamente fáciles de solucionar (malaria, ausencia de
cañerías y agua potable, hambrunas), pero para ello, es necesario mantener la
actual producción económica. Volver a las condiciones preindutriales empeorará
la malaria y la falta de acceso a agua potable. El protocolo de Kioto, en la
medida en que exige reducir la producción económica para evitar el calentamiento
global (del cual no estamos seguros cuánto es atribuible a la actividad económica,
y por ende, cuánto realmente podemos mejorar), inadvertidamente propicia un
empeoramiento de problemas mucho más graves.
Yo no sé
si Lomborg tiene razón; hasta donde alcanzo a ver, el asunto sigue siendo
debatido. Pero, basándome en mi limitada experiencia en Majuro, creo que a los
marshaleses les vendría bien considerar sus argumentos. Sí, las inundaciones
ocasionales en las Islas Marshall son un fastidio para mucha gente. Pero, eso
no se compara con el 36% de desempleo que hay en este país. Acá el empleo se
genera mayormente con inversiones norteamericanas, tanto por iniciativas
privadas, como por los subsidios que el gobierno de EE.UU. envía. Si se hiciese
caso a la letanía de los políticos marshaleses, y los gringos redujesen su
producción industrial, habría menos capital para invertir en las Islas
Marshall. Los políticos marshaleses, que tanto dinero reciben de EE.UU.,
quieren terminar matando a la gallina de los huevos de oro.
Esos
problemas básicos que se pueden resolver fácilmente con más desarrollo económico,
están también presentes en las Islas Marshall. Acá, la malaria y la falta de
acceso al agua afectan a mucha gente. La clase política, por supuesto, no tiene
que enfrentar estas carencias: como en cualquier otra sociedad, acá hay diferencias
de clases, y los políticos marshaleses viven bien en sus hogares con repelentes
y agua corriente. Por ello, les resulta más rentable rezar la letanía del
calentamiento global. Pero, para el marshalés común, los problemas básicos son
mucho más urgentes, y la solución no es producir menos, sino más bien al
contrario: producir más.
Pero,
incluso si asumimos que las Islas Marshall efectivamente sí desaparecerán en
cuarenta años, aún así yo veo problemas en el protocolo de Kioto y la letanía
ambientalista. Filosóficamente, me inclino por la doctrina del utilitarismo,
aquella que postula, en palabras de Bentham, que debe buscarse la mayor
felicidad para el mayor número de gente posible. Las Islas Marshall apenas
tienen 60 mil habitantes, y son un territorio muy pequeño. Pretender frenar la
producción económica (con el subsecuente resultado de que muchas personas en el
Tercer Mundo morirán de hambre y enfermedades), para salvar unos atolones en el
medio del Pacífico, no me parece éticamente aceptable. La comunidad
internacional tendrá que plantearse una evacuación de los marshaleses para
salvarlos, pero no puede plantearse frenar el aparato productivo de países que
tienen muchísimos más habitantes.
Si en
Venezuela, una familia de campesinos instala su casa a orillas de un río, y el
río crece, es razonable que esos campesinos pidan que el gobierno los auxilie
en la evacuación, pero no es razonable que pidan al gobierno que destruyan la
represa del Guri para que el río no crezca más y la casa de los campesinos quede
a salvo. La electricidad de treinta millones de venezolanos es más importante
que la casa de los campesinos.
Las Islas Marshall son
atolones. Y los atolones, aun sin calentamiento global, siempre han tenido un alto
riesgo de desaparecer. Los pobladores originales de estas tierras no sabían
esto cuando se asentaron acá. Sus descendientes no tienen culpa. Pero, el
utilitarismo no juzga tanto las culpas, sino qué es lo más útil. Y, en el caso
de que efectivamente, en cuarenta años las Islas Marshall estén en peligro de desaparecer,
lo más útil será dejarlas desaparecer, pues en el intento por salvarlas, se
pierde mucho más.
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