jueves, 29 de septiembre de 2016

Recordando a Aurorita y conociendo sobre Filipinas

            Un año antes de que yo viniera a la República de las Islas Marshall, mi abuela Aurorita había muerto en Maracaibo. A pesar de que estaba bastante avanzada en edad, su muerte me afectó bastante, porque siempre fui muy cercano a ella, y en su último año de vida, mis padres no vivían en Maracaibo, de forma tal que mi primo Pepe Luis y yo nos encargábamos de atenderla.
            Aurorita a veces asumía actitudes pasivo-agresivas, y tenía muchos prejuicios étnicos típicos del colonialismo europeo. Pero, yo me deleitaba escuchando sus cuentos. En cualquier conversación, hablaba de Filipinas, su país de origen (aunque, por supuesto, como solía ocurrir en el colonialismo europeo en Asia, Aurorita jamás se sintió filipina, ni compenetrada con la cultura local asiática). Para mí, Filipinas siempre fue un país del cual yo tenía referencias lejanas por las conversaciones con mi abuela, pero mi interés nunca fue más allá.

            En varios aspectos, mi abuela era una persona muy crédula, y decía cosas basadas en estereotipos étnicos muy crudos. Por eso, cuando hablaba de Filipinas, me costaba creer algunas cosas. Por ejemplo, ella hablaba mucho de su temor a los “moros juramentados”. Yo pensaba que aquello era algo así como el temor a la Llorona o al Coco. Pero, estando en las Islas Marshall, y conociendo a muchos filipinos, he venido a descubrir que eso de los “moros juramentados” (y otras cosas que contaba mi abuela) es algo muy real.
            Filipinas fue colonizada por los españoles en el siglo XVI (el país se llama así en honor a Felipe II, quizás el rey más popular en el nacionalismo español, y de los que yo más desprecio en la historia de España). Un siglo antes, los cristianos expulsaron a los musulmanes en la Península Ibérica. En América, ya no tendrían que lidiar con los odiados musulmanes. Pero, en Filipinas, sí. Pues, al archipiélago filipino llegaron mercaderes musulmanes. Y, tarde o temprano, en muchos lugares del mundo, cristianos y musulmanes quieren matarse entre sí. Lo del choque de las civilizaciones no es nuevo. Pues bien, en Filipinas, hasta el día de hoy, hay conflictos entre la mayoría católica, y una minoría musulmana que quiere independencia.
            Los españoles llamaron “moros” a esos musulmanes. Y, en sus rituales de guerra, cuando uno de estos “moros” se juramentaba, acarreaba ataques suicidas. A ésos le temía mi abuela, y según me cuentan los filipinos de Majuro, ese temor sigue hoy, a raíz del auge yijadista.
            Mi abuela era simpatizante de Franco. Los franquistas siempre tuvieron la fantasía de que “España tiene vocación de imperio”. No pretendían reconquistar las colonias perdidas, pero sí fantaseaban con algo así como una Commonwealth española, con la Madre Patria a la cabeza. Filipinas, que se perdió en lo que ellos llaman “el desastre de 1898”, estaría incluida en esa vocación imperial.
            En América, tenemos una enfermiza relación ambivalente con España. La odiamos, pero nos resulta imposible desvincularnos de ella. Los filipinos, en cambio, no tienen ese complejo. Para ellos, España es algo muy lejano. Los españoles nunca poblaron Filipinas como lo hicieron en América, y así, la población nativa, con sus lenguas, nunca fue significativamente hispanizada. El chabacano, una lengua creole (es decir, mezcla de varias lenguas) reconocida en Filipinas, tiene una base en el español. Y, hasta la guerra de 1898, una élite de filipinos y mestizos hablaba español. Irónicamente, los primeros movimientos nacionalistas filipinos que se organizaron contra España, tomaron al castellano como lengua. Pero, cuando EE.UU. tomó las Filipinas, los gringos se esforzaron mucho en borrar la huella hispana, e impusieron el inglés a lo bestia (mi abuela aprendió primero el inglés, a pesar de ser hija de españoles). Medio siglo después, cuando ya Filipinas logró su independencia tras varias décadas de luchas muy sangrientas, el español estaba casi erradicado. Hoy queda en los filipinos una vaga noción de España y su lengua como algo del pasado, pero nada significativo.
            Lo poco que queda de hispano entre los filipinos son los nombres y apellidos. Curiosamente, hay muchos diminutivos: Juanito Fernández, Pedrito González, Marquitos Rodríguez. No he encontrado una explicación de este extraño fenómeno.
Quizás el rasgo hispano más persistente en Filipinas está en el catolicismo. Y, entre los filipinos de Majuro, eso sí es muy evidente. He visitado muchas iglesias en Majuro. La única iglesia católica de esta ciudad, está siempre repleta. Calculo que, cerca del 90% de los fieles en esas misas, son filipinos o personas de origen filipino. Los curas son todos filipinos. Y, esos curas no son como los sacerdotes latinoamericanos o españoles, que en este siglo XXI de acelerada secularización, son tímidos en su prédica. Estos curas filipinos sí asumen su oficio con intensidad. Un día, vi al cura principal de Majuro caminar hacia mi dirección, y levanté la mano para saludarme. El hombre, sin previo aviso, colocó su mano sobre mi cabeza, me bendijo, y siguió. El tipo aparentemente está desesperado por bendecir a cuanta alma se atraviese en su camino. Es raro ver este tipo de bendiciones no solicitadas en España o América.
            Otro día, por curiosidad entré en una escuela católica. Había ahí un grupo de fieles; la mitad eran de origen filipino. Iban a rezar. En las Islas Marshall hay una gran competencia entre sectas para atrapar fieles. Los filipinos me ofrecieron comida, con tal de que me quedara a rezar con ellos. Así lo hice. Al final, me percaté de que había en esa habitación una réplica de la famosísima Inmaculada Concepción de Murillo. Les pregunté si les gustaba Murillo. No sabían quién es Murillo. En efecto, los filipinos son muy católicos, pero ya muy poco hispanizados.

            Su gran referencia como poder imperial, por supuesto, es EE.UU. Y, no es para menos. Los gringos arrebataron Filipinas a España en 1898, pero en vez de conceder la independencia como se había prometido, la mantuvieron a sangre y fuego como colonia, hasta 1946.
Mis vecinos son filipinos; no tengo muchas quejas de ellos, pero a veces, en las noches, colocan música a un volumen molestoso. ¿Qué oyen? ¡Frank Sinatra! Varios días a la semana como en un restaurante de filipinos, si acaso a eso se le puede llamar “restaurante”. En realidad, es un ranchito con un ventilador, donde sirven arroz, tallarines y cerdo, y sólo ocasionalmente, pescado. La muchacha que me atiende habla el inglés con un acento muy pronunciado. Pero, todos los días tiene en la radio a Brittney Spears, y baila y canta en perfecto inglés mientras me sirve.
Según muchos expertos, Filipinas tiene un enorme potencial de desarrollo económico. Y, en efecto, los filipinos que he conocido en Majuro son personas muy calificadas. Con gente así de preparada, Filipinas puede ser una potencia. Pero, al mismo tiempo, me he sorprendido al encontrar simpatías políticas tremendamente autoritarias entre los filipinos que viven en las Islas Marshall. Varios me han hablado con simpatía de Rodrigo Duterte, el actual presidente que, en fechas recientes, ha estado en el ojo del huracán de varias organizaciones defensoras de derechos humanos, por sus abusos autoritarios en su lucha contra el narcotráfico. Más escandalosamente aún, varios me han dicho que respaldan que se honre a la memoria del brutal Ferdinand Marcos, llevando sus restos al panteón nacional. Los filipinos parecen tener buenas capacidades técnicas, pero no mucha vocación democrática.

