Trabajé un año en la Universidad Bolivariana de
Venezuela, y eso fue suficiente para que en mí se acabasen las simpatías que en
algún momento tuve por el chavismo. Odié todo de esa institución: los chismes,
la falta de libertad académica, el adoctrinamiento político, la agresividad de
los estudiantes, la mediocridad de los profesores. Pero, una de las cosas que
más odiaba eran las dinámicas de grupo y las malditas “mesas de trabajo” que
tanto aman los chavistas. En la Universidad del Zulia estas dinámicas de grupo
y las “mesas de trabajo” también existen, pero para bien o para mal, en esa
institución, cada quien hace lo que le viene en gana, y si a un profesor no le gusta
ir a esas reuniones, pues sencillamente, no va.
Cuando
yo renuncié a la Universidad Bolivariana, pensé que más nunca tendría que pasar
por el suplicio de las “mesas de trabajo”. ¡Qué iluso fui! Más de diez años
después, me encuentro en Majuro, en una universidad que frecuentemente organiza
esas reuniones. Tuve que ir a una. Son peores que las de Maracaibo. Lo único
bueno es la comida: en mi miserable actitud por ahorrar centavitos, veo con
optimismo cada vez que hay una ocasión para comer gratuitamente. Y, en estas
jornadas, dan buena comida. El almuerzo era bueno y nutritivo, el desayuno no
tanto. Los marshaleses se la mantienen alertando sobre la diabetes, pero
francamente, cuando sirven comida, no ayudan mucho: el desayuno consta de
donuts, y otras comidas azucaradas. Los marshaleses se podrán quejar de las
pruebas nucleares de los gringos, pero en el fondo, ¡los bendicen por haber
traído las donuts! Lo que no alcanzan a ver es que las donuts han hecho aún más
daño que las detonaciones en Bikini.
En
fin, en las jornadas, me encontré lo típico en estas ocasiones: mucha catarsis,
poca discusión académica relevante. Pregunté a gente de varias nacionalidades
(británicos, fijianos, americanos, filipinos) si estaban disfrutando la
jornada; todos me decían que sí, pero cuando entrábamos en confianza, todos me
decían que no. Ni siquiera los organizadores parecían estar disfrutando mucho.
Lo cierto es que, para poder recibir financiamiento de los propios gringos,
muchas instituciones marshalesas tienen que hacer estas jornadas. La burocracia
irracional es un mal de todos.
El
fin de la jornada, como no podría ser de otra manera, fue motivo de
celebración. Hay acá un grupito de profesores gringos que bebe mucho. Yo no soy
un gran bebedor, pero a veces me les uno. Y, en esta ocasión, en vista de que
el fin de semejante bodrio ameritaba celebración, fui a casa de uno de ellos, a
una parrillada.
Esta
casa está en las orillas de la laguna. Un marshalés, profesor como nosotros,
era el cocinero. Preparó muy bien los carbones, el aderezo y el pollo. En
Maracaibo, yo orgullosamente soy uno de esos vendepatrias que quiere ser
americanizado. Pero, estando con tanto gringo en Majuro, sale a relucir mi
corazoncito latino, pues me doy cuenta de que, en algunas cosas, no encajo con
los gringos. Por ejemplo, en la parrillada, los gringos hablaban con perfecta
naturalidad sobre el consumo de drogas. Nosotros los latinos de clase media
consideramos eso mucho más tabú. Lo más patético fue escuchar a un obeso gringo
decir que él había sido narcotraficante en EE.UU., porque de ese modo, podía
follar con las adictas.
En
fin, a medida que conversábamos sobre temas gringos (Trump, drogas, y fútbol
americano), íbamos bebiendo más. Yo supe detenerme, pero mis amigos seguían.
Cuando ya varios de ellos estaban borrachos, se lanzaron a la laguna, en plena
oscuridad de la noche. Contemplar aquello evocó en mí el recuerdo de Tiburón, cuya primera escena
precisamente retrata algo similar: unos jóvenes borrachos van a la playa en la
noche, y nunca más regresan a la orilla… Varios amigos marshaleses me han
asegurado que, en la laguna de Majuro, hay tiburones. Yo no he visto el
primero. Pero, sospecho que si me llegase a encontrar uno, temblaría de miedo.
