Antes de venir a las
Islas Marshall, había leído que una atracción turística es Laura, una playa
ubicada en el atolón de Majuro, a 40 km de la capital. Supuse que ese lugar
sería algo así como Benidorm (un famoso balneario en España), así que planteé a
varios colegas extranjeros ir en grupo hasta allá. Algunos me dijeron que sí
estaban interesados, pero cuando les pedía que precisáramos detalles, siempre
lo postergaban. Al cabo de algunas semanas, decidí ir por cuenta propia, un
sábado en la mañana.
La noche anterior, me había reunido a beber cervezas con
algunos de esos colegas. Uno de ellos, un gringo autoproclamado “socialista
demócrata” (¿es tal cosa posible?) se trajo a su perra pitbull desde EE.UU.
Este gringo se llevó a su perra al bar (al aire libre) donde servían las cervezas,
y la noche transcurrió placenteramente. Pero, un mesonero se acercó a decirle a
mi amigo que la perra estaba molestando a algunos clientes. Mi amigo se levantó
a buscar a su perra, pero mientras lo hacía, unos marshaleses sentados en otra
mesa, empezaron a vociferar agresivamente diciendo que esa perra era muy
molestosa.
Mi amigo se ofendió, y les preguntó en tono desafiante
cuál era exactamente la molestia. Como suele ocurrir en ocasiones como ésta,
hubo una escalada. Se intercambiaron insultos, se abofetearon, y la seguridad
del bar tuvo que intervenir. En las Islas Marshall hay varios intentos por
erradicar el consumo de alcohol. Estas medidas siempre me han parecido
tonterías. Pero, entiendo la preocupación de las autoridades marshalesas, pues en
efecto, el alcohol eleva los ánimos.
Pero, en este conato de pelea, el alcohol no era el único
factor relevante. Uno de los tipos que se enfrascó en la pelea con mi amigo,
era un cacique marshalés. Y a medida que intercambiaba insultos, continuamente decía
que él estaba muy orgulloso de luchar por su país, y que no iba a permitir que
unos extranjeros vinieran a este país a violar sus normas. Recuerda un poco al
venezolano que odia al español por lo que hizo Colón hace 500 años.
En líneas generales, me he encontrado que la mayoría de los marshaleses tienen
simpatía por los norteamericanos, y no hay mucho complejo tercermundista. Pero,
sospecho que cuando se trata de caciques, las cosas son distintas. Pues, estos
caciques muchas veces dependen del orgullo nacionalista para poder mantener su
autoridad tribal.
En fin, el drama de las pruebas nucleares en Bikini, el
uso de la base militar norteamericana en Kwajalein, y la amenaza del
calentamiento global, salió a relucir en esta pelea como un microcosmos de las
relaciones entre colonizadores y colonizados. Mi amigo gringo, que se considera
muy progre, no tuvo reparos en insultar al marshalés, y se pasó por el forro la
sensibilidad postcolonial que siempre predica. Su perra era más importante.
La mañana siguiente, fui a Laura. Me aseguré de ir en los
taxis que toman los marshaleses, bastante más baratos que los taxis que toman
los extranjeros. Tras una hora de viaje, finalmente llegué a mi destino. Cuando
me bajé del taxi, no estaba seguro so yo estaba en el lugar correcto, pues ahí
no había nada turístico. Había visto algunos letreros anunciando la aldea de
Laura, pero supuse que la atracción turística estaría más adelante. Empecé a
caminar, pero pronto me di cuenta de que lo único visible es una pequeña aldea,
con sus habituales ranchos de lata.
Cuando llegué al final de la aldea, comprendí que en
Laura, no hay nada, absolutamente nada, turístico. Sólo ubiqué un restaurante,
y me acerqué a pedir el menú. La dueña del lugar me dijo que eso ya no era un
restaurante, así que me marché. Pero, justo cuando ya me estaba yendo, la
señora me dijo que ella podía cocinarme algo. Le pregunté si tenía pescado; me
respondió que sólo pollo frito. No me apeteció.
Los marshaleses son isleños que comen poco pescado. En
cambio, adoran el cerdo. En el Pacífico en general, el cerdo tiene mucha
prominencia. No en vano, en El señor de
las moscas William Golding incorporó notablemente el simbolismo del cerdo
cuando narró la historia de unos niños ingleses que naufragan en una isla del
Pacífico. Pensé mucho en esta novela, cuando en Laura vi a un niño perseguir un
cerdo negro enorme que corría por la aldea.
Luego de ese recorrido por la aldea buscando atracciones
turísticas, decidí quedarme en la playa. En Majuro, prácticamente no hay playa,
porque todas están contaminadas con basura y chatarra en la orilla. Laura
también tiene basura en las orillas, pero a menor escala. Y, eso hace que la
playa de Laura sea muy agradable. Son playas coralinas, de forma tal que siempre
hay que usar sandalias. El agua es muy cristalina, calmada y caliente, y pueden
verse pececitos pasar justo al lado. Pude relajarme y disfrutar muy
placenteramente. La única nota discordante era que, en el lugar de la playa
donde yo me estaba bañando, había una iglesia. No había congregación (era un
sábado en la mañana), pero colocaban una cancioncita empalagosa una y otra vez.
La canción era en marshalés, pero sospecho que eran alabanzas a Dios con los
típicos clichés.
Al final, comprendí que el atractivo turístico de Laura es,
precisamente, la ausencia de turistas y de infraestructura. Gauguin, Melville,
y tantos otros europeos que vinieron a las islas del Pacífico durante todo el
siglo XIX e inicios del siglo XX, buscaban alejarse de la civilización. En
América, los primeros europeos llegaron conquistando y matando desde el mismo
momento en que se bajaron de los barcos. En el Pacífico, las cosas fueron
distintas. Acá los nativos sufrieron, pero más por la acción de los microbios
que por las armas. Los primeros europeos que se establecieron en estas islas
eran beachcombers (buscadores de
playa) que querían vivir tranquilamente escuchando las olas del mar.
Hay mucho misticismo en torno a esto. Gauguin quiso
presentarse a sí mismo como una suerte de proto-hippie que encontró en
Polinesia un paraíso terrenal, pero en realidad, sus biógrafos destacan que su
estadía en la Polinesia francesa no fue nada idílica, y que en sus cuadros y
descripciones de su viaje, representó un mundo que no existía. Lo mismo que los
críticos de Gauguin, yo sospecho mucho de esos supuestos paraísos. Pero, sí
debo confesar que, durante las dos o tres horas que estuve en la playa de
Laura, así como la contemplación de sus campos verdes en la aldea, evocaron en
mí una sensación muy agradable. Pero, insisto: sólo dos o tres horas. Ya a la
cuarta hora, quería regresar a Majuro a bañarme con agua dulce, y prender el
aire acondicionado para huir del calor abrasante. Yo no me lamento de vivir en
civilización.
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