¿Puede un país desarrollarse sin democracia? China parece demostrar que sí. Pero, yo no estoy muy seguro de que Filipinas, o cualquier otro país, pueda acumular prosperidad y óptimo desarrollo, sin un mínimo de vocación democrática. Creo que el ejemplo venezolano es suficiente prueba. Nuestra crisis no es meramente económica. Nuestro colapso no es debido a un precio bajo del petróleo, sino a un gobierno que, desde 1998, con la promesa de redistribuir la riqueza, destruyó la democracia.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Un monstruo simpático, y un país en ruinas

            Un tema muy común en la literatura es el del monstruo que, cuando se le conoce mejor, en realidad es bastante tierno. King Kong, Shrek, la Bestia, y tantos otros, intimidan con su ferocidad, pero a medida que sus historias van avanzando, el lector o espectador termina simpatizando con ellos.
            He tenido una experiencia parecida en las Islas Marshall. A mi llegada, percibí de inmediato las tensiones étnicas entre marshaleses y chinos. Y, para mi desgracia, mis amigos marshaleses me ubicaron en un apartamento, propiedad de un chino. Detesto ese lugar. Es horrorosamente cálido, y el cuarto no tiene ventanas. Prender el aire acondicionado es carísimo. Trato de estar ahí lo menos posible. Y, como extensión de mi odio a ese apartamento, terminé por odiar al chino propietario. Debajo del apartamento, hay un negocio espantoso, también propiedad del chino. Ese negocio es muy parecido a los lugares donde los maracuchos, cuando vamos camino a La Puerta, nos detenemos a comprar queso, y tenemos que ahuyentar la enorme cantidad de moscas que llegan. Con semejante fealdad, mi desprecio por el chino y su negocio es aún mayor.

            Para colmo de males, el lavamanos del baño de mi apartamento se empoza. Fui a comunicárselo al propietario. Para mi sorpresa, el hombre me ofreció una cena, me presentó a algunos de sus amigos, y bebimos té. El interior de su casa está bellamente decorado. Este señor chino no hace el menor esfuerzo en presentar un negocio agradable a su clientela. Pero, cuando se trata de su familia y amigos, tiene buen gusto (aunque, el hombre me insistía en que, en realidad, todo es debido a su mujer). El chino fue muy espléndido conmigo, y me ocurrió con él lo mismo que el espectador siente con Shrek: no es el ogro que yo creía.
            Algunos días atrás, un asesinato conmocionó a Majuro. A una mujer china le cortaron su garganta, aparentemente en un intento por violarla. A medida que conversaba con esos señores chinos, les comenté sobre el asesinato. Uno de los muchachos con quien había entablado conversación, me dijo que la señora era su madre. No hallaba dónde colocar mi cabeza. Sentí una enorme vergüenza, e hice lo posible por cambiar la conversación.
            En ese tipo de asesinatos, la primera persona de quien se sospecha es el marido. Pero, era claro que el marido de la víctima no era culpable, porque en el momento del asesinato, se encontraba en Kiribati haciendo negocios.
            Los chinos están expandiendo sus negocios en toda Micronesia, y en poco tiempo, se adueñarán de esta región sin disparar ni un solo rifle. En mis momentos de odio al chino propietario del apartamento, desprecié muchas cosas de él, pero jamás dudé de su disciplina y tesón. Lamentablemente, los micronesios, quienes por lo general son más agradables y simpáticos, no tienen esa virtud. Es inevitable que los chinos los terminen dominando. Los chinos trabajan de sol a sol. Los micronesios son gordos que no se mueven de sus sillas.
            Quizás soy un cerdo por repetir estos estereotipos tan burdos. Pero, al considerar un país como Nauru, me resulta inevitable formarme esta opinión. Nauru, un país diminuto (mucho más pequeño que las Islas Marshall), consiste de una sola isla, de aproximadamente 25 kilómetros cuadrados. Los japoneses la tomaron, y como fue costumbre, maltrataron horriblemente a la población. Tras la derrota japonesa, Nauru pasó a ser administrada un tiempo por Australia, y luego obtuvo su independencia.
            Como muchos otros paisitos del Pacífico, cabría esperar que Nauru terminaría por ser muy pobre. Pero, no fue así. Se descubrió fosfato, y las compañías mineras empezaron su explotación. Aquello no fue la típica depredación del pasado colonialista. Nauru recibió una enorme riqueza, al punto de que se convirtió en el país con la renta per cápita más alta del mundo.
            ¿Dónde está esa riqueza? Se esfumó por completo. Los políticos corruptos se embolsillaron una parte. Otra parte, se invirtió en otros países catastróficamente, y se perdió. Y, aún otra parte, se gastó en proyectos absurdos, como por ejemplo, una aerolínea nacional que sólo servía para llevar a los nuevos ricos de Nauru a Australia y otros países del Pacífico, en aviones casi siempre vacíos.
            Los nauruanos empezaron a consumir a lo bestia, y llegaron a convertirse en el país más obeso del mundo (tienen ese dudoso honor hasta el día de hoy). Mientras hubo fosfato, la fiesta fue divertida. Pero, el fosfato ya se acabó, y ahora, Nauru debe conformarse con hacer contratitos con Australia, sirviendo como centro de refugiados de gente desesperada que llega a las costas australianas. Los nauruanos invirtieron en banquetes, pero no en hospitales y escuelas. Cuando el fosfato se acabó, aún les quedó el gusto por el buen comer, y a pesar de que son ahora un país muy empobrecido, sus hábitos alimenticios persisten. Consumen muchas calorías, pero no tienen hospitales básicos para tratar las enfermedades que están asociadas con la obesidad.

            Es fácil señalar con el dedo juzgador a Nauru. Pero, en realidad, ellos son víctimas de aquello que Michael Ross llama “la maldición del petróleo”. Nosotros los criollos, gracias a Pérez Alfonso, sabemos que el petróleo es el excremento del diablo. Sea petróleo, fosfato, o cualquier otro recurso natural en abundancia, terminarán por traer consigo monoproducción, corrupción, despotismo, luchas intestinas, malgasto, y sobre todo, pereza.
            Venezuela, por desgracia, tiene aún la reserva de la faja petrolífera del Orinoco. A diferencia de Nauru, aún no estamos en la necesidad de plantearnos, en el corto plazo, qué haremos cuando se acabe con el petróleo. Pero, sí debemos plantearnos qué hacer con el petróleo mientras lo seguimos explotando. En nuestra historia, el petróleo ha sido el excremento del diablo, pero no estamos condenados a que sea así. Los noruegos supieron sembrarlo (la frasecita de Úslar, “sembrar el petróleo”, se ha convertido ya en un horroroso cliché, pero no por ello deja de ser relevante).