A la
mañana siguiente, pedaleé hora y media la bicicleta que mi amigo británico me
ha prestado, hasta una playa. Me acosté un rato en una hamaca, y luego, me
adentré a las aguas de la laguna para hacer snorkeling.
En la televisión, hacer snorkeling parece
muy divertido. Pero, debo confesar que la experiencia real es distinta. Jamás
pensé que unos pececitos me asustarían, pero por alguna extraña razón, mientras
me alejaba de la orilla y veía pasar a mi lado esas criaturitas, sentí temor.
Al final, apresuré mi regreso a la orilla. No creo que me anime volver a hacer snorkeling. La irracionalidad nos
gobierna a todos.
Obviamente,
no soy el único en sentir temor por las criaturas del mar, por muy inofensivas
que parezcan. Si Steven Spielberg decidió filmar Tiburón, aun cuando el tiburón blanco no es tan agresivo como se
cree, fue obviamente porque él sabía que el público quedaría horrorizado con la
idea del monstruo marino.
Y,
estando en el Pacífico, he aprovechado para familiarizarme con una gran novela
sobre un monstruo marino que merodeaba las aguas de estas latitudes: Moby Dick. Otra de las cosas que detesté
de la Universidad Bolivariana eran algunos colegas fanfarrones izquierdistas
que, con un libro bajo el sobaco, alardean de cuánto han leído en su vida; pues
bien, uno de esos fanfarrones me dijo en una ocasión que leyó Moby Dick en una noche tomando café.
Cuando
escuché aquello, no le dediqué mayor importancia, pues yo no tenía idea de cuán
larga es Moby Dick. Ahora me doy
cuenta de que es imposible que ese fanfarrón de la Bolivariana hubiera podido
leer Moby Dick en una noche, a no ser
que fuera como uno de los villanos en la serie de Batman de Adam West, que era
capaz de leer libros con sólo pasar la mano sobre la página como si fuera un
escáner.
No
presumiré de haber leído la totalidad de Moby
Dick, pues incluso los amigos gringos literatos de acá de Majuro, me dicen
que el libro muchas veces se vuelve aburrido y tedioso, y es de una dimensión
enorme. Pero, en vista de que un profesor amigo en Maracaibo, Miguel Ángel
Campos, me comentó la vinculación de la novela con la vida en el Pacífico (su
autor, Melville, estuvo varado un tiempo en una isla polinesia), sí he decidido
familiarizarme con la historia y leer algunos fragmentos.
Lo
que he leído de Moby Dick, me ha
gustado. Narra la historia de un marinero, Ahab, obsesionado con vengarse de
Moby Dick, una ballena blanca que le hizo perder una pierna. El libro es muchas
veces interpretado como una alegoría de los peligros de la hubris humana (es decir, el orgullo). Ahab cree que es capaz de
vencer al monstruo, pero estúpidamente muere en el intento. En la interpretación
de muchos, Moby Dick representa a Dios, quien caprichosamente nos perjudica con
sus designios, pero contra quien es fútil rebelarse.
En
fin, a mí me agrada hablar de cosas más precisas, y no me gusta mucho especular
con los simbolismos; eso se lo dejo a críticos literarios y fanfarrones como mi
colega de la Bolivariana, en sus tertulias. Yo no sé si Moby Dick es Dios, el
diablo, o sencillamente una ballena. Lo que sí me parece claro, no obstante, es
que Melville, como buen marinero que fue, conocía muy bien el temor natural de
los seres humanos a los bichos que se mueven en el agua. Melville seguramente
quiso plasmar el tema de la hubris en
un sentido cósmico: el hombre debe reconocer sus limitaciones, y es suicida
pretender trascender nuestros límites. Pero, mientras yo esté en Majuro, yo me
tomaré más literal y menos filosóficamente el consejo de Melville: cuando vea
una criatura marina acercarse mientras esté bañándome en la laguna o el océano,
optaré por la cobardía, y me alejaré del bicho.
Me encantan estos artículos tuyos. Ya me tienes adictiva por el próximo capítulo
ResponderEliminarGracias. En las islas Marshall las adicciones no son a leer artículos, sino al betel nut, una sustancia que se mastica como el chimo
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