Antes de venir a las Islas Marshall, yo sabía muy bien las
condiciones tan precarias a las que me enfrentaría, y nunca consideré
seriamente traer a mi esposa y mis hijas. La situación está muy jodida en
Venezuela. Pero, aun haciendo colas y viviendo atormentados por el crimen,
nuestra calidad de vida es mejor en la cloaca que dejó Chávez, que en el
basurero que es hoy Majuro.
Con todo, sólo
por si acaso, los primeros días de mi estadía en Majuro averigüé someramente
cómo sería la educación de mis hijas en esta ciudad. Visité el mejor colegio de
Majuro, Co-Op School. Es deprimente. En Maracaibo, es habitual que los padres
de clase media amenacen a los hijos que se portan mal en los colegios,
advirtiéndoles que si no rectifican, serán enviados a liceos públicos como
castigo. Por ello, para un burgués como yo, la imagen del liceo público en
Maracaibo siempre me resultó terrorífica; y lo fue más aún cuando, tras haber
estudiado en un buen liceo en EE.UU., a mi padre se le ocurrió la idea de
inscribirme en el Udón Pérez (de donde él egresó) para mi último año de
bachillerato… afortunadamente, rectificó a tiempo, pues cuando visitamos el
liceo, él mismo vio la pocilga en la que se había convertido.
Pues bien, el
visitar el mejor colegio de Majuro me mortificó, pues me recordó mucho a los
liceos públicos de Maracaibo. Los muchachos están en salones con un ventilador oxidado
en el techo, cuyas aspas dan una revolución cada treinta segundos. Yo fui a
media mañana, y ya los pobres estudiantes estaban empapados en sudor. El patio,
como todo Majuro, está lleno de basura. Las paredes están descoloradas.
Me atendió la
directora del colegio, una gringa no mayor de treinta años. La muchacha parecía
estar consciente de las limitaciones, pero se esforzó mucho en venderme la idea
de que la buena educación la hacen los maestros, no la infraestructura. Ésa es
la clase de paja que tuve que aguantar durante mi paso por la Universidad
Bolivariana: el buen maestro puede dar clase debajo de un árbol, la tecnología
no es necesaria en la educación, los indígenas antes de que llegara Colón eran
muy inteligentes, y bla bla bla. Puras mentiras. Sin aire acondicionado, es
imposible concentrarse; y los indígenas no eran ningunas mentes brillantes,
pues de lo contrario, hubiesen resistido la conquista con mayor eficacia.
Le pregunté si en
el colegio había problemas de drogas; me dijo que no. Le pregunté si había problemas
de embarazos; de nuevo me dijo que no. Le creo lo primero, pero no lo segundo.
El embarazo entre adolescentes es tremendo problema en las Islas Marshall. La
muchachita con el rostro más inocente que uno pueda encontrarse en la calle,
puede fácilmente tener ya dos o tres hijos. Las Islas Marshall es el país con
el mayor índice de natalidad en el Pacífico: 7.3, una tasa similar a la de los
países subsaharianos. Es muy fácil para los políticos marshaleses acusar al
Primer Mundo de emitir gases de tipo invernadero, pero no reconocer que, con tan
alta tasa de natalidad y sobrepoblación, su país también contribuye al
calentamiento global.
Pero en fin, aun
si el colegio tuviera muy buenos maestros y muy buena infraestructura, el nivel
educativo de los marshaleses es tan bajo, que yo temería que mis hijas se
contagiasen de ello. En mis clases de psicología, he asignado a los estudiantes
las clásicas pruebas de Piaget (exámenes que un niño mayor de seis años
pasaría), y al menos un tercio no ha respondido correctamente.
A veces me siento como un
cerdo racista por opinar estas cosas, pero afortunadamente, he descubierto que
no soy el único. Peter Rudiak-Gould, un antropólogo que escribió una memoria
sobre su estadía como maestro en las Islas Marshall (Surviving Paradise), describe vívidamente la apatía, la
indisciplina y la mediocridad académica de los niños marshaleses. En palabras
de Rudiak-Gould, los marshaleses tienen una “fobia a pensar”.