            No creo que los noruegos, por el mero hecho de ser catirotes bellos, son más aptos que nosotros, morenitos feos. Su mayor aptitud está, sencillamente, en que eligen a gobernantes que utilizan el petróleo realmente para el progreso de su país. Hace ya casi veinte años, nosotros elegimos a un tipo muy simpático que, en vez de usar la enorme riqueza petrolera para solucionar muchos de nuestros problemas invirtiendo sabiamente, se dedicó a hacer lo que hicieron los nauruanos: gastar a lo bestia en proyectos absurdos, y comprar conciencias para mantenerse en el poder. No nos quejemos ahora haciendo colas en los supermercados, tenemos lo que merecimos.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Marshaleses en EE.UU., y el culto de cargo

            El nivel de dominio del inglés entre los marshaleses varía. Como cabría esperar, los miembros de los estratos más bajos de la sociedad marshalesa no lo dominan. Pero, en líneas generales, cualquier anglófono puede bandearse en Majuro hablando en inglés, pues incluso en el barrio más miserable, existe la noción más rudimentaria de esa lengua.
            Por otra parte, hay una considerable minoría de marshaleses bastante americanizados, con un absoluto dominio (al menos oral) de la lengua inglesa. Las Islas Marshall tienen 50.000 habitantes, pero se calcula que en EE.UU. hay cerca de 25.000 ciudadanos de origen marshalés.

            Hace veinte años, un marshalés llegó al estado de Arkansas, y le fue bien. Se llevó a su familia, luego llegaron amigos, luego amigos de amigos, y así, hoy, el estado de Arkansas es el que más población marshalesa tiene en EE.UU, posiblemente unos 6000. Hay algunos otros en Hawaii, Oklahoma y Oregon. Como parte de los acuerdos de independencia, los marshaleses no necesitan visa especial para viajar o trabajar en EE.UU.
            Cuando vine a Majuro, hice una parada de dos noches en Miami. Conocí ahí a algunos maracuchos, y un tema que ocupa cualquier conversación entre maracuchos en Miami, es el temor a la migra, y los procedimientos fraudulentos para pedir asilo político. Sospecho que esos maracuchos sentirían una terrible envidia al saber que los marshaleses pueden ir a EE.UU. sin el temor de que los deporten.
            Pero, en realidad, aún con esas ventajas, los marshaleses envidiarían más a los maracuchos, que los maracuchos a los marshaleses. Podemos despotricar todo lo que queramos contra Venezuela, pero ese país dio buena educación a la clase media, y así, el inmigrante venezolano promedio llega a EE.UU. con buenas capacidades para el ascenso social. Además, para bien o para mal, Venezuela es un país bastante americanizado (sobre todo la clase media, la cual constituye el grueso de la población migrante venezolana), y eso permite al inmigrante una adaptación más fluida.
            Los inmigrantes marshaleses, en cambio, no lo tienen tan fácil. Su estado educativo es deplorable, y cuando llegan a EE.UU., más o menos actúan como el protagonista de aquel chiste maracucho ofensivo, “más perdido que un guajiro en Nueva York”. Muchos tienen dificultad en adaptarse a la vida americana, y pretenden que en Arkansas, la sociedad se rija bajo el sistema de clanes y cacicazgos que prevalece en las Islas Marshall, con privilegios para los caciques, etc. Obviamente, los gringos no comen de ese cuento.
En Arkansas, el mayor empleador de marshaleses es Tyson, una trasnacional procesadora de comida. Como cabe sospechar, sus trabajos no son los más cotizados. Pero, para muchos marshaleses, sigue siendo la mejor opción. En las Islas Marshall no hay un gran futuro, y la esperanza de muchos es ir a probar suerte en EE.UU.
            He preguntado a algunos jóvenes marshaleses americanizados si, en EE.UU., han sentido discriminación. En líneas generales, responden que no. Quizás, los marshaleses no sean víctimas del racismo como sí lo son los negros. Pero, yo me atrevo a pensar más bien que los marshaleses, como inmigrantes recién llegados más agradecidos con el sistema, juegan menos al chantaje victimista, y en ese sentido, no se quejan tanto.
            Con todo, las relaciones con los blancos dominantes en EE.UU. pueden ser difíciles. Un joven marshalés me decía que él se integraba mucho mejor con los negros que con los blancos en su colegio de EE.UU. La mayoría de los marshaleses, como he mencionado en otra entrada de este blog, tienen la piel marrón. Algunos podrían ser fácilmente identificados como negros en EE.UU., pero no todos.
            Lo cierto es que, desde un punto de vista genético, los marshaleses, y los isleños del Pacífico en general, están muy, muy lejos de los africanos. Tienen más cercanía genética con los europeos y los asiáticos. Pero, puesto que en la construcción social de las razas, lo visible es el color de la piel y algunos otros rasos, es inevitable que, a la hora de hacer las clasificaciones superficiales de las divisiones raciales, los isleños del Pacífico sean aglutinados con los negros de origen africano.
            En Melanesia, esto es especialmente cierto, pues ahí, los nativos sí tienen un mayor parecido con los africanos (no en vano, Papúa Nueva Guinea se llama así, porque el primer europeo en llegar, Íñigo Ortiz de Retez, pensó que los nativos eran como los de Guinea). Y, las condiciones de opresión pueden hacer que gente que bajo una clasificación científica pertenezcan a grupos muy distantes entre sí, terminen por sentirse parte de un mismo grupo.
            Así ocurrió, por ejemplo, con el interesantísimo caso de los cultos del cargo, en Melanesia. En la isla de Tanna, en el actual Vanuatu, las tropas norteamericanas llegaron masivamente en su campaña militar contra Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Los nativos de esa isla estaban hastiados del control y la opresión por parte de los misioneros europeos blancos. Pero, cuando llegaron los norteamericanos, los nativos se sorprendieron al ver soldados negros que no eran oprimidos por los blancos.
            Estos soldados (blancos y negros) resultaron ser bastante caritativos con los nativos, pues a cambio de algunas labores, les empezaron a entregar provisiones que llegaban masivamente (comida enlatada, radios, jeeps, etc.). Estos productos maravillaban a los nativos. Pero, al terminar la guerra, los gringos se fueron y se llevaron esas provisiones.
            Los nativos, entristecidos, cultivaron la esperanza de que los aviones con cargamento volverían. Y así, surgió la expectativa mesiánica en torno a un tal John Frum. Se conformó la creencia religiosa de que este tal John Frum era un soldado negro que emergería de un volcán en la isla, y daría a los negros de Tanna todas las provisiones que los gringos se habían llevado.
            Por supuesto, ese mesías negro no llegaba. Pero entonces, en vez de sentarse a esperar, los nativos pensaron que, si ellos hacían todo lo que los gringos hacían justo antes de que llegaran los cargamentos, los aviones con todas esas delicias llegarían. Así pues, los nativos empezaron a construir pistas de aterrizaje, torres de control, y aviones con cañas de bambú. Diseñaban rifles de madera, se pintaban una cruz roja en el pecho (en imitación de los médicos americanos que había durante la campaña militar), y hacían desfiles militares como los soldados americanos, con la esperanza de que llegaran los aviones. Hasta el día de hoy, estos rituales persisten en Tanna.
            Llevo años estudiando muchas manifestaciones religiosas. Debo decir que este culto, hoy conocido como el “culto del cargo” entre antropólogos, es de los fenómenos religiosos más interesantes que me he encontrado. Pues, el “culto del cargo” coloca en evidencia una tendencia psicológica que todos los seres humanos tenemos: el confundir las causas con las consecuencias.
            Los nativos de Tanna creían que la causa de la llegada de los aviones con cargamento era la construcción de torres de control, pistas, desfiles militares, etc. Y así, ellos creían que si hacían lo mismo, también llegaría John Frum con el cargamento. Obviamente estaban equivocados: los pobres nativos, al no comprender bien las relaciones de causalidad, creían que con repetir algunos actos circunstanciales, podrían conseguir lo mismo que tenían los americanos.

