miércoles, 31 de agosto de 2016

Mi mudanza a un nuevo hogar

            Mi primera semana en Majuro estuve alojado en el Marshall Islands Resort. El hotel tiene la estructura de esos moteles que en Maracaibo son conocidos por hospedaje de una noche con meros propósitos sexuales, diseñados para que los infieles se encuentren con sus amantes en relativo anonimato. Pero, en realidad, en muchos lugares del mundo, este tipo de diseño arquitectónico es común en hoteles de carretera, de forma tal que, si bien mi mente morbosa pudo imaginar muchas cosas de ese hotel en Majuro, en realidad era bastante normal.
            Yo he ido a gimnasios por muchos años, pero en los últimos tiempos, dada la terrible crisis venezolana, ir a un gimnasio es un lujo. Aproveché, entonces, para hacer uso del gimnasio del hotel todas las mañanas, muy tempranito. Como cabe esperar de todo en Majuro, el gimnasio del hotel está bastante deteriorado. Varias máquinas están rotas y oxidadas (en Majuro, casi todo está oxidado, debido a la sal de la playa), y hay un penetrante olor a sudor, pues tiene poca ventilación.

            Yo solía ser el único en entrenar. Un día conocí en el gimnasio a un australiano que estaba de pasada en las Islas Marshall. Me habló de sus hazañas por el mundo. Estuvo hace algunos años en Caracas, y me dijo que le pareció casi tan peligrosa como Mogadishu, en Somalia. A veces, al decir que soy venezolano, me siento un poco como el hijo del gato Silvestre, quien se coloca una bolsa en la cabeza para aliviar su vergüenza.
            Otro día, conocí en el hotel a una americana que me dijo que había estado en Maracaibo, “cuando Venezuela era un país al cual se podía ir”. Esta gringa fue otra que puso el dedo en la llaga, y dolió. La señora, muy amable, me decía que lo ideal en las Islas Marshall es hacer amigos. A mí me pareció genial ese consejo. Me invitó a incorporarme a un club que ella presidía. Yo estaba deseoso de hacerlo. Pero, al final de la conversación, me dijo que la membrecía del grupo vale 20 dólares; es decir, casi la mitad de mi sueldo en Venezuela. ¿Por qué diablos a los gringos les cuesta tener amigos sin cobrar? Otro misterio que por ahora no me propongo resolver.
            Al término de una semana, me mudé a una residencia en otro lugar de Majuro. El propietario es un taiwanés. El tipo me recordó un poco al coreano de Falling Down, la película con Michael Douglas, en la cual el coreano y el protagonista se baten casi a muerte por apenas unos centavos en el sobreprecio de una Coca Cola. El taiwanés me explicaba algunos detalles de la casa, pero nunca se quitaba de la boca un palillo. Al final de su breve explicación, me invitó a tomar algo; aparentemente, no resultó ser el monstruo que aparece en la película de Michael Douglas. En ese momento, tuve que rechazar la invitación, porque tenía que salir a hacer una diligencia. Pero, antes de salir, el taiwanés me advirtió que cerrara bien las puertas. Un marshalés se había encargado de llevarme a la residencia, pero el taiwanés me tomó por el brazo y me apartó del marshalés, para decirme en secreto que los marshaleses no son de confiar, y que hay que cerrar bien las puertas. En las Islas Marshall no hay las tensiones étnicas que pueden encontrarse en Fiji o Malasia, pero de vez en cuando, efectivamente hay roces.
            El comentario del taiwanés me dejó un poco inquieto. Pero apartando a ese señor, todos, absolutamente todos en la isla, me han dicho que en Majuro, la seguridad no es un problema. Se ven algunas patrullas y algunas policías con caras de bravucones, pero ninguno lleva armas. Fanáticos como Charlton Heston dirían que las Islas Marshall es un infierno porque nadie tiene metralletas para protegerse frente a los tiranos, pero francamente, yo me siento bastante feliz así, en un país sin armas. Es perfectamente posible salir a caminar de noche en el barrio más miserable, y sentir absoluta seguridad. No me planteo abandonar Venezuela y venir a vivir indefinidamente en esta isla en el culo del mundo, pero si los malandros siguen obrando a su antojo en mi país, en algún momento quizás sí tenga que plantearme una decisión como ésa.
            Eso no quiere decir que en las Islas Marshall todo sea paz y amor. He leído reportajes sobre abusos de derechos humanos a los presos en este país. Esto no es una democracia consolidada. En el gobierno, los jefes tribales (quienes además son los propietarios de la tierra) tienen puestos de alto mando garantizado. Y, sospecho que estos jefes tribales, como en muchas sociedades con estructuras tribales, no tienen muchas contemplaciones a la hora de aplicar castigos inhumanos a los criminales.
            Pero, en líneas generales, hay una actitud bastante relajada. Un día, por ejemplo, conversaba con un joven bastante americanizado, y le estaba explicando qué es un psiquiatra. El joven me decía que, en las Islas Marshall, a los locos sencillamente se les deja deambular por las calles. No hay la concepción represiva de la psiquiatría que sí es más común en los países occidentales. Michel Foucault, uno de los padres de la antipsiquiatría, estaría muy contento en Majuro, aunque sospecho que él, como todos esos izquierdistas franceses aburguesados, se desesperaría ante la ausencia de comodidades occidentales. Es muy fácil quejarse de Occidente, pero cuando se pasan penurias en sociedades más primitivas, recordamos lo agradable que es el aire acondicionado y otras delicias.
            En Majuro no hay inseguridad, pero sí hay mucha, muchísima pobreza. Salvo una zona comercial con edificios gubernamentales de vidrio, Majuro es como un gran barrio de Maracaibo. Quien haya visitado los barrios de Santa Rosa de Agua, el 18 de octubre o San Jacinto, se familiarizará rápidamente con la capital de las Islas Marshall. Hay una carretera central, pero los caminos aledaños son de tierra. Algunas casas son de ladrillos, pero hay también muchos ranchos de lata y zinc.
            A pesar de toda esa pobreza, no hay pordioseros. Acá nadie pide limosna, ni extorsiona con la excusa de haber hecho un trabajo totalmente inútil. No hay limpiavidrios, ni cuida carros, ni nada de esa mierda a la que estamos acostumbrados en Maracaibo. Sólo una niña me pidió una naranja que yo llevaba en la mano, y unos días antes, un adolescente me pidió si le podía “prestar” un dólar. Pero, incluso en ese gesto, hay cierta vergüenza, pues el muchacho no se atrevía a pedírmelo como limosna, sino en calidad de préstamo (aunque, por supuesto, eso no habría sido ningún préstamo).
            Las Islas Marshall (y muchos otros países) sirve como refutación de la gran mentira que algunos criminólogos nos han querido vender: que el crimen es debido a la pobreza y la desigualdad. Acá hay ambos males, pero la inseguridad es casi nula. Un etíope una mañana me buscó conversación, y me dijo que admiraba a Chávez, por ser un gran liberador de los pueblos del Tercer Mundo. El etíope me resultó simpático, pero con esa confesión sobre Chávez, ya no le tuve tanta simpatía. Pues bien, Chávez, que tanto se jactaba de entender a los pueblos del Tercer Mundo, debió haber venido a Majuro para comprender que, quien roba, no lo hace porque tiene hambre. Como postularía el viejo cliché, los marshaleses son pobres pero honrados.

