miércoles, 21 de septiembre de 2016

Marshaleses en EE.UU., y el culto de cargo

            El nivel de dominio del inglés entre los marshaleses varía. Como cabría esperar, los miembros de los estratos más bajos de la sociedad marshalesa no lo dominan. Pero, en líneas generales, cualquier anglófono puede bandearse en Majuro hablando en inglés, pues incluso en el barrio más miserable, existe la noción más rudimentaria de esa lengua.
            Por otra parte, hay una considerable minoría de marshaleses bastante americanizados, con un absoluto dominio (al menos oral) de la lengua inglesa. Las Islas Marshall tienen 50.000 habitantes, pero se calcula que en EE.UU. hay cerca de 25.000 ciudadanos de origen marshalés.

            Hace veinte años, un marshalés llegó al estado de Arkansas, y le fue bien. Se llevó a su familia, luego llegaron amigos, luego amigos de amigos, y así, hoy, el estado de Arkansas es el que más población marshalesa tiene en EE.UU, posiblemente unos 6000. Hay algunos otros en Hawaii, Oklahoma y Oregon. Como parte de los acuerdos de independencia, los marshaleses no necesitan visa especial para viajar o trabajar en EE.UU.
            Cuando vine a Majuro, hice una parada de dos noches en Miami. Conocí ahí a algunos maracuchos, y un tema que ocupa cualquier conversación entre maracuchos en Miami, es el temor a la migra, y los procedimientos fraudulentos para pedir asilo político. Sospecho que esos maracuchos sentirían una terrible envidia al saber que los marshaleses pueden ir a EE.UU. sin el temor de que los deporten.
            Pero, en realidad, aún con esas ventajas, los marshaleses envidiarían más a los maracuchos, que los maracuchos a los marshaleses. Podemos despotricar todo lo que queramos contra Venezuela, pero ese país dio buena educación a la clase media, y así, el inmigrante venezolano promedio llega a EE.UU. con buenas capacidades para el ascenso social. Además, para bien o para mal, Venezuela es un país bastante americanizado (sobre todo la clase media, la cual constituye el grueso de la población migrante venezolana), y eso permite al inmigrante una adaptación más fluida.
            Los inmigrantes marshaleses, en cambio, no lo tienen tan fácil. Su estado educativo es deplorable, y cuando llegan a EE.UU., más o menos actúan como el protagonista de aquel chiste maracucho ofensivo, “más perdido que un guajiro en Nueva York”. Muchos tienen dificultad en adaptarse a la vida americana, y pretenden que en Arkansas, la sociedad se rija bajo el sistema de clanes y cacicazgos que prevalece en las Islas Marshall, con privilegios para los caciques, etc. Obviamente, los gringos no comen de ese cuento.
En Arkansas, el mayor empleador de marshaleses es Tyson, una trasnacional procesadora de comida. Como cabe sospechar, sus trabajos no son los más cotizados. Pero, para muchos marshaleses, sigue siendo la mejor opción. En las Islas Marshall no hay un gran futuro, y la esperanza de muchos es ir a probar suerte en EE.UU.
            He preguntado a algunos jóvenes marshaleses americanizados si, en EE.UU., han sentido discriminación. En líneas generales, responden que no. Quizás, los marshaleses no sean víctimas del racismo como sí lo son los negros. Pero, yo me atrevo a pensar más bien que los marshaleses, como inmigrantes recién llegados más agradecidos con el sistema, juegan menos al chantaje victimista, y en ese sentido, no se quejan tanto.
            Con todo, las relaciones con los blancos dominantes en EE.UU. pueden ser difíciles. Un joven marshalés me decía que él se integraba mucho mejor con los negros que con los blancos en su colegio de EE.UU. La mayoría de los marshaleses, como he mencionado en otra entrada de este blog, tienen la piel marrón. Algunos podrían ser fácilmente identificados como negros en EE.UU., pero no todos.
            Lo cierto es que, desde un punto de vista genético, los marshaleses, y los isleños del Pacífico en general, están muy, muy lejos de los africanos. Tienen más cercanía genética con los europeos y los asiáticos. Pero, puesto que en la construcción social de las razas, lo visible es el color de la piel y algunos otros rasos, es inevitable que, a la hora de hacer las clasificaciones superficiales de las divisiones raciales, los isleños del Pacífico sean aglutinados con los negros de origen africano.
