Cuando me planteé venir a las Islas Marshall, el acceso
al internet sería un aspecto fundamental. Puedo ir al culo del mundo, pero si
hay buen wifi para poder hablar con mi familia a diario, el resto es pan
comido. Cuando hablé con los amigos marshaleses desde Maracaibo, ellos me
aseguraron que el internet sería bueno, porque está basado en fibra óptica.
Acostumbrado a la mierda que es el internet venezolano, yo estaba brincando de
la alegría con esa noticia.
Además, me agregó el
marshalés, cuando en la isla se va la electricidad, el internet se mantiene. En
aquel momento, los maracuchos estábamos atravesando cuatro horas de
racionamiento eléctrico diario, y yo había pensado en mi estadía en las
Marshall como una forma de descansar de semejantes suplicios. Pero, al escuchar
que en las Islas Marshall también hay cortes eléctricos, ya no estaba tan
contento. A decir verdad, sólo he vivido un pestañazo muy breve de electricidad
durante mi estadía en Majuro. Que yo sepa, los marshaleses no culpan a ninguna
iguana o a la CIA por esos infortunios, a diferencia de los chavistas.
Mi primera semana en
Majuro, me levantaba muy temprano en la mañana y caminaba tres kilómetros para
estar en la zona del wifi, y hablar con mi esposa, mis hijas y mis padres. Hay
la posibilidad de instalar internet en las casas, pero es carísimo. Los
maracuchos hablamos pestes de ABA y CANTV, pero francamente, no tenemos mucho
derecho a quejarnos, pues con el enorme subsidio que reciben esos servicios, se
trata prácticamente de un regalo. Con todo, yo prefiero disfrutar de un buen
servicio caro, que recibir regalado una porquería. Me gusta más el capitalismo
que el comunismo.
Estando en las Islas
Marshall, he venido a comprender mucho mejor la necesidad del apego en las
relaciones humanas, y por qué estoy dispuesto a caminar varios kilómetros
diariamente para buscar señal wifi. Esa comprensión no sólo viene del hecho de
que, ahora que estoy solo, necesito el contacto, sino también de mi experiencia
académica en Majuro. Me han asignado enseñar un curso de psicología. Mi mamá es
psicólogo clínica, y a ella se le metió en la cabeza la idea de que yo también
ejerciera su profesión (hasta cierto punto, su verdadera obsesión era que
alguien utilizara su consultorio). Pero, a la vez, mi misma madre me ha dicho
que yo tengo rasgos esquizoides (es inevitable para un psicólogo clínico
ofrecer diagnósticos cuando nadie se los ha pedido), de forma tal que,
francamente, no creo que pueda triunfar en una profesión en la que hay que ser
el paño de lágrimas de los demás. Suficiente tengo con mis problemas como para
estar escuchando los de los demás. Soy cerrero, y ya estoy muy viejo para
cambiar.
Más aún, desde mi
infancia he oído de mi madre y sus colegas decir cosas que a mí me parecen muy
extrañas. ¿Un niño de tres años deseoso de matar a su padre y follar con su
madre? ¿Una niña envidiosa del pene de su hermano? ¡Vaya timo! Por todos estos
cuentos fantasiosos, vine a desarrollar alguna animadversión hacia la
disciplina de la psicología. Además, al menos tal como la enseñan en Maracaibo,
mi imagen de la psicología es una pandilla de muchachas colocando globitos en
la pared para sus dinámicas de grupo. No gracias, no me interesa participar en
estas cosas.
Yo vine a las Islas
Marshall creyendo que hablaría de filosofía, historia o sociología, o de cosas
que realmente me gustan. Mi sorpresa desagradable fue cuando, justo antes de
venir, me dijeron que enseñaría psicología. Pero, a lo hecho, pecho. Ya no
había vuelta atrás. Así pues, tuve que empezar a leer textos de psicología.