Buscando agua potable en Majuro

            Ya establecido en el Resort of the Marshall Islands, en Majuro, traté de descansar un poco, pero se me hizo difícil. Tantas horas de viaje y trasnochos, paradójicamente, no permiten descansar bien una vez que la travesía ha terminado. Tuve sed y fui al baño a beber agua, pero un cartel colocado en el espejo me advertía que no era recomendable beber agua del grifo. Naturalmente, estoy acostumbrado a estas cosas. En Maracaibo, el agua del grifo tampoco es potable. Lo triste, no obstante, es que en las Islas Marshall es comprensible, porque las islas siempre tienen poco acceso al agua dulce; Maracaibo, en cambio, está situado al lado de un inmenso lago, pero eso no nos sirve de nada.
            En vista de que necesitaría agua, salí a comprarla inmediatamente. La mayor parte de Majuro consiste sólo en una avenida. Hay dos o tres supermercados con aire acondicionado, y agradables a la vista. El resto, son almacenes muy parecidos a las bodegas que uno perfectamente puede encontrar en cualquier barrio de Maracaibo.

            Dada mi pauperización, me he mentalizado con la idea de que, durante mi estadía en las Islas Marshall, debo gastar mínimamente. Y así, opté por acudir a las bodegas calurosas y feas porque supuse que el precio sería más barato. Al menos en el caso del agua, supuse mal. Luego descubrí que los mercados agradables con aire acondicionado, venden el agua a precio más económico. Son misterios de la economía que yo no entiendo, y por ahora, tampoco tengo la voluntad de buscar comprenderlos.
            La dueña de la tienda me vendió un paquete de galones de agua potable. Me arrepentí de comprárselos a ella, porque al llegar al hotel, se me hizo muy difícil abrirlos. Tuve que cargar esos botellones dos cuadras, y como es costumbre, llegué muy sudado. La señora de la tienda me había advertido que para mí era mejor tomar un taxi, pero yo, en mi mentalidad mezquina como producto de la crisis venezolana, me empeñé en ahorrar los veinticinco centavos que habría pagado en transporte.
            La señora de la tienda era de Fiji. Por alguna extraña razón, me llama mucho la atención ese país. Siempre he estado interesado en las dificultades de la convivencia en sociedades con enfrentamientos étnicos, y el caso de Fiji ha sido bastante complejo. La señora era de origen indio, y en Fiji, los ciudadanos de origen indio llevan ya varias décadas enfrentándose a los ciudadanos de origen nativo. Además, Fiji despierta en mí un cierto interés morboso: hasta no hace mucho, el canibalismo en ese país era rampante, y los colonialistas pusieron fin a aquello.
            Conforme pasaban los días, iba descubriendo que la clase mercante dominante en Majuro, son los chinos. Se puede entrar a muchos negocios en Majuro, y se verá a un marshalés tirado en el piso haciendo una labor,  mientras que el chino (por lo general sin camisa, pues sus tiendas son muy calurosas) está en la caja registradora vigilando que todo esté en orden.
            No he logrado detectar si esto genera conflictos en las Islas Marshall. Un reconocido estudioso de Micronesia, Francis Hezel, asegura que este dominio de los chinos sí genera problemas. Es natural que así sea. Una politóloga norteamericana, Amy Chua, escribió un influyente libro, The World on Fire, en el cual advertía que, cuando en un país, los dueños de los negocios hablan un idioma o tienen un color de piel distinto a los empleados de esos negocios, habrá conflictos.
            Según comenta Hezel, el dominio de estos chinos surgió a raíz de la decisión del gobierno marshalés, hace un par de décadas, de vender pasaportes para atraer inversionistas. Los chinos compraron estos pasaportes, pero en vez de quedarse a invertir legítimamente en las Islas Marshall, usaron esos pasaportes para emigrar a EE.UU. (quienes tienen pasaporte marshalés no necesitan visa de trabajo o residencia en EE.UU.), o establecieron negocios en Majuro, pero a través del contrabando y la evasión fiscal.
            En Venezuela, con la crisis alimentaria, ha habido algunos brotes xenofóbicos en contra de los chinos, pues ellos también son los dueños de muchos locales comerciales que, se alega, acaparan comida. Lo interesante en el caso de Majuro, no obstante, es que esta clase dominante china viene de Taiwán. Como se sabe, la China comunista y Taiwán están enfrentados, y aquellos países que se la lleven bien con uno, no se la pueden llevar bien con el otro, pues inmediatamente hay represalias.
            Los políticos marshaleses han participado en este jueguito, y así, algunos años han sido fieles a un bando, sólo para darles una patada en el culo, y luego pasarse al otro bando. En algún momento, las Islas Marshall tenía relación con la China roja, pero ahora, viven un romance con Taiwán. En Majuro, se observa la influencia taiwanesa por doquier. Muchos edificios y automóviles son donaciones de Taiwán, y la bandera taiwanesa ondea en varios lugares. En esa patética guerra fría que empezó entre Mao y Chiang Kai Shek, los marshaleses han aprovechado para recibir ayuda humanitaria del mejor postor.
            De hecho, el papel de las Islas Marshall en la escena internacional se reduce a eso: ser el caballito de batalla de alguna gran potencia. Tienen voto en la ONU, y es uno de los países que consistentemente vota a favor de Israel, aun cuando el mundo entero condena a los israelitas por sus abusos contra los palestinos. La cooperación entre Israel y las Islas Masrhall no es tan explícita. Pero, no es necesario ser un genio para entender que, en vista de que la mayor fuente del producto interno de las Islas Marshall es la ayuda que recibe de EE.UU., no le queda más remedio que votar en la ONU según se lo ordenen sus amos en Washington.
            En fin, el dominio taiwanés en Marshall me ha llevado a preguntarme, ¿por qué los chinos, dondequiera que vayan, terminan prosperando como comerciantes, mientras que los nativos terminan trabajando para ellos? Cuando las Islas Marshall estuvieron bajo la administración japonesa, en el período de entreguerras, la productividad del país aumentó significativamente, pero el pueblo no se benefició. Los japoneses hicieron grandes negocios, pero trataron muy mal a la población.
No me parece que esa explicación sea válida para explicar el dominio taiwanés en Majuro. Los japoneses llegaron con bayonetas y con su agresiva mentalidad militarista e imperial. Taiwán, en cambio, es un pequeño país sin ánimos expansionistas. Los taiwaneses han llegado a este país sin armas ni favoritismo de administradores coloniales. ¿Cómo explicar, entonces, su privilegio? Algún racista, como los autores del infame libro The Bell Curve, sugeriría que los chinos están mejor dotados genéticamente para la inteligencia, y así, termina por ser natural que dominen a los marshaleses, una raza con menor coeficiente intelectual. Yo no me trago ese cuento. Los taiwaneses no dominan gracias a la explotación, pero tampoco gracias a sus genes.

Quizás su cultura tenga mucho más que ver. El confucionismo atascó a China en el pasado por muchos siglos, pero a la larga, ha servido para cultivar la disciplina, el trabajo y el estudio entre los chinos. Ni los marshaleses ni los maracuchos tenemos esa ventaja. Los extranjeros con quienes he interactuado en Majuro se quejan de que los marshaleses son impuntuales y que no son muy dados a planificar las cosas con anticipación. Acá no hay el voraz emprendimiento de los chinos. Quizás sean más felices trabajando menos, pero eso hace inevitable que, a la larga, los extranjeros que sí tienen más disciplina, terminen ocupando posiciones de más privilegio, como efectivamente ocurre en los negocios de Majuro.

