martes, 18 de octubre de 2016

La letanía del calentamiento global

En Majuro hay extranjeros de diversa índole: filipinos, micronesios, fijianos, chinos, japoneses, y por supuesto, norteamericanos. Predeciblemente, yo me relaciono más con los norteamericanos. Sus elecciones presidenciales son el mes próximo, y naturalmente, hablan mucho sobre el tema. No he conocido al primer simpatizante de Donald Trump. No sorprende. El simpatizante promedio de Trump es el gringo provinciano que no ha salido nunca de su país, y que desconfía de gente con piel oscura. Venir al culo del mundo, a ver ranchos, pobreza, y gente marrón, no encaja muy bien con aquellos que se hacen eco de “make America great again”.
Quizás los únicos gringos que sí podrían simpatizar más con Trump serían los misioneros, quienes tradicionalmente, son más de derecha que de izquierda. En las Islas Marshall, hay muchos misioneros norteamericanos, catires como el sol. Pero, la mayoría de estos misioneros son mormones, y extrañamente, los mormones no apoyan a Donald Trump. El estado de Utah, que siempre ha sido un fuerte bastión republicano, aparentemente le dará la espalada a The Donald.

Trump es una bestia. Las idioteces que dice, me temo, han superado a las que solía decir Chávez. Una de las barbaridades más recientes que le he escuchado, es alegar que lo del calentamiento global es un cuento inventado por los chinos, para perjudicar a EE.UU.
Pero, extrañamente, estando en las Islas Marshall, empiezo a simpatizar con Trump, y con sus alegatos sobre el calentamiento global. No me propongo negar que el calentamiento global existe, y que es causado por el hombre. Pero, sí he empezado a ver de cerca cómo el tema del calentamiento global es manipulado por gente con intereses políticos bastante perversos.
Las Islas Marshall recibe una enorme cantidad de dinero de parte de EE.UU. Ciertamente, los gringos hicieron destrozos acá con sus pruebas nucleares, y el gobierno norteamericano tiene la obligación moral de pagar. Esos fondos no son ningunos regalos, son una justa compensación. El problema, no obstante, es que con el dinero que se envía desde Washington, estas islas deberían parecerse a la Isla de la Fantasía, pero en realidad, se parecen mucho más a Santa Rosa de Agua, un horroroso barrio a las orillas del Lago de Maracaibo.
            ¿Dónde están los reales? Obviamente, esfumados. Diosdado Cabello no es el único corrupto en la Tierra; los marshaleses también tienen a los suyos. Hay unos fondos adicionales que el gobierno de EE.UU. paga por el uso de la base militar en Kwajelein. No obstante, esos fondos no van al Estado marshalés, sino a jefes tribales propietarios de esas tierras. Demás está decir que esos caciques viven a lo grande en Hawaii, y otros lugares del Primer Mundo. Cerca de la base de Kwajelein, hay un pueblo, Ebeye. Según me dicen, es aún más miserable que Majuro. Los caciques se comprometieron a invertir esos fondos en los habitantes de Ebeye, pero, aquello quedó como lo que el viento se llevó…
            Los gringos deben reunirse periódicamente con los caciques y el gobierno marshalés, para renegociar los acuerdos. Cada vez que los gringos reclaman el despilfarro y la corrupción, los marshaleses sacan a relucir los abusos del pasado, y los gringos tienen que conformarse con seguir pagando lo que pagan. En mi pueblo, a eso le llaman “chantaje”.
            Pero, además del chantaje por lo que se hizo en Bikini, a las autoridades marshalesas también les gusta mucho reclamar todo el tiempo la amenaza del calentamiento global. Es más o menos como el culto a Bolívar entre los venezolanos: no importa si se es chavista o de oposición, todos, absolutamente todos, tienen que ir a colocar ofrendas al Libertador. Pues bien, en las Islas Marshall hay diferentes alianzas políticas (en realidad no son partidos, pues acá no hay disputas ideológicas de ningún tipo), pero todos los políticos, tienen que cumplir con ir a Nueva York, y hablar ante la ONU sobre la amenaza del calentamiento global. Recurrentemente exigen al resto del mundo dejar de quemar combustibles fósiles.
            No es difícil ver cómo la obsesión marshalesa con el calentamiento global es una cortina de humo para esconder muchos de los problemas endémicos cuya responsabilidad la tienen los propios marshaleses. Es muy fácil formar un escándalo por las olas que vienen a inundar a Majuro, para que la gente deje de preguntar dónde está el dinero que viene desde Washington.
            Ciertamente, las Islas Marshall es el país que más sufre la amenaza del calentamiento global. No suscribo el negacionismo de Trump. Pero, en vista del provecho político que se saca de este tema, vale preguntarse si realmente el problema es tan grave como se cree, y cuál es la solución más razonable.