En esos textos, me
encontré con las tonterías que esperaba: los habituales disparates de Freud,
Jung y Lacan. No me molestaría si sus libros desaparecieran de la faz de la
Tierra. Pero, en medio de tanto monte, sí es posible encontrar el orégano. Y,
estando en las Islas Marshall, he venido a descubrir algunos psicólogos que sí
dicen cosas muy interesantes.
Uno de ellos es Harry
Harlow. Freud había dicho que los niños se apegan a quienes les suplen comida.
Esto es también una idea propia del conductismo: la rata de Skinner aprieta la
palanca, siempre y cuando reciba comida. Pero, Harlow diseñó un experimento
para refutar esa idea. Separó a un macaco recién nacido de su madre, y le dio
la opción de interactuar con dos títeres, como si fueran su madre. Un títere
ofrecía comida, y estaba hecho de alambres. El otro títere estaba hecho de
pelaje y parecía más una mona, pero no ofrecía comida. Bajo la teoría de Freud
y los conductistas, el monito preferiría a la madre de alambre. Pero, en el
experimento de Harlow, el monito prefería a la madre con pelaje.
Lo que el experimento
demostraba, decía Harlow, es la necesidad humana del apego, muy por encima de
la alimentación. Y esto me ha ayudado a entender mejor las cosas de mi propia
vida. Venezuela atraviesa una profunda crisis, y mucha gente se está planteando
emigrar. Precisamente esta circunstancia me ha traído a las Islas Marshall.
Pero, para mucha gente, ir al culo del mundo a ganar un poco más de dinero, no
es suficiente satisfacción. El apego de los familiares pesa mucho más. Mucha
gente se ha sorprendido de que yo aún me quede en Venezuela, si a ese país ya
se lo llevó el coño. Me preguntan por qué no busco pastos más verdes. Supongo
que, en parte, mi esposa y yo somos como el monito de Harlow: podremos pasar
hambre, pero queremos sentir el pelaje de los padres.
Sospecho que, el experimento de Harlow también
explica algunas cosas de la política. Chávez llevó a Venezuela a la ruina. ¿Por
qué hay gente que sigue celebrando su cumpleaños y tatuándose su firma? No es,
obviamente, porque Chávez les diera de comer. No podría ser más elocuente la
patética frase, “con hambre y desempleo, con Chávez me resteo”. La popularidad
de Chávez estaba en su capacidad para generar apego. Para muchos, llegó a ser
el padre que sustituye al borracho ludópata que abandonó a la madre en el
barrio. Era el tipo simpático que, como el títere de pelaje, mantiene contento
al monito, aun pasando hambre.
Tengo la sospecha de
que en las Islas Marshall sucede algo parecido. Hay mucha pobreza en este país,
y francamente, no tiene la suficiente vialidad como para ser un Estado
plenamente funcional. Les iría mucho mejor si hubiesen seguido siendo una
colonia gringa, y eventualmente, solicitar anexión a EE.UU. como territorio. A
Hawaii no le ha ido mal (a pesar de que, como comenté en otro lugar de este
blog, a los hawaianos se les impuso el estatuto sin consultarles), y mucha
gente en Guam se plantea la posibilidad de ser el estado 51. Pero, sospecho
que, aun con sus desventajas económicas, a los marshaleses les ha picado el
gusano nacionalista. No he visto en Majuro los patrioteros que se ven en
Venezuela. Pero, sí hay un cierto orgullo nacional generalizado que les hace
creer que la independencia fue la mejor opción. Pasarán hambre, pero la bandera
es su títere con pelaje.
En fin,
mi estadía en Majuro me ha permitido venir a apreciar la teoría psicológica del
apego. Pero, ni tan calvo, ni con dos pelucas. En Maracaibo, he conocido a
padres que quieren llevar a extremos ridículos esta teoría, y han tratado de
venderme la idea de la “crianza con apego”. Bajo esta teoría, hay que permitir
que los niños de pasen a la cama de los padres, no hay que regañarlos nunca, y
otras cosas por el estilo. Es decir, hay que “mamearlos”, y generar monstruos
malcriados. No creo en ese cuento. Un castigo en el momento necesario, puede
salvar la patria.
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