martes, 30 de agosto de 2016

Un encuentro en la recepción del hotel en Majuro

            Al llegar al hotel en Majuro, desesperadamente me cambié la ropa, pues la humedad la hacía pegajosa. Maracaibo es una ciudad terriblemente húmeda, pero eso no hace que yo esté acostumbrado a los climas tropicales. La clase media maracucha (o lo que queda de ella) ha organizado su vida en torno al aire acondicionado, y en Maracaibo puede faltar el pan, pero no el aire.
            En la recepción del hotel, un hombre elogió el sombrero vueltiao que yo llevaba puesto. Le dije que ese sombrero se fabrica en Colombia, y el hombre me dijo que él era colombiano. No había pasado una hora en Majuro, ¡y ya yo estaba hablando español en el culo del mundo! Hace algunos siglos, hubo algún proyecto de que, en las Islas Marshall, se hablara español. España, en sus delirios de grandeza imperiales, quiso apropiarse de las Islas Marshall, a medida que fue colonizado las Filipinas. Pero, quien quiere una tienda, que la atienda. España no atendió a las Islas Marshall, y ante el acoso del nuevo país con delirios de grandeza imperial, Alemania, tuvo que ceder la pretensión de las islas a los alemanes en 1883.

            En aquella transacción, estuvo metida la Iglesia Católica. El acuerdo entre Alemania y España contó con la mediación de León XIII. En líneas generales, no me agradan los Papas. Y, al considerar el papel de este Papa como mediador entre España y Alemania, repartiendo a las potencias territorios sin ni remotamente plantearse el deseo de los propios isleños, me hace despreciarlo aún más Pero, en todo caso, esto no fue la primera vez que ocurrió: no conviene olvidar que la Iglesia en varias ocasiones ha repartido territorios sin preguntar nada a sus habitantes; así fue como España y Portugal se repartieron América en el siglo XVI. El Papa en aquella ocasión fue Alejandro VI, una infame bestia negra del Vaticano.
El colombiano que conocí en la recepción del hotel era un piloto privado cuya nave tuvo que aterrizar de emergencia en Majuro, y estaba esperando que sus clientes le enviaran la pieza para poder despegar. Me contaba que apenas llevaba tres días en la isla, y ya estaba desesperado por irse. Con testimonios como ése, pensé que mi vida en Majuro sería algo así como la del personaje de Tom Hanks en Náufrago. Mi cuñado, un maracayero que vive en Francia, me ha dicho jocosamente que compre una pelota Wilson para tener amigos.
Yo desde un principio sabía que venía a estar varios meses en las Islas Marshall, de forma tal que, si bien me afectó un poco la frustración del piloto colombiano, no permití que me venciera.
Días después de mi llegada, me enteré que ese colombiano estaba de gozón en Majuro. En Majuro sólo hay una carretera, pero hay una gran abundancia de taxis, todos baratísimos. Los extranjeros que se montan en los taxis se sorprenden al enterarse de que también recogen a otros pasajeros. Yo, en cambio, estoy acostumbrado a estas cosas, porque en Maracaibo, existe el insólito sistema de carritos por puestos: carcachas andantes (y contaminantes) que sirven como taxis que llevan a cinco pasajeros.
En una ocasión, se montó en el taxi un marshalés, y me pregunto de dónde era. Al responderle, el marshalés me dijo algunas palabras español, buscando ser mi amigo. En general, los marshaleses son gente reservada pero muy amigable. A medida que fuimos conversando, el marshalés me contaba que él era barman, y que a su bar, había ido un piloto de Venezuela. Yo supuse que se trataba del piloto colombiano. No me molesté con el error geográfico del marshalés, pues unos meses antes de venir a las Islas Marshall, yo ni siquiera sabía que ese país existía.
Me contaba el barman marshalés que el piloto estaba buscando mujeres. Pero, me advirtió que la prostitución en las Islas Marshall no está fácilmente a la vista. Yo he recorrido bastante la isla de noche, y aún no me he encontrado a la primera chica abiertamente ejerciendo el antiguo oficio. Con todo, como en cualquier sociedad, en las Islas Marshall hay prostitutas. Pero, el influjo misionero en Micronesia ha propiciado una considerable represión sexual.
En Polinesia ciertamente hubo mayor laxitud en asuntos sexuales. Los marineros del capitán Cook hicieron de las suyas con las hawaianas, y Diderot describía cómo los tahitianos llevaban una vida sexual libre de las represiones obsesivas de Occidente. Margaret Mead también escribió un famoso libro, Sexo y adolescencia en Samoa, en el cual narraba la libre y feliz vida sexual de los isleños. Luego se descubrió que Mead había fraudulentamente inventado toda aquella fantasía de paraísos sexuales.
Pero, el hecho es que en Micronesia, las cosas son distintas. Las mujeres acá llevan faldas largas, muy parecidas a las de las mujeres evangélicas que cada vez se ven más en Maracaibo. En Micronesia queda poco de la cultura pre-cristiana, en buena medida porque los misioneros se encargaron de borrar el legado cultural. En ese sentido, Micronesia es una región bastante religiosa. Los misioneros protestantes empezaron a llegar a Micronesia a finales del siglo XIX, y extrañamente, el tipo de cristianismo que se asentó (y que en buena medida perdura hasta hoy) es el de la rigurosa moral victoriana.

            Ésa no es la imagen, por supuesto, que tiene el consumidor de televisión en los países occidentales. Ese ser idiotizado por ver tanta telebasura, seguramente creerá que Micronesia son islas paradisíacas, al estilo de la Laguna azul, donde la gente corre desnuda dispuesta a tener sexo. Y, para colmo, el hecho de que el traje de baño de dos piezas se llame bikini, podrá formar la idea de que, en las Islas Marshall, hay sexo a lo bestia. Pues, el bañador lleva ese nombre, en honor de Bikini, una isla en las Islas Marshall.

            Pero, el bañador se llama así, no porque en esa playa haya mucho sexo, sino porque, en el momento en que se diseñaba ese traje de baño, el ejército de         EE.UU. hacía unas devastadoras pruebas nucleares en ese lugar. Sospecho (pero no he podido confirmarlo), que a los marshaleses no les hace mucha gracia que el sufrimiento en la isla de Bikini se trivialice asociándolo con un producto de consumo masivo como el bikini; y supongo que tampoco les hará gracia que el nombre de esa isla se asocie con libertinaje sexual, cuando precisamente, los marshaleses son bastante recatados en asuntos sexuales.

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