martes, 30 de agosto de 2016

Un encuentro en la recepción del hotel en Majuro

            Al llegar al hotel en Majuro, desesperadamente me cambié la ropa, pues la humedad la hacía pegajosa. Maracaibo es una ciudad terriblemente húmeda, pero eso no hace que yo esté acostumbrado a los climas tropicales. La clase media maracucha (o lo que queda de ella) ha organizado su vida en torno al aire acondicionado, y en Maracaibo puede faltar el pan, pero no el aire.
            En la recepción del hotel, un hombre elogió el sombrero vueltiao que yo llevaba puesto. Le dije que ese sombrero se fabrica en Colombia, y el hombre me dijo que él era colombiano. No había pasado una hora en Majuro, ¡y ya yo estaba hablando español en el culo del mundo! Hace algunos siglos, hubo algún proyecto de que, en las Islas Marshall, se hablara español. España, en sus delirios de grandeza imperiales, quiso apropiarse de las Islas Marshall, a medida que fue colonizado las Filipinas. Pero, quien quiere una tienda, que la atienda. España no atendió a las Islas Marshall, y ante el acoso del nuevo país con delirios de grandeza imperial, Alemania, tuvo que ceder la pretensión de las islas a los alemanes en 1883.

            En aquella transacción, estuvo metida la Iglesia Católica. El acuerdo entre Alemania y España contó con la mediación de León XIII. En líneas generales, no me agradan los Papas. Y, al considerar el papel de este Papa como mediador entre España y Alemania, repartiendo a las potencias territorios sin ni remotamente plantearse el deseo de los propios isleños, me hace despreciarlo aún más Pero, en todo caso, esto no fue la primera vez que ocurrió: no conviene olvidar que la Iglesia en varias ocasiones ha repartido territorios sin preguntar nada a sus habitantes; así fue como España y Portugal se repartieron América en el siglo XVI. El Papa en aquella ocasión fue Alejandro VI, una infame bestia negra del Vaticano.
El colombiano que conocí en la recepción del hotel era un piloto privado cuya nave tuvo que aterrizar de emergencia en Majuro, y estaba esperando que sus clientes le enviaran la pieza para poder despegar. Me contaba que apenas llevaba tres días en la isla, y ya estaba desesperado por irse. Con testimonios como ése, pensé que mi vida en Majuro sería algo así como la del personaje de Tom Hanks en Náufrago. Mi cuñado, un maracayero que vive en Francia, me ha dicho jocosamente que compre una pelota Wilson para tener amigos.
Yo desde un principio sabía que venía a estar varios meses en las Islas Marshall, de forma tal que, si bien me afectó un poco la frustración del piloto colombiano, no permití que me venciera.
Días después de mi llegada, me enteré que ese colombiano estaba de gozón en Majuro. En Majuro sólo hay una carretera, pero hay una gran abundancia de taxis, todos baratísimos. Los extranjeros que se montan en los taxis se sorprenden al enterarse de que también recogen a otros pasajeros. Yo, en cambio, estoy acostumbrado a estas cosas, porque en Maracaibo, existe el insólito sistema de carritos por puestos: carcachas andantes (y contaminantes) que sirven como taxis que llevan a cinco pasajeros.
En una ocasión, se montó en el taxi un marshalés, y me pregunto de dónde era. Al responderle, el marshalés me dijo algunas palabras español, buscando ser mi amigo. En general, los marshaleses son gente reservada pero muy amigable. A medida que fuimos conversando, el marshalés me contaba que él era barman, y que a su bar, había ido un piloto de Venezuela. Yo supuse que se trataba del piloto colombiano. No me molesté con el error geográfico del marshalés, pues unos meses antes de venir a las Islas Marshall, yo ni siquiera sabía que ese país existía.
Me contaba el barman marshalés que el piloto estaba buscando mujeres. Pero, me advirtió que la prostitución en las Islas Marshall no está fácilmente a la vista. Yo he recorrido bastante la isla de noche, y aún no me he encontrado a la primera chica abiertamente ejerciendo el antiguo oficio. Con todo, como en cualquier sociedad, en las Islas Marshall hay prostitutas. Pero, el influjo misionero en Micronesia ha propiciado una considerable represión sexual.
En Polinesia ciertamente hubo mayor laxitud en asuntos sexuales. Los marineros del capitán Cook hicieron de las suyas con las hawaianas, y Diderot describía cómo los tahitianos llevaban una vida sexual libre de las represiones obsesivas de Occidente. Margaret Mead también escribió un famoso libro, Sexo y adolescencia en Samoa, en el cual narraba la libre y feliz vida sexual de los isleños. Luego se descubrió que Mead había fraudulentamente inventado toda aquella fantasía de paraísos sexuales.
Pero, el hecho es que en Micronesia, las cosas son distintas. Las mujeres acá llevan faldas largas, muy parecidas a las de las mujeres evangélicas que cada vez se ven más en Maracaibo. En Micronesia queda poco de la cultura pre-cristiana, en buena medida porque los misioneros se encargaron de borrar el legado cultural. En ese sentido, Micronesia es una región bastante religiosa. Los misioneros protestantes empezaron a llegar a Micronesia a finales del siglo XIX, y extrañamente, el tipo de cristianismo que se asentó (y que en buena medida perdura hasta hoy) es el de la rigurosa moral victoriana.