            La actual presidenta de las Islas Marshall, Hilda Heine, dice que la gente se está yendo de las Islas Marshall porque tiene temor de que este país deje de existir en cuarenta años, a causa del calentamiento global. No me como ese cuento. Ciertamente mucha gente se está yendo a EE.UU., pero lo hace por los mismos motivos que yo abandoné Venezuela y ahora estoy acá en el culo del mundo: desempleo, y sobre todo, corrupción. En cualquier conversación, los marshaleses se quejan de su vida incómoda, de su falta de oportunidades, de la basura, de hospitales miserables… pero hasta ahora, no he escuchado a nadie decir que se quiere ir porque el océano se va a tragar a la isla. Decir que en 40 años, las Islas Marshall habrán desaparecido, parece una exageración.
            Los marshaleses son gente muy religiosa: cuando los misioneros empezaron a llegar en grandes números a partir de la segunda mitad del siglo XIX, los nativos asumieron el cristianismo con furia. Pero, el tipo de cristianismo que se asumió acá no es el de la sobria teología de Santo Tomás de Aquino; es más bien el cristianismo del fuego apocalíptico de las sectas más fanatizadas: pentecostales, mormones, Testigos de Jehová y Adventistas del Séptimo Día.
            Todos esos grupos son notorios por anunciar el inminente fin del mundo. Esto viene de maravilla a los políticos marshaleses que se benefician con esta mentalidad apocalíptica. Pues, cuando un político anuncia que en cuarenta años las Islas Marshall desaparecerán, la mente de los marshaleses ya está ajustada para hacer caso a anuncios apocalípticos, por más fantasiosos que parezcan.
            En vista de todo esto, he leído trozos de un famoso libro que, según descubro, arroja mucha luz sobre este fenómeno: El ecologista escéptico. Su autor, el danés Bjorn Lomborg, acepta dos puntos fundamentales: el calentamiento global es una realidad, y es causado por el hombre. Pero, advierte Lomborg, el problema no es tan grave como se cree, y en vista de eso, las soluciones que se proponen no son adecuadas.
            Las probabilidades de que, en cuarenta años, el calentamiento global acabe con las Islas Marshall, son bajas. De vez en cuando hay inundaciones, pero no hay realmente un peligro inminente de que este país desaparezca. La clave del argumento de Lomborg está en indicar que hay problemas más graves en el mundo. Y, si se hace caso a la continua letanía de los políticos marshaleses (y de los ecologistas en general) respecto al calentamiento global, estaríamos abandonando soluciones a muchos otros problemas serios para resolver un problema que, a decir verdad, no es tan gordo.
            Los progres ecologistas del mundo han querido que se ratifique el protocolo de Kioto, y en sus cabezotas, George W. Bush es el diablo por haberse negado. Yo también pensaba así, pero leyendo a Lomborg, empiezo a cambiar de opinión. El protocolo de Kioto exige demasiado sacrificio económico, para conseguir objetivos muy modestos. Los problemas más urgentes del mundo (especialmente los del Tercer Mundo) son relativamente fáciles de solucionar (malaria, ausencia de cañerías y agua potable, hambrunas), pero para ello, es necesario mantener la actual producción económica. Volver a las condiciones preindutriales empeorará la malaria y la falta de acceso a agua potable. El protocolo de Kioto, en la medida en que exige reducir la producción económica para evitar el calentamiento global (del cual no estamos seguros cuánto es atribuible a la actividad económica, y por ende, cuánto realmente podemos mejorar), inadvertidamente propicia un empeoramiento de problemas mucho más graves.
            Yo no sé si Lomborg tiene razón; hasta donde alcanzo a ver, el asunto sigue siendo debatido. Pero, basándome en mi limitada experiencia en Majuro, creo que a los marshaleses les vendría bien considerar sus argumentos. Sí, las inundaciones ocasionales en las Islas Marshall son un fastidio para mucha gente. Pero, eso no se compara con el 36% de desempleo que hay en este país. Acá el empleo se genera mayormente con inversiones norteamericanas, tanto por iniciativas privadas, como por los subsidios que el gobierno de EE.UU. envía. Si se hiciese caso a la letanía de los políticos marshaleses, y los gringos redujesen su producción industrial, habría menos capital para invertir en las Islas Marshall. Los políticos marshaleses, que tanto dinero reciben de EE.UU., quieren terminar matando a la gallina de los huevos de oro.