            Toda esto también es propicio para recalcar una idea que he tenido en mi mente desde que llegué a las Islas Marshall: la historia del colonialismo es mucho más compleja de lo que los chavistas y otros progres nos quieren hacer creer. Sí, los malvados blancos violaron a muchas indias, esclavizaron a los negros, y se llevaron el oro. Pero, también trajeron muchas cosas que a los nativos, tanto de América como del Pacífico, les fascinaba. Si los nativos de Tanna desarrollaron un culto en torno a los cargamentos que traían los aviones gringos, ha de ser porque esos bienes de consumo resultaban ser muy atractivos.
            Sospecho que algún progre como Marcuse diría que a los nativos les hicieron un gran daño con eso: el consumismo los alienó. Pero, yo honraría mucho más la propia opinión de los nativos. Para ellos, la llegada de los productos de consumo masivo no es ninguna catástrofe; si ellos dicen estar contentos con el chicle, los radios y los jeeps, debemos creerles y respetar su preferencia.


domingo, 18 de septiembre de 2016

La inteligencia de los marshaleses

            En Maracaibo, he estado acostumbrado a interactuar con estudiantes. Y, puesto que siempre disfruto las discusiones y conversaciones académicas, cuando llega el momento de evaluarlos, lo hago sobre la base de deliberaciones sobre diversos temas. En las Islas Marshall, he descubierto que las cosas son muy distintas.
            A los estudiantes les pregunto su nombre, y responden aterrados, en voz muy baja. Si ni siquiera tienen confianza para decir su nombre, ¡mucho menos la tendrán para responder a una pregunta académica! En vista de eso, es imposible evaluar a los estudiantes sobre la base de participación en clase. Además, la administración universitaria en las Islas Marshall está a cargo de profesores que siguen el modelo norteamericano. Y, en ese modelo, los exámenes con preguntas de selección múltiple son los más habituales.

            Así pues, he tenido que recurrir a exámenes de selección múltiple. En uno de los cursos que me han asignado enseñar, tuve que explicar dos conceptos, A y B (no viene al caso los detalles). Expliqué que A ocurre primero, y B ocurre después.
            En el examen, hice una pregunta con tres opciones: A ocurre primero y B ocurre después; B ocurre primero y A ocurre después; o ambas respuestas son válidas. Obviamente, la tercera opción no es sólo errónea, es lógicamente imposible. Pero, insólitamente, casi la mitad de los estudiantes seleccionaron la tercera opción.
            El curso es en inglés, y quizás muchos estudiantes no entendieron bien la pregunta, porque no dominan esa lengua. Si se hubiese planteado en su idioma, habrían captado que la tercera opción es imposible. Puede ser. Pero, yo me atrevería a explorar otras posibilidades. Quizás, sencillamente, los marshaleses tienen un nivel de inteligencia inferior al de otro países, y eso le impide al marshalés común comprender que es imposible que A antecede a B y B antecede a A, sean ambas correctas.
            El CI (coeficiente intelectual) promedio de las Islas Marshall es 84 (más de 100 se considera alta inteligencia, menos de 70 se considera retraso mental). El investigador que más se ha esforzado en recopilar estos datos, Richard Lynn, insiste en que hay una correlación entre resultados de CI y desarrollo económico. Yo no lo veo tan claro. Venezuela tiene también un CI promedio de 84, pero aún con nuestra crisis, no hay el nivel de pobreza que se observa en las Islas Marshall. Por otra parte, la enorme riqueza petrolera de Venezuela y las duras condiciones geográficas de las Islas Marshall podrían explicar ese diferencial. Pero en ese caso, la riqueza de las naciones no está tanto en el CI (como postula Lynn), sino en los recursos naturales.
Por otra parte, la comparación de mis experiencias con estudiantes venezolanos y marshaleses me hace dudar un poco de la validez del CI, pues me parece más o menos claro que la inteligencia entre los venezolanos es mayor.
            En todo caso, las pruebas de CI han sido sometidas a muchas críticas. Varias de estas críticas me parecen razonables, pero yo sigo pensando que es obvio que hay países más inteligentes que otros, y en ese sentido, sí creo que la jerarquización mundial del CI (con Singapore en el frente y Guinea Ecuatorial en la cola) nos dice algo relevante.
            El problema es la interpretación que ofrecen Lynn y otros. Lynn postula que este diferencial de inteligencia está en los genes de las poblaciones de cada país. Yo no lo creo. James Flynn, otro estudioso de la inteligencia, ha documentado que, en varias décadas, el CI de la especie humana ha aumentado significativamente. En tan corto tiempo, no puede haber modificaciones genéticas. Ese aumento de la inteligencia, entonces, se debe a las mejoras de condiciones sociales, especialmente en la educación.
            Y, ciertamente, la ausencia de un sistema educativo eficiente puede hacer que la gente sea incapaz de apreciar relaciones lógicas que a nosotros los occidentales modernos nos parezcan muy elementales. El psicólogo ruso Alexander Luria hizo unos famosos estudios explorando esto. En los años 30 del siglo pasado, Luria viajó a Uzbekistán, e hizo algunas pruebas a campesinos uzbekos. Les decía que en el norte todos los osos son blancos y que Zemba es una ciudad en el norte. Cuando Luria preguntaba a los uzbekos de qué color son los osos en Zemba, los campesinos no lograban articular la relación lógica de transitividad. En vez de decir que esos osos son blancos, los uzbekos decían que ellos no sabían, que nunca habían ido a Zemba, etc.
            La tesis de Luria era que, sin un contexto educativo, algunos de los procesos cognitivos más básicos no se desarrollan. Desde entonces, Uzbekistán ha mejorado mucho sus condiciones educativas, y hoy tiene un CI de 87 (¡mayor que el de Venezuela y las Islas Marshall!). Eso es señal de que, en efecto, esa capacidad para el pensamiento lógico se debe más a las condiciones educativas que a los genes.
            Yo mismo he hecho las preguntas de Luria a varios estudiantes marshaleses, y todos han respondido que los osos de Zemba son blancos. Quizás la pregunta que les hice en el examen era muy confusa. O, quizás los marshaleses tienen la suficiente inteligencia para responder correctamente las preguntas de Luria, pero no tienen aún la suficiente capacidad para responder preguntas en términos más formales.
Los países con CI más bajo son los del África subsahariana. Y, algunos autores racistas han formulado la hipótesis, según la cual la selección natural no favoreció la inteligencia en los pueblos subsaharianos, porque a diferencia de Europa, las condiciones climáticas en África no fueron tan duras, y no se requirió de un alto nivel de inteligencia para sobrevivir.
Esta teoría es sumamente cuestionable. Pero, aun si fuese verdadera, más bien respaldaría la hipótesis de que los marshaleses tienen buenos genes para la inteligencia. Pues, las Islas Marshall, y Micronesia en general, fueron pobladas por navegantes muy habilidosos, hace unos cuatro mil años. Estos navegantes, procedentes del Sudeste asiático, debieron haber tenido un alto nivel de inteligencia para construir embarcaciones y dirigirlas acordemente, hasta llegar a estos atolones. Aquellos que no tuvieran buenos genes para la inteligencia, morirían en el intento. Así, los marshaleses de hoy son los descendientes de aquellos navegantes que sobrevivieron el viaje gracias a su inteligencia.

