El nivel
de dominio del inglés entre los marshaleses varía. Como cabría esperar, los miembros
de los estratos más bajos de la sociedad marshalesa no lo dominan. Pero, en
líneas generales, cualquier anglófono puede bandearse en Majuro hablando en
inglés, pues incluso en el barrio más miserable, existe la noción más
rudimentaria de esa lengua.
Por otra
parte, hay una considerable minoría de marshaleses bastante americanizados, con
un absoluto dominio (al menos oral) de la lengua inglesa. Las Islas Marshall
tienen 50.000 habitantes, pero se calcula que en EE.UU. hay cerca de 25.000
ciudadanos de origen marshalés.
Hace
veinte años, un marshalés llegó al estado de Arkansas, y le fue bien. Se llevó
a su familia, luego llegaron amigos, luego amigos de amigos, y así, hoy, el
estado de Arkansas es el que más población marshalesa tiene en EE.UU,
posiblemente unos 6000. Hay algunos otros en Hawaii, Oklahoma y Oregon. Como
parte de los acuerdos de independencia, los marshaleses no necesitan visa
especial para viajar o trabajar en EE.UU.
Cuando
vine a Majuro, hice una parada de dos noches en Miami. Conocí ahí a algunos
maracuchos, y un tema que ocupa cualquier conversación entre maracuchos en
Miami, es el temor a la migra, y los procedimientos fraudulentos para pedir
asilo político. Sospecho que esos maracuchos sentirían una terrible envidia al
saber que los marshaleses pueden ir a EE.UU. sin el temor de que los deporten.
Pero, en
realidad, aún con esas ventajas, los marshaleses envidiarían más a los
maracuchos, que los maracuchos a los marshaleses. Podemos despotricar todo lo
que queramos contra Venezuela, pero ese país dio buena educación a la clase
media, y así, el inmigrante venezolano promedio llega a EE.UU. con buenas
capacidades para el ascenso social. Además, para bien o para mal, Venezuela es
un país bastante americanizado (sobre todo la clase media, la cual constituye
el grueso de la población migrante venezolana), y eso permite al inmigrante una
adaptación más fluida.
Los inmigrantes
marshaleses, en cambio, no lo tienen tan fácil. Su estado educativo es
deplorable, y cuando llegan a EE.UU., más o menos actúan como el protagonista
de aquel chiste maracucho ofensivo, “más perdido que un guajiro en Nueva York”.
Muchos tienen dificultad en adaptarse a la vida americana, y pretenden que en
Arkansas, la sociedad se rija bajo el sistema de clanes y cacicazgos que
prevalece en las Islas Marshall, con privilegios para los caciques, etc.
Obviamente, los gringos no comen de ese cuento.
En Arkansas, el mayor
empleador de marshaleses es Tyson, una trasnacional procesadora de comida. Como
cabe sospechar, sus trabajos no son los más cotizados. Pero, para muchos
marshaleses, sigue siendo la mejor opción. En las Islas Marshall no hay un gran
futuro, y la esperanza de muchos es ir a probar suerte en EE.UU.
He
preguntado a algunos jóvenes marshaleses americanizados si, en EE.UU., han
sentido discriminación. En líneas generales, responden que no. Quizás, los
marshaleses no sean víctimas del racismo como sí lo son los negros. Pero, yo me
atrevo a pensar más bien que los marshaleses, como inmigrantes recién llegados
más agradecidos con el sistema, juegan menos al chantaje victimista, y en ese
sentido, no se quejan tanto.
Con
todo, las relaciones con los blancos dominantes en EE.UU. pueden ser difíciles.
Un joven marshalés me decía que él se integraba mucho mejor con los negros que
con los blancos en su colegio de EE.UU. La mayoría de los marshaleses, como he
mencionado en otra entrada de este blog, tienen la piel marrón. Algunos podrían
ser fácilmente identificados como negros en EE.UU., pero no todos.
Lo
cierto es que, desde un punto de vista genético, los marshaleses, y los isleños
del Pacífico en general, están muy, muy lejos de los africanos. Tienen más
cercanía genética con los europeos y los asiáticos. Pero, puesto que en la
construcción social de las razas, lo visible es el color de la piel y algunos
otros rasos, es inevitable que, a la hora de hacer las clasificaciones
superficiales de las divisiones raciales, los isleños del Pacífico sean
aglutinados con los negros de origen africano.
