martes, 4 de octubre de 2016

Cabeza rapada y visita a Eneko

            En su visión maniquea de la historia, muchos latinoamericanos creen que, en la conquista de América, todos los españoles son culpables. Pero, lo cierto es que, desde el principio, la opinión pública española vio con preocupación los excesos de los conquistadores, y las autoridades intentaron tomar algunas medidas para proteger a los indígenas.
            ¿Por qué, entonces, los conquistadores cometieron tantos abusos? Se suele decir que estos abusos ocurrieron porque quienes vinieron a América eran originalmente criminales en España. Hay algo de cierto en esto. Pero, mucho más que esa razón, yo postulo que el hecho de que los españoles se sentían que estaban en los confines de la Tierra (o, lo que yo, estando en las Islas Marshall, llamo “el culo del mundo”), de algún modo los impulsaba a creerse autorizados para hacer desastres a su antojo. Las leyes, pensaban ellos, aplicaban en España, pero no en el Nuevo Mundo.

            Estando en las Islas Marshall, entiendo mejor esa mentalidad. No llevo ninguna actividad criminal acá, ni siquiera me atrevo a botar un papel en la calle (a pesar de que la basura en Majuro es agobiante, y sería una gota en el mar). Pero, sí hago cosas que, en Maracaibo, no me atrevería a hacer. Por ejemplo, dados los inicios de mi calvicie, siempre he querido raparme la cabeza. Mi esposa me lo ha prohibido. Pero, como los conquistadores españoles, asumo que esas prohibiciones aplican en mi país, pero no en el culo del mundo
            A pesar de que los taxis son baratísimos en Majuro, yo me niego a montarme en ellos. Prefiero caminar, pensando que saco partida doble: hago ejercicio, y ahorro centavitos de dólar que, en cualquier economía sensata pueden ser insignificantes, pero en la distorsionada economía venezolana, puede ser un plato de comida para mis hijas.
            Un amigo británico se ha compadecido de mí, y me ha ofrecido prestarme su bicicleta durante un mes. Acepté su gesto. Yo nunca fui un gran entusiasta de las bicicletas en Maracaibo (es muy peligroso usarlas, debido a la delincuencia), pero en Majuro, me entusiasmé. Me sentí protagonista del degradante refrán “más contento que un chino en bicicleta”. Y así, los primeros días, aproveché para recorrer mucho más la isla, en zonas que a pie, están fuera de mi alcance.
            En uno de esos paseos, vi a unos jóvenes de una aldea, cortarse mutuamente el cabello con una máquina. No le di importancia, pero pocos minutos después, aún montado en la bicicleta, nuevamente se apoderó de mí la mentalidad del miserable que debe ahorrar rigurosamente: un corte de cabello vale 15 dólares; si negociara una rapada del coco con esos muchachos, quizás pudiera ahorrar mucho más. Me devolví, y me acerqué a los jóvenes. Les propuse que me raparan, y que yo les pagaría algo.
            Sospecho que, en cualquier barrio de Maracaibo, un joven como ése habría aumentado el precio, y tras la negociación, habría hecho su trabajo inmediatamente para no perder la oportunidad. Pero, los marshaleses son distintos. El joven me dijo que tenía que pedir permiso al dueño de la máquina. No hay en los marshaleses ese ímpetu comercial que uno aprecia entre los chinos de Majuro. Los marshaleses tienen muchas virtudes, pero el emprendimiento no es una de ellas.
            El dueño de la máquina se tardó en llegar, pero finalmente lo hizo. Dio su aprobación. Cuando les pregunté cuánto me cobrarían, me dijo que les diera lo que yo quisiera. Ofrecí 2 dólares. Todos quedamos contentos. Con la bicicleta ya estaba contento. Con la cabeza rapada, ahora aún más. Sospeché que mi esposa se molestaría, pero pensé lo mismo que Hernán Cortés respecto al rey de España: la jefa está muy lejos como para castigarme.
            Mi único desagrado con mi nuevo look fue a la mañana siguiente, cuando salí a hacer ejercicio. Para estas ocasiones, suelo usar una franela atlética con una especie de cuello de tortuga. Al verme en el espejo, con los lentes, la cabeza rapada y el cuello de tortuga, sentí un gran temor de parecerme a Michel Foucault, uno de los gurús izquierdistas tan adorado por los progres, pero por quien yo no tengo simpatías (escribí un capítulo entero en su contra, en mi libro El posmodernismo ¡vaya timo!).