Tenga o no una base en los genes, lo cierto es que la inteligencia también reposa sobre un importante añadido de condiciones educativas. Y, en ese sentido, las Islas Marshall aún tienen un largo camino por recorrer. Pero, del mismo modo en que hoy seguramente los campesinos uzbekos serían capaces de responder las preguntas de Luria, es perfectamente posible que los marshaleses, con más inversión educativa, puedan aumentar sus niveles de inteligencia. Espero que mi labor educativa en este país, contribuya a ese mayor desarrollo.

sábado, 17 de septiembre de 2016

Mi visita a Laura

            Antes de venir a las Islas Marshall, había leído que una atracción turística es Laura, una playa ubicada en el atolón de Majuro, a 40 km de la capital. Supuse que ese lugar sería algo así como Benidorm (un famoso balneario en España), así que planteé a varios colegas extranjeros ir en grupo hasta allá. Algunos me dijeron que sí estaban interesados, pero cuando les pedía que precisáramos detalles, siempre lo postergaban. Al cabo de algunas semanas, decidí ir por cuenta propia, un sábado en la mañana.
            La noche anterior, me había reunido a beber cervezas con algunos de esos colegas. Uno de ellos, un gringo autoproclamado “socialista demócrata” (¿es tal cosa posible?) se trajo a su perra pitbull desde EE.UU. Este gringo se llevó a su perra al bar (al aire libre) donde servían las cervezas, y la noche transcurrió placenteramente. Pero, un mesonero se acercó a decirle a mi amigo que la perra estaba molestando a algunos clientes. Mi amigo se levantó a buscar a su perra, pero mientras lo hacía, unos marshaleses sentados en otra mesa, empezaron a vociferar agresivamente diciendo que esa perra era muy molestosa.

            Mi amigo se ofendió, y les preguntó en tono desafiante cuál era exactamente la molestia. Como suele ocurrir en ocasiones como ésta, hubo una escalada. Se intercambiaron insultos, se abofetearon, y la seguridad del bar tuvo que intervenir. En las Islas Marshall hay varios intentos por erradicar el consumo de alcohol. Estas medidas siempre me han parecido tonterías. Pero, entiendo la preocupación de las autoridades marshalesas, pues en efecto, el alcohol eleva los ánimos.
            Pero, en este conato de pelea, el alcohol no era el único factor relevante. Uno de los tipos que se enfrascó en la pelea con mi amigo, era un cacique marshalés. Y a medida que intercambiaba insultos, continuamente decía que él estaba muy orgulloso de luchar por su país, y que no iba a permitir que unos extranjeros vinieran a este país a violar sus normas. Recuerda un poco al venezolano que odia al español por lo que hizo Colón hace 500 años.
En líneas generales, me he encontrado que la mayoría de los marshaleses tienen simpatía por los norteamericanos, y no hay mucho complejo tercermundista. Pero, sospecho que cuando se trata de caciques, las cosas son distintas. Pues, estos caciques muchas veces dependen del orgullo nacionalista para poder mantener su autoridad tribal.
            En fin, el drama de las pruebas nucleares en Bikini, el uso de la base militar norteamericana en Kwajalein, y la amenaza del calentamiento global, salió a relucir en esta pelea como un microcosmos de las relaciones entre colonizadores y colonizados. Mi amigo gringo, que se considera muy progre, no tuvo reparos en insultar al marshalés, y se pasó por el forro la sensibilidad postcolonial que siempre predica. Su perra era más importante.

            La mañana siguiente, fui a Laura. Me aseguré de ir en los taxis que toman los marshaleses, bastante más baratos que los taxis que toman los extranjeros. Tras una hora de viaje, finalmente llegué a mi destino. Cuando me bajé del taxi, no estaba seguro so yo estaba en el lugar correcto, pues ahí no había nada turístico. Había visto algunos letreros anunciando la aldea de Laura, pero supuse que la atracción turística estaría más adelante. Empecé a caminar, pero pronto me di cuenta de que lo único visible es una pequeña aldea, con sus habituales ranchos de lata.
            Cuando llegué al final de la aldea, comprendí que en Laura, no hay nada, absolutamente nada, turístico. Sólo ubiqué un restaurante, y me acerqué a pedir el menú. La dueña del lugar me dijo que eso ya no era un restaurante, así que me marché. Pero, justo cuando ya me estaba yendo, la señora me dijo que ella podía cocinarme algo. Le pregunté si tenía pescado; me respondió que sólo pollo frito. No me apeteció.
            Los marshaleses son isleños que comen poco pescado. En cambio, adoran el cerdo. En el Pacífico en general, el cerdo tiene mucha prominencia. No en vano, en El señor de las moscas William Golding incorporó notablemente el simbolismo del cerdo cuando narró la historia de unos niños ingleses que naufragan en una isla del Pacífico. Pensé mucho en esta novela, cuando en Laura vi a un niño perseguir un cerdo negro enorme que corría por la aldea.
            Luego de ese recorrido por la aldea buscando atracciones turísticas, decidí quedarme en la playa. En Majuro, prácticamente no hay playa, porque todas están contaminadas con basura y chatarra en la orilla. Laura también tiene basura en las orillas, pero a menor escala. Y, eso hace que la playa de Laura sea muy agradable. Son playas coralinas, de forma tal que siempre hay que usar sandalias. El agua es muy cristalina, calmada y caliente, y pueden verse pececitos pasar justo al lado. Pude relajarme y disfrutar muy placenteramente. La única nota discordante era que, en el lugar de la playa donde yo me estaba bañando, había una iglesia. No había congregación (era un sábado en la mañana), pero colocaban una cancioncita empalagosa una y otra vez. La canción era en marshalés, pero sospecho que eran alabanzas a Dios con los típicos clichés.
            Al final, comprendí que el atractivo turístico de Laura es, precisamente, la ausencia de turistas y de infraestructura. Gauguin, Melville, y tantos otros europeos que vinieron a las islas del Pacífico durante todo el siglo XIX e inicios del siglo XX, buscaban alejarse de la civilización. En América, los primeros europeos llegaron conquistando y matando desde el mismo momento en que se bajaron de los barcos. En el Pacífico, las cosas fueron distintas. Acá los nativos sufrieron, pero más por la acción de los microbios que por las armas. Los primeros europeos que se establecieron en estas islas eran beachcombers (buscadores de playa) que querían vivir tranquilamente escuchando las olas del mar.