En
Melanesia, esto es especialmente cierto, pues ahí, los nativos sí tienen un
mayor parecido con los africanos (no en vano, Papúa Nueva Guinea se llama así,
porque el primer europeo en llegar, Íñigo Ortiz de Retez, pensó que los nativos
eran como los de Guinea). Y, las condiciones de opresión pueden hacer que gente
que bajo una clasificación científica pertenezcan a grupos muy distantes entre
sí, terminen por sentirse parte de un mismo grupo.
Así
ocurrió, por ejemplo, con el interesantísimo caso de los cultos del cargo, en
Melanesia. En la isla de Tanna, en el actual Vanuatu, las tropas
norteamericanas llegaron masivamente en su campaña militar contra Japón durante
la Segunda Guerra Mundial. Los nativos de esa isla estaban hastiados del
control y la opresión por parte de los misioneros europeos blancos. Pero,
cuando llegaron los norteamericanos, los nativos se sorprendieron al ver
soldados negros que no eran oprimidos por los blancos.
Estos
soldados (blancos y negros) resultaron ser bastante caritativos con los
nativos, pues a cambio de algunas labores, les empezaron a entregar provisiones
que llegaban masivamente (comida enlatada, radios, jeeps, etc.). Estos
productos maravillaban a los nativos. Pero, al terminar la guerra, los gringos
se fueron y se llevaron esas provisiones.
Los
nativos, entristecidos, cultivaron la esperanza de que los aviones con
cargamento volverían. Y así, surgió la expectativa mesiánica en torno a un tal
John Frum. Se conformó la creencia religiosa de que este tal John Frum era un soldado
negro que emergería de un volcán en la isla, y daría a los negros de Tanna
todas las provisiones que los gringos se habían llevado.
Por
supuesto, ese mesías negro no llegaba. Pero entonces, en vez de sentarse a
esperar, los nativos pensaron que, si ellos hacían todo lo que los gringos
hacían justo antes de que llegaran los cargamentos, los aviones con todas esas
delicias llegarían. Así pues, los nativos empezaron a construir pistas de
aterrizaje, torres de control, y aviones con cañas de bambú. Diseñaban rifles
de madera, se pintaban una cruz roja en el pecho (en imitación de los médicos
americanos que había durante la campaña militar), y hacían desfiles militares
como los soldados americanos, con la esperanza de que llegaran los aviones.
Hasta el día de hoy, estos rituales persisten en Tanna.
Llevo
años estudiando muchas manifestaciones religiosas. Debo decir que este culto,
hoy conocido como el “culto del cargo” entre antropólogos, es de los fenómenos
religiosos más interesantes que me he encontrado. Pues, el “culto del cargo”
coloca en evidencia una tendencia psicológica que todos los seres humanos
tenemos: el confundir las causas con las consecuencias.
Los
nativos de Tanna creían que la causa de la llegada de los aviones con
cargamento era la construcción de torres de control, pistas, desfiles
militares, etc. Y así, ellos creían que si hacían lo mismo, también llegaría
John Frum con el cargamento. Obviamente estaban equivocados: los pobres nativos,
al no comprender bien las relaciones de causalidad, creían que con repetir algunos
actos circunstanciales, podrían conseguir lo mismo que tenían los americanos.
Toda
esto también es propicio para recalcar una idea que he tenido en mi mente desde
que llegué a las Islas Marshall: la historia del colonialismo es mucho más
compleja de lo que los chavistas y otros progres nos quieren hacer creer. Sí, los
malvados blancos violaron a muchas indias, esclavizaron a los negros, y se
llevaron el oro. Pero, también trajeron muchas cosas que a los nativos, tanto
de América como del Pacífico, les fascinaba. Si los nativos de Tanna
desarrollaron un culto en torno a los cargamentos que traían los aviones
gringos, ha de ser porque esos bienes de consumo resultaban ser muy atractivos.
Sospecho
que algún progre como Marcuse diría que a los nativos les hicieron un gran daño
con eso: el consumismo los alienó. Pero, yo honraría mucho más la propia
opinión de los nativos. Para ellos, la llegada de los productos de consumo
masivo no es ninguna catástrofe; si ellos dicen estar contentos con el chicle,
los radios y los jeeps, debemos creerles y respetar su preferencia.
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