            En Melanesia, esto es especialmente cierto, pues ahí, los nativos sí tienen un mayor parecido con los africanos (no en vano, Papúa Nueva Guinea se llama así, porque el primer europeo en llegar, Íñigo Ortiz de Retez, pensó que los nativos eran como los de Guinea). Y, las condiciones de opresión pueden hacer que gente que bajo una clasificación científica pertenezcan a grupos muy distantes entre sí, terminen por sentirse parte de un mismo grupo.
            Así ocurrió, por ejemplo, con el interesantísimo caso de los cultos del cargo, en Melanesia. En la isla de Tanna, en el actual Vanuatu, las tropas norteamericanas llegaron masivamente en su campaña militar contra Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Los nativos de esa isla estaban hastiados del control y la opresión por parte de los misioneros europeos blancos. Pero, cuando llegaron los norteamericanos, los nativos se sorprendieron al ver soldados negros que no eran oprimidos por los blancos.
            Estos soldados (blancos y negros) resultaron ser bastante caritativos con los nativos, pues a cambio de algunas labores, les empezaron a entregar provisiones que llegaban masivamente (comida enlatada, radios, jeeps, etc.). Estos productos maravillaban a los nativos. Pero, al terminar la guerra, los gringos se fueron y se llevaron esas provisiones.
            Los nativos, entristecidos, cultivaron la esperanza de que los aviones con cargamento volverían. Y así, surgió la expectativa mesiánica en torno a un tal John Frum. Se conformó la creencia religiosa de que este tal John Frum era un soldado negro que emergería de un volcán en la isla, y daría a los negros de Tanna todas las provisiones que los gringos se habían llevado.
            Por supuesto, ese mesías negro no llegaba. Pero entonces, en vez de sentarse a esperar, los nativos pensaron que, si ellos hacían todo lo que los gringos hacían justo antes de que llegaran los cargamentos, los aviones con todas esas delicias llegarían. Así pues, los nativos empezaron a construir pistas de aterrizaje, torres de control, y aviones con cañas de bambú. Diseñaban rifles de madera, se pintaban una cruz roja en el pecho (en imitación de los médicos americanos que había durante la campaña militar), y hacían desfiles militares como los soldados americanos, con la esperanza de que llegaran los aviones. Hasta el día de hoy, estos rituales persisten en Tanna.
            Llevo años estudiando muchas manifestaciones religiosas. Debo decir que este culto, hoy conocido como el “culto del cargo” entre antropólogos, es de los fenómenos religiosos más interesantes que me he encontrado. Pues, el “culto del cargo” coloca en evidencia una tendencia psicológica que todos los seres humanos tenemos: el confundir las causas con las consecuencias.
            Los nativos de Tanna creían que la causa de la llegada de los aviones con cargamento era la construcción de torres de control, pistas, desfiles militares, etc. Y así, ellos creían que si hacían lo mismo, también llegaría John Frum con el cargamento. Obviamente estaban equivocados: los pobres nativos, al no comprender bien las relaciones de causalidad, creían que con repetir algunos actos circunstanciales, podrían conseguir lo mismo que tenían los americanos.

            Toda esto también es propicio para recalcar una idea que he tenido en mi mente desde que llegué a las Islas Marshall: la historia del colonialismo es mucho más compleja de lo que los chavistas y otros progres nos quieren hacer creer. Sí, los malvados blancos violaron a muchas indias, esclavizaron a los negros, y se llevaron el oro. Pero, también trajeron muchas cosas que a los nativos, tanto de América como del Pacífico, les fascinaba. Si los nativos de Tanna desarrollaron un culto en torno a los cargamentos que traían los aviones gringos, ha de ser porque esos bienes de consumo resultaban ser muy atractivos.
            Sospecho que algún progre como Marcuse diría que a los nativos les hicieron un gran daño con eso: el consumismo los alienó. Pero, yo honraría mucho más la propia opinión de los nativos. Para ellos, la llegada de los productos de consumo masivo no es ninguna catástrofe; si ellos dicen estar contentos con el chicle, los radios y los jeeps, debemos creerles y respetar su preferencia.


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