            Hay mucho misticismo en torno a esto. Gauguin quiso presentarse a sí mismo como una suerte de proto-hippie que encontró en Polinesia un paraíso terrenal, pero en realidad, sus biógrafos destacan que su estadía en la Polinesia francesa no fue nada idílica, y que en sus cuadros y descripciones de su viaje, representó un mundo que no existía. Lo mismo que los críticos de Gauguin, yo sospecho mucho de esos supuestos paraísos. Pero, sí debo confesar que, durante las dos o tres horas que estuve en la playa de Laura, así como la contemplación de sus campos verdes en la aldea, evocaron en mí una sensación muy agradable. Pero, insisto: sólo dos o tres horas. Ya a la cuarta hora, quería regresar a Majuro a bañarme con agua dulce, y prender el aire acondicionado para huir del calor abrasante. Yo no me lamento de vivir en civilización.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Pensando en Yap, el sexo y la economía

El mismo día que llegué a Majuro, conocí a un joven profesor coreano (pero muy americanizado) de geografía humana, que trabajaría conmigo. El profe resultó ser uno de esos muchachos universitarios gringos pesados que, en una sola frase, citan a Foucault, Derrida, Lyotard, Lacan, y a tantos otros gurús posmodernos que yo detesto (y contra los cuales escribí mi libro, El posmodernismo ¡vaya timo!). En fin, hablar con ese coreano me produce bostezos de hipopótamo.
Recientemente vi a ese profe en cuestión preguntar a un estudiante marshalés cuántos idiomas hay en las Islas Marshall. Él preguntaba eso, porque no estaba seguro si en Yap, Ponhpei o Chuk, se habla la misma lengua. El joven marshalés pacientemente le tuvo que explicar que Ponhpei, Yap, Chuk y Kosrae no son parte de las Islas Marshall, sino que forman un país aparte, los Estados Federados de Micronesia. Yo no culparía al coreanito de ser un ignorante en cuestiones geográficas, excepto por el hecho de que este filisteo dispara como una metralleta los nombres de los gurús posmodernos, pero es incapaz de investigar un aspecto básico de su propia área de estudio.

En las Islas Marshall, hay una visible comunidad de gente oriunda de los Estados Federados de Micronesia. Todos estos paisitos en Micronesia estuvieron bajo el protectorado americano, pero cuando se plantearon la independencia, no lograron colocarse de acuerdo, y quedaron fragmentados en naciones que, en varios casos, no tienen más de cien mil habitantes. Muchos en América Latina reprochan a los políticos el no lograr el sueño bolivariano (en realidad, el de la idea fue Miranda) de una América hispana unida, pero deberían calmarse y ver que si los micronesios no lo lograron con países diminutos, mucho más difícil habría sido en el caso de naciones grandes, como las nuestras.
Antes de venir a las Islas Marshall, yo tampoco sabía que los Estados Federados de Micronesia existían como país. Pero, sí había oído hablar de Yap. Hace algunos años, me interesaron las teorías del antropólogo americano David Schneider, quien había hecho estudios de campo en Yap. Según Schneider, el parentesco es una ficción, una proyección de Occidente sobre otros pueblos. Schneider llegó a esta extraña conclusión, al descubrir que en Yap, aparentemente el parentesco es patrilineal (es decir, la pertenencia a los clanes se transmite por la vía paterna), pero al mismo tiempo, los nativos de Yap no conciben la relación entre el coito y el parto. En su concepción de la reproducción humana, los antivos de Yap no otorgan ninguna función al padre. Así pues, en la interpretación de Schneider, aquello que nosotros llamamos clan, y el parentesco en general, en realidad no es una forma de organización basada en la biología.
Schneider pasó a ser la punta de lanza de todos aquellos antropólogos que opinan que la biología no es relevante en la naturaleza humana. En un principio, a mí me entusiasmaron esas teorías, pero ahora, con un poco más de madurez, las rechazo. A mí me parece que Schneider comete el error de creer que el mero hecho de que no haya una concepción explícita del papel del padre en la procreación, implica que sus acciones hacia sus hijos no tienen motivaciones biológicas. Pero eso es falso. Puede ser que a nivel consciente muchos seres humanos no entiendan cómo opera la reproducción humana, pero a nivel inconsciente, todos comprendemos que tenemos relaciones más estrechas con aquellos que comparten una mayor proporción de genes con nosotros.
En fin, la idea de que algunos pueblos del mundo no conciben la relación entre el coito y el parto (o, en todo caso, no admiten el papel del padre en la reproducción) siempre me resultó intrigante. Malinowski, otro gran antropólogo, la documentó con mucha prominencia mientras célebremente estudiaba a los trobriandeses, en Melanesia. En realidad, antes de la llegada de los colonos y misioneros europeos en el siglo XIX (pero, presumiblemente, incluso aún en tiempos de Schneider y Malinowski, a mediados del siglo XX), buena parte de los isleños de Melanesia y Micronesia no concebían este hecho tan básico de la reproducción humana.
Me he visto tentado a preguntar a algunos de los jóvenes acá en las Islas Marshall (y sobre todo a los oriundos de los Estados Federados de Micronesia) si ellos entienden la relación entre el sexo y el parto, pero comprendo que eso, en pleno siglo XXI, sería una ofensa para ellos. Estos países han atravesado cambios sociales muy acelerados en las últimas décadas, y podremos reprochar a los poderes coloniales muchas cosas, pero al menos en el ámbito educativo, es indiscutible la positiva labor que han hecho. Si no fuera por el colonialismo, estos isleños seguramente habrían seguido creyendo que una mujer queda embarazada porque un espíritu se mete en su cuerpo, sin necesidad de tener sexo.
Otro aspecto de Yap que me ha resultado intrigante es una antigua forma de dinero que, según me cuentan, es oriundo de allá. Los nativos de Yap viajaban a otras islas, y traían en sus balsas enormes rocas cilíndricas, a las que les hacían agujeros en el centro. Esas rocas, las rai, servían como monedas. Obviamente, era imposible hacer transacciones pequeñas con ellas, porque eran prácticamente inmóviles. Pero, en tanto Yap es una pequeña isla, había la posibilidad de mantener registros orales de quién es el propietario de las enormes rocas. Así, cuando un jefe quería vender a otro jefe alguna mercancía, públicamente se hacía un contrato oral mediante el cual, el comprador de la mercancía transfería la propiedad de la roca al vendedor.
Incluso, los antropólogos e historiadores conocen el caso de un jefe que trajo una enorme roca desde otra isla, pero ese rai se hundió en el viaje. No obstante, quienes viajaban con él en la embarcación dieron testimonio de que ellos traían la enorme roca. La comunidad aceptó el testimonio, y esa roca, aún en el fondo del mar, servía como moneda en las transacciones.
Esto revela un aspecto básico de la ciencia económica: el valor del dinero no es intrínseco, sino que depende del valor subjetivo y la confianza que los usuarios den a la moneda. En Yap, incluso una piedra en el fondo del mar podía tener valor, siempre y cuando quienes la utilizaran como moneda, sintieran confianza (en este caso, a través de la tradición oral).
Los chavistas se quejan de que Dólar Today “especula”, y devalúa artificialmente el bolívar. Ojalá los chavistas pudieran aprender esta lección básica de economía. El bolívar no tiene valor intrínseco: su valor depende de la confianza que hay en la gente que emite esa moneda. Si el dólar se vende a mil bolívares, es sencillamente porque la gente no confía en que el bolívar sirve para adquirir mercancías. Los chavistas que emiten papel moneda, a diferencia de los jefes que traían las piedras de Yap, han perdido la confianza.