Más aún, he
conocido a otros maestros de ese mismo colegio. Y, en reuniones donde tomamos
cerveza y ya no estamos bajo la vigilancia y la formalidad, nos quitamos las
caretas. Los maestros reconocen que el colegio deja mucho que desear. Las
escuelitas bolivarianas y los liceos públicos de Maracaibo son una mierda, pero
al menos son gratis (aunque, por supuesto, como bien dijo Milton Friedman, nada es gratis, todo eso se financia con
impuestos). En cambio, este liceo en Majuro cobra una mensualidad de 200
dólares por niño… ¡una barbaridad!
Entiendo mejor,
entonces, por qué en el grupo de
amigos expatriados (gringos y europeos) con quienes me suelo reunir, hay muchos solteros, algunos casados, pero casi ninguno tiene
hijos. Venir con niños a las Islas Marshall es complicado. Cuando el tema de
los niños sale a relucir, todos dicen que aborrecen la idea de cambiar pañales,
hacer teteros, y levantarse en las madrugadas. Las mujeres marshalesas tienen
un promedio de siete partos, mientras que las gringas y europeas no quieren
tener hijos. Afortunadamente, ese desbalance se puede solventar con la
migración del Tercer Mundo al Primero. El problema, no obstante, es que
trogloditas como Donald Trump no quieren entender esto.
Yo puedo decir que los nacimientos de mis
hijas han sido de los momentos más felices de mi vida. No puedo decir que el
cambiar pañales o el levantarme en las madrugadas, sean placenteros. Pero,
valen la pena. Lo único que yo resiento de haber tenido hijas, es que desde que
nació la mayor, mi esposa se cerró a la posibilidad de ir al cine (algo que
hacíamos con frecuencia antes de que nacieran las niñas).
Por ello, aprovechando que mi esposa e hijas
no están en Majuro, quise ir al cine. Por supuesto, acá no hay tal cosa. Hace
años hubo un teatro de cine (lo mismo que una cancha de bowling), pero están
abandonados, y hoy son edificios que se caen a pedazos, no muy distintos del
Sambil de Caracas que Chávez prohibió terminar de construir, y que ahora
alberga a colectivos armados.
No obstante, el
periódico local (The Marshall Islands
Journal) anunció con bombos y platillos que se estrenaría una película
marshalesa: Batmon vs. Majuro. Emocionado,
fui al lugar convocado. Es un galpón al aire libre, con una pantalla y un
proyector. Como suele ocurrir en Micronesia, el evento empezó con una hora de
retraso.
Era la premier de la película,
y el director del cine, un americano, ofreció unas palabras antes de exhibir la
película. Dijo a la audiencia que no nos imaginábamos cuánto él había
disfrutado realizando el film. Lamentablemente, este amateur no comprendió que lo importante no es que el director
disfrute filmando una película, sino que la audiencia disfrute viéndola.
Hasta ese momento, yo había
pensado que la peor película en la historia del cine era una venezolana (no
recuerdo el nombre, pero era sobre un tipo en un barrio de Caracas que se
convierte en presidente). Descubrí que, en realidad, el dudoso honor
corresponde a esta película marshalesa. La película narra que Gatúbela roba el
helicóptero de Batman y lo trae a Majuro, y Batman tiene que venir a buscarlo.
Ya con esa premisa, es suficiente para imaginarse cuán mala es la película.
Todo lo de la película es mediocre: guion, actuación, dirección, etc. No me
sirve la excusa de que no hubo presupuesto para hacer una buena película, pues
muchas tendencias recientes en el cine son suficiente prueba de que, con apenas
una sola cámara y actores no profesionales pero bien dirigidos, se pueden hacer
maravillas.
