sábado, 17 de septiembre de 2016

Mi visita a Laura

            Antes de venir a las Islas Marshall, había leído que una atracción turística es Laura, una playa ubicada en el atolón de Majuro, a 40 km de la capital. Supuse que ese lugar sería algo así como Benidorm (un famoso balneario en España), así que planteé a varios colegas extranjeros ir en grupo hasta allá. Algunos me dijeron que sí estaban interesados, pero cuando les pedía que precisáramos detalles, siempre lo postergaban. Al cabo de algunas semanas, decidí ir por cuenta propia, un sábado en la mañana.
            La noche anterior, me había reunido a beber cervezas con algunos de esos colegas. Uno de ellos, un gringo autoproclamado “socialista demócrata” (¿es tal cosa posible?) se trajo a su perra pitbull desde EE.UU. Este gringo se llevó a su perra al bar (al aire libre) donde servían las cervezas, y la noche transcurrió placenteramente. Pero, un mesonero se acercó a decirle a mi amigo que la perra estaba molestando a algunos clientes. Mi amigo se levantó a buscar a su perra, pero mientras lo hacía, unos marshaleses sentados en otra mesa, empezaron a vociferar agresivamente diciendo que esa perra era muy molestosa.

            Mi amigo se ofendió, y les preguntó en tono desafiante cuál era exactamente la molestia. Como suele ocurrir en ocasiones como ésta, hubo una escalada. Se intercambiaron insultos, se abofetearon, y la seguridad del bar tuvo que intervenir. En las Islas Marshall hay varios intentos por erradicar el consumo de alcohol. Estas medidas siempre me han parecido tonterías. Pero, entiendo la preocupación de las autoridades marshalesas, pues en efecto, el alcohol eleva los ánimos.
            Pero, en este conato de pelea, el alcohol no era el único factor relevante. Uno de los tipos que se enfrascó en la pelea con mi amigo, era un cacique marshalés. Y a medida que intercambiaba insultos, continuamente decía que él estaba muy orgulloso de luchar por su país, y que no iba a permitir que unos extranjeros vinieran a este país a violar sus normas. Recuerda un poco al venezolano que odia al español por lo que hizo Colón hace 500 años.
En líneas generales, me he encontrado que la mayoría de los marshaleses tienen simpatía por los norteamericanos, y no hay mucho complejo tercermundista. Pero, sospecho que cuando se trata de caciques, las cosas son distintas. Pues, estos caciques muchas veces dependen del orgullo nacionalista para poder mantener su autoridad tribal.
            En fin, el drama de las pruebas nucleares en Bikini, el uso de la base militar norteamericana en Kwajalein, y la amenaza del calentamiento global, salió a relucir en esta pelea como un microcosmos de las relaciones entre colonizadores y colonizados. Mi amigo gringo, que se considera muy progre, no tuvo reparos en insultar al marshalés, y se pasó por el forro la sensibilidad postcolonial que siempre predica. Su perra era más importante.

            La mañana siguiente, fui a Laura. Me aseguré de ir en los taxis que toman los marshaleses, bastante más baratos que los taxis que toman los extranjeros. Tras una hora de viaje, finalmente llegué a mi destino. Cuando me bajé del taxi, no estaba seguro so yo estaba en el lugar correcto, pues ahí no había nada turístico. Había visto algunos letreros anunciando la aldea de Laura, pero supuse que la atracción turística estaría más adelante. Empecé a caminar, pero pronto me di cuenta de que lo único visible es una pequeña aldea, con sus habituales ranchos de lata.
            Cuando llegué al final de la aldea, comprendí que en Laura, no hay nada, absolutamente nada, turístico. Sólo ubiqué un restaurante, y me acerqué a pedir el menú. La dueña del lugar me dijo que eso ya no era un restaurante, así que me marché. Pero, justo cuando ya me estaba yendo, la señora me dijo que ella podía cocinarme algo. Le pregunté si tenía pescado; me respondió que sólo pollo frito. No me apeteció.
            Los marshaleses son isleños que comen poco pescado. En cambio, adoran el cerdo. En el Pacífico en general, el cerdo tiene mucha prominencia. No en vano, en El señor de las moscas William Golding incorporó notablemente el simbolismo del cerdo cuando narró la historia de unos niños ingleses que naufragan en una isla del Pacífico. Pensé mucho en esta novela, cuando en Laura vi a un niño perseguir un cerdo negro enorme que corría por la aldea.
            Luego de ese recorrido por la aldea buscando atracciones turísticas, decidí quedarme en la playa. En Majuro, prácticamente no hay playa, porque todas están contaminadas con basura y chatarra en la orilla. Laura también tiene basura en las orillas, pero a menor escala. Y, eso hace que la playa de Laura sea muy agradable. Son playas coralinas, de forma tal que siempre hay que usar sandalias. El agua es muy cristalina, calmada y caliente, y pueden verse pececitos pasar justo al lado. Pude relajarme y disfrutar muy placenteramente. La única nota discordante era que, en el lugar de la playa donde yo me estaba bañando, había una iglesia. No había congregación (era un sábado en la mañana), pero colocaban una cancioncita empalagosa una y otra vez. La canción era en marshalés, pero sospecho que eran alabanzas a Dios con los típicos clichés.
            Al final, comprendí que el atractivo turístico de Laura es, precisamente, la ausencia de turistas y de infraestructura. Gauguin, Melville, y tantos otros europeos que vinieron a las islas del Pacífico durante todo el siglo XIX e inicios del siglo XX, buscaban alejarse de la civilización. En América, los primeros europeos llegaron conquistando y matando desde el mismo momento en que se bajaron de los barcos. En el Pacífico, las cosas fueron distintas. Acá los nativos sufrieron, pero más por la acción de los microbios que por las armas. Los primeros europeos que se establecieron en estas islas eran beachcombers (buscadores de playa) que querían vivir tranquilamente escuchando las olas del mar.


            Hay mucho misticismo en torno a esto. Gauguin quiso presentarse a sí mismo como una suerte de proto-hippie que encontró en Polinesia un paraíso terrenal, pero en realidad, sus biógrafos destacan que su estadía en la Polinesia francesa no fue nada idílica, y que en sus cuadros y descripciones de su viaje, representó un mundo que no existía. Lo mismo que los críticos de Gauguin, yo sospecho mucho de esos supuestos paraísos. Pero, sí debo confesar que, durante las dos o tres horas que estuve en la playa de Laura, así como la contemplación de sus campos verdes en la aldea, evocaron en mí una sensación muy agradable. Pero, insisto: sólo dos o tres horas. Ya a la cuarta hora, quería regresar a Majuro a bañarme con agua dulce, y prender el aire acondicionado para huir del calor abrasante. Yo no me lamento de vivir en civilización.

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