            En ese paseo en bicicleta, me topé también con unos misioneros mormones americanos. Siempre me ha fascinado esta religión, por las cosas tan absurdas que creen. Los mormones creen que América fue poblada por una tribu israelita que emigró durante el exilio babilónico, seis siglos antes de Cristo. Les pregunté si ellos creían que, además de los indios americanos, los micronesios son también descendientes de esa tribu israelita. Los misioneros me dijeron que ellos no sabían bien, pero que para Dios, todo es posible.
            Lo cierto es que esto es un tema debatido entre los propios mormones. Algunos tienen la creencia no oficializada de que un tal Hagoth (descendiente de esa tribu israelita) emigró desde América, y su familia pobló las islas del Pacífico. Es difícil contener la risa ante semejantes alegatos. Pero, extrañamente, hay una versión secular de este mito, y si bien las islas del Pacífico se poblaron desde Asia, queda abierta la posibilidad de que, antes de Colón, los nativos de América tuvieron contacto con los polinesios. En 1947, el explorador Thor Heyerdahl organizó una célebre expedición en balsa desde Perú hasta la Polinesia francesa, para demostrar que tal viaje sí era posible.
            En fin, me resultó difícil evitar pensar que estos misioneros mormones eran muchachos cortaditos por la misma tijera, que aquellos que conocí en Salt Lake City hace algunos años: deslumbrantemente rubios, increíblemente ingenuos, y sobre todo, muy amables. Uno me preguntó si me podía regalar una edición del Libro de Mormón en marshalés e inglés. Le dije que sí. No es la primera vez que me hacen este regalo. Supongo que los mormones tienen la vaga idea de que, quien reciba este libro y lo lea, caerá rendido ante la verdad del mormonismo. Yo he leído partes de este libro, y he caído rendido, no ante la verdad del mormonismo, sino ante lo insólito de la historia que se narra en sus páginas, y más aún, el insólito éxito que tuvo Joseph Smith en convencer a la gente de las mentiras que él contaba.
Al día siguiente de mi paseo en bicicleta, me topé con el coreanito que trabaja conmigo, y me invitó a ir con otros amigos a Eneko, una isla cercana que forma parte del mismo atolón de Majuro. He escrito a varios amigos que estoy en las Islas Marshall, y muchos me responden diciéndome que me envidian por estar en una isla paradisíaca. No sé cómo coño puede ser paradisíaco un país que ocupa el lugar 173 en el Índice de Desarrollo Humano. Esto de paradisíaco no tiene nada.
Pero, Eneko, alejada de la suciedad de la ciudad de Majuro, y sin población permanente, sí tiene una semblanza paradisíaca. La vegetación es muy frondosa, el agua es cristalina, y casi no hay basura. Buceé en la laguna, y vi peces, aunque mi máscara se humedecía constantemente. Además, un amigo se quejaba de que yo nado como si estuviera en una piscina, y eso espanta a los peces. Algo nuevo se aprende todos los días, e intenté no volverlo a hacer. A decir verdad, mis amigos gringos estaban más interesados en ver un barco hundido, que en ver peces. Yo francamente no le encuentro el placer a ver barcos hundidos, pero en fin, ahí lo vi.
Los marshaleses y turistas disfrutan mucho más la laguna del atolón de Majuro, que las playas del océano. Hawaii, que no tiene atolones, tiene una extensa cultura de surf. En las Islas Marshall, no hay surfistas, porque los marshaleses prefieren mucho más las calmadas aguas de la laguna. Yo no. A mí me gusta el oleaje. Traté de convencer a los amigos para ir al océano, pero nadie quiso. Al final, un amigo gringo (el mismo que había tenido una pelea en un bar anteriormente) me acompañó.
Las playas de las Islas Marshall tienen el inconveniente de que son coralinas (los atolones se forman porque en torno al volcán colapsado crece coral), y por ende, son resbaladizas y molestosas a los pies. Tuve que llevar sandalias y bañarme con ellas. Mientras rompíamos las olas con nuestras espaldas, este amigo y yo conversamos largo y tendido.

Le comenté mi encuentro con los mormones el día anterior. Mi amigo, que es ateo e izquierdista, me decía que él aborrece a los misioneros, porque “quieren imponer su punto de vista”. Yo discrepo. La mayoría de los misioneros no utilizan métodos coercitivos en su prédica. Y, en función de eso, yo opino que todo gobierno tiene la obligación de respetar su proselitismo y tolerarlos. A mi amigo le costaba aceptar eso. Supongo que es un vicio de muchos izquierdistas. Chávez, en su vocación dictatorial, decidió expulsar a la misión evangélica de las Nuevas Tribus del Amazonas, básicamente porque no quería que los indios abandonaran sus creencias ancestrales y adoptaran el cristianismo.
Mi amigo reconocía que los misioneros no obligan a nadie a creer cosas, pero se quejaba de que los misioneros insisten mucho en decir que su religión es la verdadera, y la de los demás es errónea. Eso, decía él, es una imposición. Yo, de nuevo, protesté. Si alguien tiene una creencia, lo más sensato es que la asuma como verdadera; y en virtud del principio lógico de no contradicción, también sería sensato que se asuma que, quien tiene creencias que contradiga una creencia que se asume como verdadera, está equivocado.
Este amigo continuamente me reprocha mis ideas liberales y mi desprecio por el chavismo. Él recurrentemente trata de persuadirme para que yo me vuelva izquierdista. Mientras disfrutábamos las olas del Pacífico, traté de hacerle ver que él también hacía proselitismo, y asumía que sus ideas políticas eran correctas, y las mías incorrectas. ¿Dónde está el crimen, entonces, en que un misionero asuma que sus ideas religiosas son las correctas, y las de los demás son incorrectas? ¿Por qué mi amigo sí puede tratar de convencerme de que yo abandone mi ideología política y abrace la suya, pero el misionero mormón no puede tratar de convencer al pagano marshalés de que abrace el mormonismo?

Mi amigo me decía que el caso de la política es distinto, porque ahí hay razones argumentativas. Pero, en el caso de la religión, decía él, se trata de fe, y más nada. Mi amigo tiene razón, pero sólo parcialmente. Esos misioneros mormones que me encontré en Majuro, seguramente no apelarán a razones argumentativas, sino que sencillamente tratarán de convencer a los demás, citando el Libro de Mormón. Pero, en la historia de la teología, ha habido notables esfuerzos por emplear la razón para defender algunas doctrinas básicas. A mí no me convencen, pero yo sí valoro los esfuerzos de alguien como Tomás de Aquino para intentar demostrar la existencia de Dios, y no creo que en aquellas discusiones medievales, se estuviera imponiendo nada. 

2 comentarios:

  1. Un Diario de viaje que leo con ganas siempre que hay una nueva entrada! saludos profesor.

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