En el siglo XIX, David O’Keefe, un marinero irlandés, llegó a Yap, y quiso aprovecharse de este sistema monetario (hay una película sobre él con Burt Lancaster). Vio la oportunidad de traer más rocas, y con su nueva tecnología, él mismo hacer agujeros. Así, importando esas rocas, empezó a comprar bienes y servicios, al punto de convertirse uno de los hombres más ricos de Yap.

Los críticos progres del colonialismo verán en O’Keefe al maligno hombre blanco que llega a una isla paradisíaca y se aprovecha de la inocencia de los nativos. Pero, lo que muchas veces estos progres no alcanzan a ver, es que muchos de sus héroes políticos han hecho exactamente lo mismo. ¿Cómo llegó Venezuela a la actual crisis que atravesamos? El principal motivo fue que nuestro Banco Central (controlado directamente por Chávez y Maduro, en contra de lo que dicta la Constitución), lo mismo que O’Keefe, empezó a producir dinero inorgánico. El gobierno, quien emite las monedas, se hizo rico a expensas nuestras. Los gobiernos progres no necesitan cobrar muchos impuestos: con generar inflación inyectando una enorme liquidez monetaria, les basta. O’Keefe se hacía rico a medida que los nativos de Yap se hacían más pobres. Pues bien, María Gabriela Chávez se convirtió una diva, a medida que nosotros los venezolanos dejamos de comer tres veces al día. Al final, O’Keefe y Chávez utilizaron la misma estrategia: producir monedas, pero no producir mercancías como respaldo.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Sobre la diarrea y el canibalismo

            ¿Cómo se prepara uno para ir al culo del mundo? Pues muy sencillo: cuidando el culo, no del mundo, sino el propio. No temo a los violadores marshaleses (lo único paradisíaco que tiene las Islas Marshall es que, acá, no hay crimen), así que, en ese sentido, mi culo está a salvo. Pero, la diarrea sí puede acabar con el culo de cualquier viajero.
            En algunos aspectos, yo soy hipocondríaco. Pero, cuando se trata de males digestivos, sí asumo el rol de Superman, y me creo invencible. En Maracaibo, mi esposa me advirtió que tuviera mucho cuidado con las comidas, y me empaquetó varios remedios para la diarrea. Mi madre, con sus inclinaciones obsesivas, también desde Francia me insistía una y otra vez que me llevara medicinas digestivas.

            Tanto mi esposa como mi madre me llegaron a fastidiar con tanta insistencia. Me traje medicinas digestivas, pero sólo para seguirles la corriente. ¡Gracias al Altísimo que les seguí la corriente! Pues, ocurrió lo inevitable: la diarrea casi acaba con mi culo.
            Seguir el consejo de mi esposa es una empresa fútil. ¿Viajar a un país tan lejano, y no probar las comidas locales? Cuando estuve en India, me atiburré de curri. Sabía que tarde o temprano el condimento me castigaría, pero ir a la India, y no comer las delicias del curri, es prácticamente un crimen. La gastronomía marshalesa no es ni por asomo el manjar que se consigue en India. La comida es prácticamente como el mismo país: básica y simplona.
            De lo poco que se produce en las Islas Marshall, resaltan el atún, el coco y el frutipán. Pero, como suele ocurrir en aquello que Immanuel Wallerstein llama el “sistema-mundo”, los países de la periferia producen buenas cosas para los consumidores de países dominantes, y los nativos no consumen esos buenos productos. Así pues, acá casi no hay pescado fresco. Los marshaleses casi no pescan. Sus ancestros fueron grandes pescadores, pero hoy, los marshaleses son gordos acostumbrados a recibir comida enlatada que subsidia el gobierno de EE.UU. De las Islas Marshall se llevan el atún, los gringos lo enlatan, y los marshaleses lo consumen.
            Un día en un supermercado oí a dos tipos hablar español (me sentí un poco como Robinson Crusoe cuando descubre una huella humana). Eran un salvadoreño y un italiano, trabajadores de un barco atunero, que habían desembarcado para ir, en sus palabras, a un “ladies’ night” (la prostitución es bastante oculta acá, pero obviamente existe). La industria atunera es importante, pero a cargo de los grandes barcos.
            En todo caso, de vez en cuando se consiguen buenos platos de pescado fresco, y el frutipán es agradable. No es sushi o paella, pero puede hacer pasar un buen rato gastronómico. Pero, en un país tan gravemente afectado por la basura, ¿qué seguridad hay de que el pescado, y la comida en general, sean seguros? Muy poca, obviamente, y al final, la profecía de mi esposa y mi madre se cumplió: mi culo quedó reventado con la diarrea.
            ¿Cómo saber qué ocasionó mi diarrea? Francis Bacon, el gran filósofo y científico inglés del siglo XVI, enseñaba que, para conocer los efectos y las causas, hay que utilizar un método mediante el cual se va experimentando y desechando variables. No me propongo ser un científico en el culo del mundo, pero sí traté de seguir un poco el método de Bacon. Me aseguré de sólo beber agua embotellada, y de dejar de consumir algunos alimentos, y consumir otros. Dependiendo de cómo reaccionaba mi estómago, podría concluir más o menos cuál alimento es el responsable. Por supuesto, Bacon y cualquier científico diría que hay muchas variables que controlar, y yo no estoy en capacidad de hacer experimentos controlados en las Islas Marshall. Pero, a través de la improvisación de este método, llegué a la conclusión de que lo que realmente jodió mi estómago fueron las  naranjas que consumía a diario.
            Las naranjas de Maracaibo son muy agrias, y en ese sentido, quise aprovechar la dulzura de las naranjas que se venden en las Islas Marshall. No son producidas acá, sino en Guam. Parece extraño que una naranja pueda producir diarrea, pero tras consultar, corroboro que, en efecto, las fibras de la naranja y el exceso de vitamina C pueden lesionar el aparato digestivo. Quizás, supongo, la variedad de Guam es distinta al tipo de naranja que yo estoy acostumbrado a comer, y eso también me pudo lesionar.
            En fin, tuve que estar en reposo por varios días, sin poder hacer gran cosa. Aproveché para leer un poco sobre la historia de las islas del Pacífico. Y, una de las cosas que me saltó a los ojos fue el pasado caníbal de algunas de estas islas. Me invadió la mente la idea de que, quizás, mi diarrea se debía al consumo inadvertido de carne humana. ¡Qué horror!
            A decir verdad, el canibalismo aparentemente no produce diarrea. De hecho, sabemos que en el Paleolítico hubo canibalismo, gracias al estudio de heces fosilizadas con restos humanos. Si la mierda de esos caníbales fuera líquida, no se formaría el fósil. Pero, eso no implica que el canibalismo esté libre de otros males para la salud. No muy lejos de las Islas Marshall, en Papúa Nueva Guinea, hace apenas algunas décadas, una tribu, los fore, desarrollaron la enfermedad del kuru (un mal neurológico), como consecuencia del canibalismo.
En Micronesia (la región donde están las Islas Marshall) nunca hubo canibalismo. Pero, para quienes no conocen los detalles de esta región, es fácil confundir Polinesia, Melanesia y Micronesia. Y, tanto en Polinesia como en Melanesia, sí hubo canibalismo. De hecho, fue uno de los grandes estereotipos de la imaginación occidental, cuando llegaron los primeros exploradores europeos y norteamericanos a esta región. La imagen de un blanco cocinado en un pote mientras un negrito con un hueso atravesado en la nariz prepara el zancocho, no es oriunda de África, sino más bien de Melanesia.
El cliché del canibalismo en el Pacífico tiene esa versión caricaturesca. Pero, también ha habido autores más serios que le han dado un giro más interesante. Herman Melville, por ejemplo, escribió una gran novela, Taipí, sobre dos marineros norteamericanos que llegan a una isla polinesia donde todo es paradisíaco, pero extrañamente, uno desaparece, y el otro empieza a sospechar que, en realidad, los amigables polinesios están sirviendo como carne el cuerpo de su amigo desaparecido. Al final, resulta ser que los polinesios, en efecto, sí son caníbales.
Melville, y casi todos los occidentales que visitaban estas islas en el siglo XIX, tenían consciente o inconscientemente, una mentalidad imperialista. Y así, era fácil proyectar sobre los nativos cosas morbosas, como el canibalismo. En función de eso, hubo un antropólogo, William Arens, que llegó a postular que el canibalismo nunca existió en ninguna parte del mundo, y que en realidad, eran fantasías colonialistas para degradar a los nativos.