            Ésa no es la imagen, por supuesto, que tiene el consumidor de televisión en los países occidentales. Ese ser idiotizado por ver tanta telebasura, seguramente creerá que Micronesia son islas paradisíacas, al estilo de la Laguna azul, donde la gente corre desnuda dispuesta a tener sexo. Y, para colmo, el hecho de que el traje de baño de dos piezas se llame bikini, podrá formar la idea de que, en las Islas Marshall, hay sexo a lo bestia. Pues, el bañador lleva ese nombre, en honor de Bikini, una isla en las Islas Marshall.

            Pero, el bañador se llama así, no porque en esa playa haya mucho sexo, sino porque, en el momento en que se diseñaba ese traje de baño, el ejército de         EE.UU. hacía unas devastadoras pruebas nucleares en ese lugar. Sospecho (pero no he podido confirmarlo), que a los marshaleses no les hace mucha gracia que el sufrimiento en la isla de Bikini se trivialice asociándolo con un producto de consumo masivo como el bikini; y supongo que tampoco les hará gracia que el nombre de esa isla se asocie con libertinaje sexual, cuando precisamente, los marshaleses son bastante recatados en asuntos sexuales.

domingo, 28 de agosto de 2016

Mi llegada a Majuro

            Tras una espantosa noche en el aeropuerto de Honolulu, finalmente me embarqué en un avión a Majuro. Algunos de los que dormían junto a mí en el aeropuerto, eran nativos marshaleses y trabajadores filipinos. No hablamos, pero en cierto sentido, sentí con ellos una conexión tercermundista: los gringos duermen en hoteles caros en Hawaii, nosotros los pauperizados tenemos que esperar tirados en el piso de un aeropuerto insoportablemente caluroso.
            Antes de montarme en el avión, sonó una alarma, y nos evacuaron de la sala de espera. Yo sospecho que, si este tipo de cosas ocurriera en el aeropuerto de Chicago o Los Angeles, la histeria colectiva sería bestial. Ciertamente, el terrorismo es una amenaza muy real, pero los gringos olvidan que ellos tienen muchísima más probabilidad de morir en un accidente automovilístico que en un ataque, pero con todo, su obsesión es con las bombas, no con la seguridad de los carros.
            En Honolulu, en cambio, como casi todo en Hawaii, la gente se toma las cosas con más calma, y muy pausada y civilizadamente, los pasajeros evacuamos la sala, y esperamos a que nos volvieran a llamar, quince minutos después.