Increíblemente, los marshaleses
en la audiencia gozaban enormemente la película soltando carcajadas, cuestión
que reafirma en mí la idea de Rudiak-Gould, de que los marshaleses tienen fobia
al pensamiento. Por otra parte, entiendo la algarabía de los marshaleses con la
película. En las escenas, aparecen muchas vistas de Majuro, y para un pueblo
que sólo ha sido considerado para hacer pruebas nucleares en sus islas, verse tomado
en cuenta en una película, es un honor.
Esto trae a mi memoria una
ocasión cuando fui al cine a ver otra película pésima, El misterio de la libélula, con Kevin Costner. En ese bodrio, el protagonista
va a Venezuela. Recuerdo vívidamente que, cuando el nombre “Venezuela” apareció
en la pantalla, la gente en el cine empezó a aplaudir: otra señal inconfundible
de tercermundismo. Por lo demás, ese patrioterismo no duró mucho, pues cuando
en esa misma película aparecían indios yanomamis, la gente en la audiencia se
burlaba del pobre indio, por no poder hablar fluidamente con el protagonista.
Habiendo tantos temas
importantes e interesantes en la cultura marshalesa (las pruebas nucleares, el
sistema de parentesco, la amenaza del calentamiento global, etc.), ¿cómo carajo
a un gringo se le ocurre hacer una bufonada sobre Batman? Pronto descubrí que, en
realidad, en las Islas Marshall Batman es inmensamente popular. En Halloween,
vi a muchos niños disfrazados de Batman.
Con Chávez, Venezuela tuvo una
relación muy ambigua con el Halloween. Al pueblo, naturalmente, le encantaba.
¿Qué puede ser más divertido que comer chocolates y disfrazarse de bruja? Pero
en una extraña alianza con los fanáticos religiosos, el chavismo montó una
campaña en contra del Halloween, y empezó a decir que decorar calabazas es
imperialismo cultural, que Halloween es un invento de la CIA, que hay que
rescatar nuestras raíces, y bla bla bla… la misma letanía de siempre.
A los marshaleses también les
encanta Halloween. Pero, como en Venezuela, también hay oposición. Puedo
jactarme de haber viajado bastante, pero con bastante seguridad, puedo decir
que éste es el país más religioso que he visitado. Así pues, la oposición al
Halloween en las Islas Marshall naturalmente viene de los pastores
protestantes, la mayoría de los cuales están fanatizados.
Yo habría esperado que, además
de los pastores protestantes, los caciques y políticos marshaleses, igual que
Chávez, también se opondrían al Halloween. Pues, sobre todos los caciques, son
quienes más cacarean la necesidad de volver a las antiguas costumbres
marshalesas. Cada vez que se proponen reformas democráticas, los iroijs (caciques) chantajean diciendo
que el sistema de cacicazgo forma parte de su tradición, y que eso es sagrado. Pero,
varios amigos marshaleses me han asegurado que los caciques son los que más
consumen patrones culturales norteamericanos (muchos, de hecho, tienen
mansiones en Hawaii), y naturalmente, los que con más entusiasmo disfrazan a
sus hijos en Halloween. Estos tipejos quieren preservar la tradición cuando les
conviene (y así mantener sus privilegios feudales), pero gustosamente se
colocan las orejitas de Mickey Mouse. Los aborrezco. Mi único consuelo es saber
que tipos como Diosdado Cabello, los hay en todas partes del mundo, y que no
son solamente una vergüenza venezolana.
Hay un "consenso general" de que el honor de la peor película de la historia lo ostenta "Plan 9 del Espacio Exterior", del director Ed Wood (catalogado también como el peor director de la historia del cine). A pesar de que parte de la crítica en el cine es mera cuestión de gustos, yo estoy de acuerdo con el "consenso general" sobre el premio que lleva la mencionada película. Le invito a verla.
ResponderEliminarSí, he escuchado sobre esa película, y creo que Johnny Depp y Tim Burton hicieron una película sobre ese director... Voy a tratar de verla, pero, francamente dudo de que sea peor que la venezolana o la marshalesa que menciono
Eliminar