domingo, 28 de agosto de 2016

Mi llegada a Majuro

            Tras una espantosa noche en el aeropuerto de Honolulu, finalmente me embarqué en un avión a Majuro. Algunos de los que dormían junto a mí en el aeropuerto, eran nativos marshaleses y trabajadores filipinos. No hablamos, pero en cierto sentido, sentí con ellos una conexión tercermundista: los gringos duermen en hoteles caros en Hawaii, nosotros los pauperizados tenemos que esperar tirados en el piso de un aeropuerto insoportablemente caluroso.
            Antes de montarme en el avión, sonó una alarma, y nos evacuaron de la sala de espera. Yo sospecho que, si este tipo de cosas ocurriera en el aeropuerto de Chicago o Los Angeles, la histeria colectiva sería bestial. Ciertamente, el terrorismo es una amenaza muy real, pero los gringos olvidan que ellos tienen muchísima más probabilidad de morir en un accidente automovilístico que en un ataque, pero con todo, su obsesión es con las bombas, no con la seguridad de los carros.
            En Honolulu, en cambio, como casi todo en Hawaii, la gente se toma las cosas con más calma, y muy pausada y civilizadamente, los pasajeros evacuamos la sala, y esperamos a que nos volvieran a llamar, quince minutos después.

            Mi jet lag y el cansancio me vencían, pero quise fijarme en el tipo de gente que se montaría en el avión. Había leído que en Micronesia, y el Pacífico en general, hay un tremendo problema de obesidad, y quería ver si en el avión se montarían gordos. Ése es otro de los males del colonialismo. Rudiyard Kipling decía en su famoso poema en honor al colonialismo, que el hombre blanco iría a “alimentar la boca del hambriento”. Está muy bien, pero en Micronesia, a los colonizadores se les fue la mano repartiendo comida. Los micronesios eran pescadores y horticultores. A medida que se fueron occidentalizando, abandonaron su estilo de vida tradicional, y asumieron una dieta basada en cereales, carnes enlatadas y azúcares.
            No hay McDonalds en las Islas Marshall. Pero, sí hay mucho, muchísima comida Spam. Antes de venir a Majuro, yo había creído que spam era un neologismo que se empleaba para esos correos de estafa que envían los nigerianos. Pero, al llegar, descubrí que, en realidad, Spam es una marca de comidas enlatadas, que se usó mucho para alimentar al ejército en la guerra de Vietnam. Francamente, los emails basuras de los nigerianos merecen llamarse spam. Esa comida es asquerosa, pero en algún momento, tendré que comerla.
            Por Spam y otros productos similares, los micronesios están sufriendo obesidad. En el avión a Majuro, en efecto vi algunos gordos. Pero, creo que fui presa del sesgo de confirmación, pues sólo me fijé en ellos, sin tener en consideración que, realmente, no eran la mayoría. En Micronesia, las Islas Marshall es de los países menos obesos, y no se ven muchos gordos en las calles. He visto mayor proporción de gordos en Maracaibo, donde el tener barriga a causa del consumo de cerveza, es casi motivo de orgullo regionalista. En vez de enorgullecernos por Fernández Morán, los maracuchos nos enorgullecemos por tener grasa en el abdomen. Muy lamentable.
            En el avión, me senté al lado de una mujer americana que me buscó conversación. Yo estaba destrozado por el cansancio, pero en vista de que era un vuelo matutino, supuse que se me haría difícil dormir, de forma tal que accedí a conversar. La mujer era una misionera que iba a Pohnpei, una isla de los Estados Federados de Micronesia. Le conté sobre mi incómoda velada en Honolulu, y me preguntó que si yo creía que los policías me estaban despertando por ser latino. Yo le respondí que no (¿cómo podrían saber los policías que yo soy latino?), y le añadí que, a mí me disgusta mucho la forma en que en EE.UU. las minorías juegan mucho al chantaje racial.
            Mi comentario fue casi como pronunciar una contraseña para abrir un candado, del mismo modo en que los masones se reconocen cuando se saludan con la mano. Aquella mujer, al escuchar mi queja sobre el chantaje racial, asumió que yo era un ultraderechista, dejó de disimular sus simpatías políticas, y me empezó a hablar maravillas de Donald Trump. Hay misioneros de izquierda y de derecha, pero en Micronesia, suelen ser bastante derechosos. Los misioneros americanos que van a esas islas suelen ser cortados todos por la misma tijera: blancos, de estados rojos (es decir, rurales), conservadores, amantes de Fox News. Supongo que en su país, poca gente les presta atención; en Micronesia, en cambio, son los verdaderos rescatadores de almas perdidas. Micronesia siempre ha sido un terreno muy fértil para los misioneros.