            Mi jet lag y el cansancio me vencían, pero quise fijarme en el tipo de gente que se montaría en el avión. Había leído que en Micronesia, y el Pacífico en general, hay un tremendo problema de obesidad, y quería ver si en el avión se montarían gordos. Ése es otro de los males del colonialismo. Rudiyard Kipling decía en su famoso poema en honor al colonialismo, que el hombre blanco iría a “alimentar la boca del hambriento”. Está muy bien, pero en Micronesia, a los colonizadores se les fue la mano repartiendo comida. Los micronesios eran pescadores y horticultores. A medida que se fueron occidentalizando, abandonaron su estilo de vida tradicional, y asumieron una dieta basada en cereales, carnes enlatadas y azúcares.
            No hay McDonalds en las Islas Marshall. Pero, sí hay mucho, muchísima comida Spam. Antes de venir a Majuro, yo había creído que spam era un neologismo que se empleaba para esos correos de estafa que envían los nigerianos. Pero, al llegar, descubrí que, en realidad, Spam es una marca de comidas enlatadas, que se usó mucho para alimentar al ejército en la guerra de Vietnam. Francamente, los emails basuras de los nigerianos merecen llamarse spam. Esa comida es asquerosa, pero en algún momento, tendré que comerla.
            Por Spam y otros productos similares, los micronesios están sufriendo obesidad. En el avión a Majuro, en efecto vi algunos gordos. Pero, creo que fui presa del sesgo de confirmación, pues sólo me fijé en ellos, sin tener en consideración que, realmente, no eran la mayoría. En Micronesia, las Islas Marshall es de los países menos obesos, y no se ven muchos gordos en las calles. He visto mayor proporción de gordos en Maracaibo, donde el tener barriga a causa del consumo de cerveza, es casi motivo de orgullo regionalista. En vez de enorgullecernos por Fernández Morán, los maracuchos nos enorgullecemos por tener grasa en el abdomen. Muy lamentable.
            En el avión, me senté al lado de una mujer americana que me buscó conversación. Yo estaba destrozado por el cansancio, pero en vista de que era un vuelo matutino, supuse que se me haría difícil dormir, de forma tal que accedí a conversar. La mujer era una misionera que iba a Pohnpei, una isla de los Estados Federados de Micronesia. Le conté sobre mi incómoda velada en Honolulu, y me preguntó que si yo creía que los policías me estaban despertando por ser latino. Yo le respondí que no (¿cómo podrían saber los policías que yo soy latino?), y le añadí que, a mí me disgusta mucho la forma en que en EE.UU. las minorías juegan mucho al chantaje racial.
            Mi comentario fue casi como pronunciar una contraseña para abrir un candado, del mismo modo en que los masones se reconocen cuando se saludan con la mano. Aquella mujer, al escuchar mi queja sobre el chantaje racial, asumió que yo era un ultraderechista, dejó de disimular sus simpatías políticas, y me empezó a hablar maravillas de Donald Trump. Hay misioneros de izquierda y de derecha, pero en Micronesia, suelen ser bastante derechosos. Los misioneros americanos que van a esas islas suelen ser cortados todos por la misma tijera: blancos, de estados rojos (es decir, rurales), conservadores, amantes de Fox News. Supongo que en su país, poca gente les presta atención; en Micronesia, en cambio, son los verdaderos rescatadores de almas perdidas. Micronesia siempre ha sido un terreno muy fértil para los misioneros.
