miércoles, 31 de agosto de 2016

Mi mudanza a un nuevo hogar

            Mi primera semana en Majuro estuve alojado en el Marshall Islands Resort. El hotel tiene la estructura de esos moteles que en Maracaibo son conocidos por hospedaje de una noche con meros propósitos sexuales, diseñados para que los infieles se encuentren con sus amantes en relativo anonimato. Pero, en realidad, en muchos lugares del mundo, este tipo de diseño arquitectónico es común en hoteles de carretera, de forma tal que, si bien mi mente morbosa pudo imaginar muchas cosas de ese hotel en Majuro, en realidad era bastante normal.
            Yo he ido a gimnasios por muchos años, pero en los últimos tiempos, dada la terrible crisis venezolana, ir a un gimnasio es un lujo. Aproveché, entonces, para hacer uso del gimnasio del hotel todas las mañanas, muy tempranito. Como cabe esperar de todo en Majuro, el gimnasio del hotel está bastante deteriorado. Varias máquinas están rotas y oxidadas (en Majuro, casi todo está oxidado, debido a la sal de la playa), y hay un penetrante olor a sudor, pues tiene poca ventilación.

            Yo solía ser el único en entrenar. Un día conocí en el gimnasio a un australiano que estaba de pasada en las Islas Marshall. Me habló de sus hazañas por el mundo. Estuvo hace algunos años en Caracas, y me dijo que le pareció casi tan peligrosa como Mogadishu, en Somalia. A veces, al decir que soy venezolano, me siento un poco como el hijo del gato Silvestre, quien se coloca una bolsa en la cabeza para aliviar su vergüenza.
            Otro día, conocí en el hotel a una americana que me dijo que había estado en Maracaibo, “cuando Venezuela era un país al cual se podía ir”. Esta gringa fue otra que puso el dedo en la llaga, y dolió. La señora, muy amable, me decía que lo ideal en las Islas Marshall es hacer amigos. A mí me pareció genial ese consejo. Me invitó a incorporarme a un club que ella presidía. Yo estaba deseoso de hacerlo. Pero, al final de la conversación, me dijo que la membrecía del grupo vale 20 dólares; es decir, casi la mitad de mi sueldo en Venezuela. ¿Por qué diablos a los gringos les cuesta tener amigos sin cobrar? Otro misterio que por ahora no me propongo resolver.
            Al término de una semana, me mudé a una residencia en otro lugar de Majuro. El propietario es un taiwanés. El tipo me recordó un poco al coreano de Falling Down, la película con Michael Douglas, en la cual el coreano y el protagonista se baten casi a muerte por apenas unos centavos en el sobreprecio de una Coca Cola. El taiwanés me explicaba algunos detalles de la casa, pero nunca se quitaba de la boca un palillo. Al final de su breve explicación, me invitó a tomar algo; aparentemente, no resultó ser el monstruo que aparece en la película de Michael Douglas. En ese momento, tuve que rechazar la invitación, porque tenía que salir a hacer una diligencia. Pero, antes de salir, el taiwanés me advirtió que cerrara bien las puertas. Un marshalés se había encargado de llevarme a la residencia, pero el taiwanés me tomó por el brazo y me apartó del marshalés, para decirme en secreto que los marshaleses no son de confiar, y que hay que cerrar bien las puertas. En las Islas Marshall no hay las tensiones étnicas que pueden encontrarse en Fiji o Malasia, pero de vez en cuando, efectivamente hay roces.
            El comentario del taiwanés me dejó un poco inquieto. Pero apartando a ese señor, todos, absolutamente todos en la isla, me han dicho que en Majuro, la seguridad no es un problema. Se ven algunas patrullas y algunas policías con caras de bravucones, pero ninguno lleva armas. Fanáticos como Charlton Heston dirían que las Islas Marshall es un infierno porque nadie tiene metralletas para protegerse frente a los tiranos, pero francamente, yo me siento bastante feliz así, en un país sin armas. Es perfectamente posible salir a caminar de noche en el barrio más miserable, y sentir absoluta seguridad. No me planteo abandonar Venezuela y venir a vivir indefinidamente en esta isla en el culo del mundo, pero si los malandros siguen obrando a su antojo en mi país, en algún momento quizás sí tenga que plantearme una decisión como ésa.
            Eso no quiere decir que en las Islas Marshall todo sea paz y amor. He leído reportajes sobre abusos de derechos humanos a los presos en este país. Esto no es una democracia consolidada. En el gobierno, los jefes tribales (quienes además son los propietarios de la tierra) tienen puestos de alto mando garantizado. Y, sospecho que estos jefes tribales, como en muchas sociedades con estructuras tribales, no tienen muchas contemplaciones a la hora de aplicar castigos inhumanos a los criminales.
            Pero, en líneas generales, hay una actitud bastante relajada. Un día, por ejemplo, conversaba con un joven bastante americanizado, y le estaba explicando qué es un psiquiatra. El joven me decía que, en las Islas Marshall, a los locos sencillamente se les deja deambular por las calles. No hay la concepción represiva de la psiquiatría que sí es más común en los países occidentales. Michel Foucault, uno de los padres de la antipsiquiatría, estaría muy contento en Majuro, aunque sospecho que él, como todos esos izquierdistas franceses aburguesados, se desesperaría ante la ausencia de comodidades occidentales. Es muy fácil quejarse de Occidente, pero cuando se pasan penurias en sociedades más primitivas, recordamos lo agradable que es el aire acondicionado y otras delicias.
            En Majuro no hay inseguridad, pero sí hay mucha, muchísima pobreza. Salvo una zona comercial con edificios gubernamentales de vidrio, Majuro es como un gran barrio de Maracaibo. Quien haya visitado los barrios de Santa Rosa de Agua, el 18 de octubre o San Jacinto, se familiarizará rápidamente con la capital de las Islas Marshall. Hay una carretera central, pero los caminos aledaños son de tierra. Algunas casas son de ladrillos, pero hay también muchos ranchos de lata y zinc.
            A pesar de toda esa pobreza, no hay pordioseros. Acá nadie pide limosna, ni extorsiona con la excusa de haber hecho un trabajo totalmente inútil. No hay limpiavidrios, ni cuida carros, ni nada de esa mierda a la que estamos acostumbrados en Maracaibo. Sólo una niña me pidió una naranja que yo llevaba en la mano, y unos días antes, un adolescente me pidió si le podía “prestar” un dólar. Pero, incluso en ese gesto, hay cierta vergüenza, pues el muchacho no se atrevía a pedírmelo como limosna, sino en calidad de préstamo (aunque, por supuesto, eso no habría sido ningún préstamo).
            Las Islas Marshall (y muchos otros países) sirve como refutación de la gran mentira que algunos criminólogos nos han querido vender: que el crimen es debido a la pobreza y la desigualdad. Acá hay ambos males, pero la inseguridad es casi nula. Un etíope una mañana me buscó conversación, y me dijo que admiraba a Chávez, por ser un gran liberador de los pueblos del Tercer Mundo. El etíope me resultó simpático, pero con esa confesión sobre Chávez, ya no le tuve tanta simpatía. Pues bien, Chávez, que tanto se jactaba de entender a los pueblos del Tercer Mundo, debió haber venido a Majuro para comprender que, quien roba, no lo hace porque tiene hambre. Como postularía el viejo cliché, los marshaleses son pobres pero honrados.

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