            Le pregunté a la misionera cómo se sentían los habitantes de Pohnpei siendo una nación independiente tan pequeñita. Los Estados Federados de Micronesia fueron un territorio colonial administrado por EE.UU., pero en 1986, se completó su independencia. Insólitamente, la misionera me dijo que ella no sabía si Pohnpei era parte o no de EE.UU. Obviamente, cualquiera puede ignorar detalles geopolíticos de una islita insignificante en el culo del mundo. Pero, ¡esta mujer lleva años viviendo ahí! A los misioneros modernos les enseñan que deben tratar de compenetrarse con la cultura local para lograr las conversiones. En algunas cosas, esta mujer sí estaba compenetrada con Micronesia. Pero, no saber si el lugar donde se vive, es o no un país independiente, es sin duda una gran carencia en esa compenetración. En todo caso, supongo que esta misionera es presa de la arrogancia imperialista gringa, para quien, lo que esté más allá del Río Grande, es todo igual.
            Desde el aire, pude ver el atolón de Majuro. En mi infancia, viajé a los Cayos venezolanos con mis padres, y recuerdo que, camino a Cayo Sombrero, había un pequeño islote, Cayo Pelado. La vista del atolón de Majuro desde el aire me evocó ese recuerdo: una islita muy angosta. Mi ansiedad, por supuesto, era que Majuro fuese tan pelado (es decir, tan desierto y aburrido), como Cayo Pelado.
            Al aterrizar, esa ansiedad creció aún más. Obviamente, yo no esperaba que viniese al avión un túnel gusano, de forma tal que bajé las escaleras tranquilamente. Pero, al pasar a la inmigración, la ansiedad por llegar a una remota isla donde no habría las comodidades occidentales más básicas, se disparó.
            El puesto de inmigración del aeropuerto de Majuro está justo al lado de una pequeña sala de espera al aire libre, para recibir las maletas. El funcionario de inmigración está detrás de una taquilla enrejada que me recordó a las taquillas del estadio Luis Aparicio en Maracaibo. Quien conozca ese lugar, sabrá que no es nada bello.
            Presenté mi pasaporte español. Zapatero me parece un demagogo en muchos sentidos, y su guabineo en las negociaciones entre la MUD y el gobierno en Venezuela, me repugnan. Pero, siempre estaré agradecido con ese político, porque gracias a su Ley de la Memoria Histórica, recuperé la nacionalidad que, por un descuido de mi madre en mi adolescencia, había perdido.
            Antes de ir a las Islas Marshall, tuve que someterme a unos exámenes médicos en Venezuela, como requisito de inmigración. Al entregar el pasaporte, el funcionario me dijo que los españoles no estamos en necesidad de esos exámenes. Sentí un doble coraje: primero, que los venezolanos tenemos en el exterior un trato muy distinto del que se les da a los españoles. Pero, mi verdadero coraje fue haber tenido que perder varias mañanas haciéndome exámenes que, al final, no eran necesarios.
            Concluida la inmigración, de repente oí que alguien gritaba mi nombre. Me asomé, y vi que en la pared de la sala de espera, había un agujero improvisado, seguramente como consecuencia de algún desperfecto. Constaté que, a través de ese agujero, me saludaba la persona encargada de irme a recoger. En Honolulu, están los chóferes con los nombres de los clientes sobre los carteles. Acá en las Islas Marshall, la encargada prefiere hacerlo oralmente, y con mucha simpatía.
            Recogí la maleta, y salí de aquella salita que, más que un aeropuerto, parecía un caney. La encargada de recibirme me ofreció un plato de frutas, y me colocó una cadena de flores sobre el cuello, en típico estilo micronesio. Con gestos así, ya entiendo mejor cómo algunos gringos que vienen a estos lugares, terminan creyéndose los reyezuelos de una isla en el culo del mundo, más o menos como Kurtz en El corazón de las tinieblas. Por supuesto, lo que muchas veces no entienden esos gringos, es que eso no suele ser genuino. Les colocan las florecitas en el cuello, para cobrarles una comisión más adelante o pedirles propina. Pero, en las Islas Marshall, o al menos en mi caso, sí había un aire de autenticidad en la bienvenida. Los marshaleses son muy tímidos con los extranjeros, pero extrañamente hospitalarios. No son los buitres caza turistas que he llegado a detestar en Marrakech, Cartagena o La Habana.

            Tras esa bienvenida, y más de cuarenta y ocho horas de viaje para llegar finalmente al culo del mundo, fui al hotel.

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