            Le pregunté a la misionera cómo se sentían los habitantes de Pohnpei siendo una nación independiente tan pequeñita. Los Estados Federados de Micronesia fueron un territorio colonial administrado por EE.UU., pero en 1986, se completó su independencia. Insólitamente, la misionera me dijo que ella no sabía si Pohnpei era parte o no de EE.UU. Obviamente, cualquiera puede ignorar detalles geopolíticos de una islita insignificante en el culo del mundo. Pero, ¡esta mujer lleva años viviendo ahí! A los misioneros modernos les enseñan que deben tratar de compenetrarse con la cultura local para lograr las conversiones. En algunas cosas, esta mujer sí estaba compenetrada con Micronesia. Pero, no saber si el lugar donde se vive, es o no un país independiente, es sin duda una gran carencia en esa compenetración. En todo caso, supongo que esta misionera es presa de la arrogancia imperialista gringa, para quien, lo que esté más allá del Río Grande, es todo igual.
            Desde el aire, pude ver el atolón de Majuro. En mi infancia, viajé a los Cayos venezolanos con mis padres, y recuerdo que, camino a Cayo Sombrero, había un pequeño islote, Cayo Pelado. La vista del atolón de Majuro desde el aire me evocó ese recuerdo: una islita muy angosta. Mi ansiedad, por supuesto, era que Majuro fuese tan pelado (es decir, tan desierto y aburrido), como Cayo Pelado.
            Al aterrizar, esa ansiedad creció aún más. Obviamente, yo no esperaba que viniese al avión un túnel gusano, de forma tal que bajé las escaleras tranquilamente. Pero, al pasar a la inmigración, la ansiedad por llegar a una remota isla donde no habría las comodidades occidentales más básicas, se disparó.
            El puesto de inmigración del aeropuerto de Majuro está justo al lado de una pequeña sala de espera al aire libre, para recibir las maletas. El funcionario de inmigración está detrás de una taquilla enrejada que me recordó a las taquillas del estadio Luis Aparicio en Maracaibo. Quien conozca ese lugar, sabrá que no es nada bello.
            Presenté mi pasaporte español. Zapatero me parece un demagogo en muchos sentidos, y su guabineo en las negociaciones entre la MUD y el gobierno en Venezuela, me repugnan. Pero, siempre estaré agradecido con ese político, porque gracias a su Ley de la Memoria Histórica, recuperé la nacionalidad que, por un descuido de mi madre en mi adolescencia, había perdido.
            Antes de ir a las Islas Marshall, tuve que someterme a unos exámenes médicos en Venezuela, como requisito de inmigración. Al entregar el pasaporte, el funcionario me dijo que los españoles no estamos en necesidad de esos exámenes. Sentí un doble coraje: primero, que los venezolanos tenemos en el exterior un trato muy distinto del que se les da a los españoles. Pero, mi verdadero coraje fue haber tenido que perder varias mañanas haciéndome exámenes que, al final, no eran necesarios.
            Concluida la inmigración, de repente oí que alguien gritaba mi nombre. Me asomé, y vi que en la pared de la sala de espera, había un agujero improvisado, seguramente como consecuencia de algún desperfecto. Constaté que, a través de ese agujero, me saludaba la persona encargada de irme a recoger. En Honolulu, están los chóferes con los nombres de los clientes sobre los carteles. Acá en las Islas Marshall, la encargada prefiere hacerlo oralmente, y con mucha simpatía.
            Recogí la maleta, y salí de aquella salita que, más que un aeropuerto, parecía un caney. La encargada de recibirme me ofreció un plato de frutas, y me colocó una cadena de flores sobre el cuello, en típico estilo micronesio. Con gestos así, ya entiendo mejor cómo algunos gringos que vienen a estos lugares, terminan creyéndose los reyezuelos de una isla en el culo del mundo, más o menos como Kurtz en El corazón de las tinieblas. Por supuesto, lo que muchas veces no entienden esos gringos, es que eso no suele ser genuino. Les colocan las florecitas en el cuello, para cobrarles una comisión más adelante o pedirles propina. Pero, en las Islas Marshall, o al menos en mi caso, sí había un aire de autenticidad en la bienvenida. Los marshaleses son muy tímidos con los extranjeros, pero extrañamente hospitalarios. No son los buitres caza turistas que he llegado a detestar en Marrakech, Cartagena o La Habana.