            Esos problemas básicos que se pueden resolver fácilmente con más desarrollo económico, están también presentes en las Islas Marshall. Acá, la malaria y la falta de acceso al agua afectan a mucha gente. La clase política, por supuesto, no tiene que enfrentar estas carencias: como en cualquier otra sociedad, acá hay diferencias de clases, y los políticos marshaleses viven bien en sus hogares con repelentes y agua corriente. Por ello, les resulta más rentable rezar la letanía del calentamiento global. Pero, para el marshalés común, los problemas básicos son mucho más urgentes, y la solución no es producir menos, sino más bien al contrario: producir más.
            Pero, incluso si asumimos que las Islas Marshall efectivamente sí desaparecerán en cuarenta años, aún así yo veo problemas en el protocolo de Kioto y la letanía ambientalista. Filosóficamente, me inclino por la doctrina del utilitarismo, aquella que postula, en palabras de Bentham, que debe buscarse la mayor felicidad para el mayor número de gente posible. Las Islas Marshall apenas tienen 60 mil habitantes, y son un territorio muy pequeño. Pretender frenar la producción económica (con el subsecuente resultado de que muchas personas en el Tercer Mundo morirán de hambre y enfermedades), para salvar unos atolones en el medio del Pacífico, no me parece éticamente aceptable. La comunidad internacional tendrá que plantearse una evacuación de los marshaleses para salvarlos, pero no puede plantearse frenar el aparato productivo de países que tienen muchísimos más habitantes.
            Si en Venezuela, una familia de campesinos instala su casa a orillas de un río, y el río crece, es razonable que esos campesinos pidan que el gobierno los auxilie en la evacuación, pero no es razonable que pidan al gobierno que destruyan la represa del Guri para que el río no crezca más y la casa de los campesinos quede a salvo. La electricidad de treinta millones de venezolanos es más importante que la casa de los campesinos.
Las Islas Marshall son atolones. Y los atolones, aun sin calentamiento global, siempre han tenido un alto riesgo de desaparecer. Los pobladores originales de estas tierras no sabían esto cuando se asentaron acá. Sus descendientes no tienen culpa. Pero, el utilitarismo no juzga tanto las culpas, sino qué es lo más útil. Y, en el caso de que efectivamente, en cuarenta años las Islas Marshall estén en peligro de desaparecer, lo más útil será dejarlas desaparecer, pues en el intento por salvarlas, se pierde mucho más.

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