A mi juicio, la postura de Arens es típica de muchos progres izquierdistas que, en su obsesión por combatir el colonialismo, terminan defendiendo a los nativos a toda costa. Ciertamente, en torno al canibalismo hay mucha fantasía, pero la evidencia de que algunos pueblos lo practicaban, es incuestionable. Quizás en Polinesia estas costumbres no estuvieron tan extendidas. Pero, Fiji (en Melanesia) fue por mucho tiempo un reino caníbal. Udre Udre, un jefe de Fiji en el siglo XIX, llegó a comerse a más de novecientas personas. El canibalismo empezó a desaparecer en Fiji, en la medida en que Cokabau, un jefe tribal caníbal, se convirtió al cristianismo y permitió el acceso a los imperialistas británicos en el siglo XIX.

En América Latina, gente como Eduardo Galeano ha envenenado la mente de muchos, y han hecho prosperar la idea de que el colonialismo no trajo absolutamente nada bueno al Tercer Mundo. En el Pacífico, el colonialismo fue también muy agresivo. Pero, me llevo la impresión de que, en esta región del mundo, hay mayor apreciación de la misión civilizadora de los poderes imperiales, y la gente entiende mejor que no todo lo del colonialismo fue malo. Y, precisamente, una de las cosas positivas que los misioneros y administradores coloniales hicieron en estas islas, fue haber erradicado definitivamente el canibalismo.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Los perros de Majuro

            Si no fuera por Chávez, las canciones de Alí Primera serían para mí más tolerables. Pero, puesto que por más de quince años nos la han metido hasta en la sopa, es inevitable repudiarlas, aun si es justo admitir que Primera tenía un indiscutible talento. Uno de sus versos dice así: “Usted no me lo va a creer/pero hay escuelas de perros/y les dan educación/para que no muerdan los diarios/pero el patrón hace muchos años que está mordiendo al obrero”.
            En las Islas Marshall hay muchos patrones mordiendo a los obreros, pero definitivamente tales escuelas caninas para que los perros no muerdan a la gente, no existen. En Majuro, hay una enorme población de perros callejeros. Y, así como Alí Primera supo detectar que las diferencias de clase se expresan incluso en los perros, no se requiere de un gran genio sociológico como para comprender que una abundante población de perros callejeros es un signo inconfundible de tercermundismo. He visitado países pobres y países ricos. Nunca vi en Luxemburgo, Washington o París manadas de perros callejeros. Sí los he visto mucho, en cambio, en Nueva Delhi, Maracaibo, Barranquilla, y ahora, Majuro.

Es inevitable caminar por cualquier calle de Majuro, y que estos perros salgan a la vista. Son prácticamente una plaga. Varios amigos me han advertido que, en mis caminatas, debo siempre andar con un palo para tratar de ahuyentarlos. A decir verdad, estos consejos vienen más de extranjeros que de los propios marshaleses. Y, en vista de ello, en un principio yo supuse que el peligro de los perros es aún otra exageración de los gringos catires que tienen dificultad en adaptarse a vivir en un gran barrio, como lo es Majuro. Yo, un maracucho acostumbrado a esquivar los perros callejeros del Paseo del Lago, no tendría problemas.
He descubierto que los perros de Majuro en realidad sí son más agresivos que los de Maracaibo. Hasta ahora, algunos se me han acercado en actitud combativa. La valentía no ha sido una de mis virtudes, y en estos casos, he tenido que salir corriendo. Pero, eso es precisamente lo que no se debe hacer cuando un perro callejero se acerca; hay que más bien confrontarlos con dominio. Mi reacción instintiva ha sido correr, pero tras cinco segundos, recupero la racionalidad y los enfrento.
¿Por qué los perros de Majuro son más agresivos? No lo sé. Pero, sospecho que, del mismo modo en que Alí Primera alcanzó a ver que las relaciones en las sociedades caninas son reflejo de las relaciones en las sociedades humanas, la mayor o menor agresividad de una población de perros, lo mismo que en los humanos, está sujeta a una combinación de genes e influencia ambiental. En Maracaibo hay razas de perros domesticados, criados selectivamente para la docilidad. Supongo que, en vista de que en ocasiones los perros refinados impregnan a las perras callejeras, algunos de esos genes para la docilidad han menguado los genes de agresividad en los perros callejeros marabinos.
En cambio, en Majuro no hay ningún perro de raza refinada. Acá no hay una mayor proporción de genes para la docilidad. La mayoría de los perros de Majuro no tienen dueño, y los perros tienen que sobrevivir por cuenta propia. Las difíciles condiciones de vida en las Islas Marshall inciden tanto sobre los humanos como sobre los caninos, y en ese sentido, sospecho que la selección natural ha favorecido a perros no necesariamente más agresivos, pero sí más resueltos a la hora de buscar alimentos y enfrentarse a posibles competidores.
Un amigo norteamericano se trajo desde su país a su pitbull. Me contaba que los funcionarios locales le advirtieron que los permisos para traerse al perro serían difíciles de conseguir, pero él descubrió que, al llegar, todo fluyó fácilmente. Los gringos tienen esa extraña relación con los perros: no se conmueven mucho por las guerras que hace su gobierno, pero son capaces de quebrarse en lágrimas al ver a un perro sucio en la televisión.
De hecho, recientemente una gringa estuvo por estos lares, en una misión humanitaria para aliviar el supuesto sufrimiento de los perros de Majuro (acá). No sé si esa gringa sabrá que en Bikini el Tío Sam hizo unas pruebas nucleares brutales que afectaron a mucha gente, pero lo que sí es cierto, es que esa gringa no vino a atender a las víctimas de la radiación, sino a cuidar a los perros. Llámenme insensible si quieren, pero los perros que yo veo en Majuro están muy contentos con su agresividad callejera, y no necesitan ninguna atención de ningún gringo.