            Tras esa bienvenida, y más de cuarenta y ocho horas de viaje para llegar finalmente al culo del mundo, fui al hotel.

sábado, 27 de agosto de 2016

Mi paso por Miami y Honolulu

  En mis años universitarios, leí con mucho entusiasmo varios libros etnográficos clásicos: Malinowski con los trobriandeses, Evans Pritchard con los nuer, Ruth Benedict con los zuni, entre otros. Estos libros despertaron en mí un interés por la antropología. Pero, a medida que me fui introduciendo más en esta disciplina, me repugnó el relativismo cultural y la occidentofobia que reina entre la mayoría de los antropólogos. Fundamentalmente por esta razón, decidí dedicarme más bien a la filosofía.
            Por algunos giros del destino, ahora me encuentro viviendo unos meses en la República de las Islas Marshall, en Micronesia. Supongo que mi vieja vocación etnográfica, la cual nunca desarrollé debido a mi frustración con el relativismo, se ha vuelto a activar. He publicado varios libros sobre temas diversos, pero no creo que tenga la capacidad o la voluntad de escribir un libro etnográfico o de viajes. Con todo, he decidido escribir algunas observaciones y narrar algunas anécdotas a medida que transcurre mi viaje en las Islas Marshall.

            Venezuela atraviesa una terrible crisis económica, y yo francamente no puedo darme muchos lujos. Por ello, en el viaje desde Maracaibo hasta Majuro (la capital de las Islas Mrshall), pasé algunas penurias. Tuve que dormir una noche en Miami. Allá, mi querido tío Iván Burgos me recibió estupendamente. Iván es uno de esos maracuchos hasta la médula: guitarrista, exmiembro del Quinto Criollo, profesor de la Universidad del Zulia. Pero, uno por uno, sus cinco hijos fueron abandonando el país, y él, ya solo en Maracaibo, no tuvo más remedio que marcharse también, ya en sus años de madurez. Iván es un tipo muy cálido y optimista, pero al conversar con él y conocer la historia de la separación de sus hijos, es inevitable concluir que Venezuela se está cayendo a pedazos.
            Yo había estado años antes en Miami, pero sólo de pasada. Iván se encargó de mostrarme el corazón de la ciudad. Dada la espectacularidad de sus rascacielos, el gigantesco mall de Sawgrass, y la arena fina de Miami Beach, puedo entender el deseo de tantos venezolanos para ir a probar suerte en esa ciudad. Pero, inmediatamente alcancé a ver que Miami es sólo una ciudad de gratificación inmediata. En la superficie todo es muy lindo, pero los venezolanos con una destacada preparación académica, al llegar deben conformarse con hacer deliveries de pizza, temer a la migra, e ingeniárselas para inventar solicitudes de asilos políticos que, todos sabemos, son fraudulentos.
            De Miami, volé a Honolulu, con una parada de algunas horas en Houston. El cansancio y el jet lag me empezaron a afectar. Pero, en vista de que, dada mi pauperización, seguramente más nunca tendría una oportunidad para conocer Honolulu, inmediatamente tomé un bus desde el aeropuerto y fui a Waikiki Beach.
            A simple vista, Waikiki Beach es más o menos más de lo mismo que cualquier otra ciudad playera gringa. Podría evocar la famosa canción de Rubén Blades: “era una ciudad de plástico… de edificios cancerosos… donde nadie ríe, donde nadie llora”. El capitalismo se ha llevado a esa ciudad por los cuernos. Pero, a diferencia de Miami, tiene un criterio estético muchísimo más refinado. En algunas zonas es una selva de concreto, pero el paseo de la playa es una joya.
            Ciertamente, durante los últimos cincuenta años, los turistas idiotizados norteamericanos han convertido en mercancía la cultura hawaiana, y podría pensarse que Hawaii es un templo del turismo capitalista, donde se venden estereotipos colonialistas de la peor calaña. En cierto sentido, lo es. Pero, al mismo tiempo, hay un notable esfuerzo por parte de las autoridades turísticas en dar a Hawaii un giro más culturizado. Hay muchas exhibiciones de la bella (y muy melancólica) música hawaiana, así como sus danzas. Y, si bien no hay presencia visible de ningún movimiento independentista, sí hay mucho esfuerzo en exhibir el patrimonio cultural e histórico hawaiano, libre (hasta donde se pueda) de la distorsión y caricaturización colonialista americana.
            La experiencia de Hawaii es bastante representativa de lo complejo que fue el colonialismo como proceso histórico, y lo difícil que es juzgarlo de forma maniquea. Antes de los contactos con los europeos, Hawaii era un archipiélago de varios cacicazgos. Los nativos practicaban sacrificios humanos (posiblemente así murió el capitán Cook en su visita). Los misioneros cristianos fueron penetrando. Podemos criticar a estos misioneros en muchas cosas (como por ejemplo, ¡el haber prohibido el surf!), pero al menos, su influencia definitivamente suprimió las prácticas sacrificiales. El colonialismo, vale recordarlo, tuvo algunos aspectos positivos.
            A diferencia de lo que ocurrió en América, en Hawaii se propagó la religión cristiana de un modo pacífico. Al final, Kamehameha I unificó a todos los cacicazgos, y proclamó la monarquía de Hawaii, la cual tuvo reconocimiento internacional, incluso por parte de los propios EE.UU. Estos reyes se hicieron cristianos, y la última reina de Hawaii, la simpática Lilioukalani, era cristiana devota.
            A finales del siglo XIX, ya Hawaii no estaba penetrada solamente por misioneros, sino también por inversionistas norteamericanos, que buscaban controlar más directamente el gobierno para favorecer sus negocios. Al penúltimo rey de Hawaii lo obligaron a firmar una constitución, y así, Hawaii pasó a ser una monarquía constitucional en 1887. Yo soy fiel a mis principios republicanos, y siempre consideraré que las monarquías no son buenas, pero si acaso, la monarquía constitucional es mejor que la monarquía absolutista.
Con todo, se ha reprochado que esa transición en Hawaii fue forzada por los extranjeros. Visto en retrospectiva, parece que, en efecto, los inversionistas norteamericanos tenían un plan preconcebido: convertir a Hawaii en una monarquía constitucional, luego en una república, y finalmente anexarla a EE.UU. como colonia, todo por vía de las armas. El plan funcionó a la perfección, y ya en 1898, en la coyuntura de la guerra entre España y EE.UU., Hawaii pasó a ser territorio norteamericano. En 1993, el propio Bill Clinton pidió públicamente disculpas por aquel atropello del gobierno norteamericano.
            Los hawaianos reprocharon aquellos acontecimientos, y supuestamente se recogieron firmas de la abrumadora mayoría de los habitantes de Hawaii (yo francamente dudo de que la mayoría de los hawaianos supieran escribir o colocar su firma en un papel, pero en fin) solicitando derogar la anexión. Los gringos no les hicieron caso. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, se ofreció a Hawaii la posibilidad de un plebiscito para decidir su estatuto. Pero, ese plebiscito organizado por EE.UU. fue casi tan ilegítimo como el de Crimea organizado por Rusia: no se incluyó la opción independentista. En ese plebiscito, los hawaianos votaron por ser incorporados como el estado cincuenta de la unión americana.
            A estas alturas, yo creo que ya EE.UU. ha consolidado su proyecto colonialista en Hawaii, y prácticamente nadie habla de independencia. En Waikiki, ni por asomo un hawaiano la respaldaría. Quizás algún joven con ímpetu revolucionario la tenga en mente, pero francamente, yo vi mucho más entusiasmo en los jóvenes por los bailes y el surf, que por la independencia de su nación. Esto es aún otro aspecto comúnmente irónico del colonialismo: muchos nativos reprochan con justa razón la forma en que sus ancestros fueron maltratados por los colonizadores, pero también asumen que lo hecho, hecho está, y que es imposible ya dar vuelta atrás.
            Uno de los parajes más simpáticos de Waikiki Beach es la estatua hecha en honor de Duke Kahanamoku, el campeón hawaiano de natación, encargado de popularizar el surf. En América Latina, dedicamos estatuas a gorilas militares. Los hawaianos, bastante más ligeros en su carácter colectivo, prefieren consagrar estatuas a tipos pacíficos que gozan la vida, no con batallas y golpes de Estado, sino con pequeños placeres, como por ejemplo, montarse en una tabla y dejarse arrastrar por una ola.
            En este aspecto, admiro mucho más el ethos hawaiano. Pero, por supuesto, este ethos supuestamente pacifista y ligero es sólo a medias. Pues, en Hawaii está Pearl Harbor (pude verlo desde el avión), la base naval norteamericana. Cuando, en 1943, los japoneses la atacaron, la sociedad norteamericana asumió aquello como una enorme ofensa que había que vengar (supuestamente los japoneses son los obsesionados con el honor, pero en este caso, ¡los gringos se contagiaron del espíritu nipón!). Aquel acontecimiento sigue siendo un leif motiv del nacionalismo norteamericano. La triste ironía es que, ni hoy, ni en aquel momento, se recordó que, apenas cincuenta años antes, los propios norteamericanos habían anexado a lo bestia aquel territorio.
            Tras mi recorrido por Waikiki, decidí volver al aeropuerto. La mañana siguiente, muy tempranito, viajaría a Majuro, la capital de la República de las Islas Marshall. Mi condición de viajero venezolano miserable no me permitió ir a un hotel, de forma tal que tuve que quedarme la noche en el aeropuerto. Fue espantoso. La zona del aeropuerto asignada para que los viajeros trasnochados duerman, no tiene aire acondicionado. A los gringos que vienen del frío de Minnesota, y van con sus camisas de flores a Hawaii a sentirse amos del trópico, seguramente les agrada mucho el pasar una noche sólo con ventilador. Pero, para un miembro de la clase media maracucha, dormir sin aire acondicionado es una catástrofe.
Además de eso, en más de una ocasión, algunos policías me despertaron ordenándome que me moviera a otro lugar. Un demonio me tentó a impregnarme del victimismo que tanto abunda en EE.UU., y gritar a pulmón abierto que esos policías eran racistas y me estaban acosando sólo porque yo soy latino. Pero, me percaté de que los policías acosaban a gente de todo color. Tuve que aguantar en silencio, pues sencillamente, esos policías sólo hacían su labor. En el aeropuerto de Maracaibo, ni por asomo dejarían dormir a alguien. 

            Después de una velada que se hacía interminable, volé a Majuro.