¿Cómo se
prepara uno para ir al culo del mundo? Pues muy sencillo: cuidando el culo, no
del mundo, sino el propio. No temo a los violadores marshaleses (lo único
paradisíaco que tiene las Islas Marshall es que, acá, no hay crimen), así que,
en ese sentido, mi culo está a salvo. Pero, la diarrea sí puede acabar con el
culo de cualquier viajero.
En
algunos aspectos, yo soy hipocondríaco. Pero, cuando se trata de males
digestivos, sí asumo el rol de Superman, y me creo invencible. En Maracaibo, mi
esposa me advirtió que tuviera mucho cuidado con las comidas, y me empaquetó
varios remedios para la diarrea. Mi madre, con sus inclinaciones obsesivas,
también desde Francia me insistía una y otra vez que me llevara medicinas
digestivas.
Tanto mi
esposa como mi madre me llegaron a fastidiar con tanta insistencia. Me traje
medicinas digestivas, pero sólo para seguirles la corriente. ¡Gracias al
Altísimo que les seguí la corriente! Pues, ocurrió lo inevitable: la diarrea
casi acaba con mi culo.
Seguir
el consejo de mi esposa es una empresa fútil. ¿Viajar a un país tan lejano, y no
probar las comidas locales? Cuando estuve en India, me atiburré de curri. Sabía
que tarde o temprano el condimento me castigaría, pero ir a la India, y no
comer las delicias del curri, es prácticamente un crimen. La gastronomía
marshalesa no es ni por asomo el manjar que se consigue en India. La comida es
prácticamente como el mismo país: básica y simplona.
De lo
poco que se produce en las Islas Marshall, resaltan el atún, el coco y el frutipán.
Pero, como suele ocurrir en aquello que Immanuel Wallerstein llama el “sistema-mundo”,
los países de la periferia producen buenas cosas para los consumidores de
países dominantes, y los nativos no consumen esos buenos productos. Así pues,
acá casi no hay pescado fresco. Los marshaleses casi no pescan. Sus ancestros
fueron grandes pescadores, pero hoy, los marshaleses son gordos acostumbrados a
recibir comida enlatada que subsidia el gobierno de EE.UU. De las Islas
Marshall se llevan el atún, los gringos lo enlatan, y los marshaleses lo
consumen.
Un día
en un supermercado oí a dos tipos hablar español (me sentí un poco como
Robinson Crusoe cuando descubre una huella humana). Eran un salvadoreño y un
italiano, trabajadores de un barco atunero, que habían desembarcado para ir, en
sus palabras, a un “ladies’ night”
(la prostitución es bastante oculta acá, pero obviamente existe). La industria
atunera es importante, pero a cargo de los grandes barcos.
En todo
caso, de vez en cuando se consiguen buenos platos de pescado fresco, y el
frutipán es agradable. No es sushi o paella, pero puede hacer pasar un buen
rato gastronómico. Pero, en un país tan gravemente afectado por la basura, ¿qué
seguridad hay de que el pescado, y la comida en general, sean seguros? Muy
poca, obviamente, y al final, la profecía de mi esposa y mi madre se cumplió:
mi culo quedó reventado con la diarrea.
¿Cómo
saber qué ocasionó mi diarrea? Francis Bacon, el gran filósofo y científico inglés
del siglo XVI, enseñaba que, para conocer los efectos y las causas, hay que
utilizar un método mediante el cual se va experimentando y desechando
variables. No me propongo ser un científico en el culo del mundo, pero sí traté
de seguir un poco el método de Bacon. Me aseguré de sólo beber agua
embotellada, y de dejar de consumir algunos alimentos, y consumir otros.
Dependiendo de cómo reaccionaba mi estómago, podría concluir más o menos cuál
alimento es el responsable. Por supuesto, Bacon y cualquier científico diría
que hay muchas variables que controlar, y yo no estoy en capacidad de hacer
experimentos controlados en las Islas Marshall. Pero, a través de la
improvisación de este método, llegué a la conclusión de que lo que realmente
jodió mi estómago fueron las naranjas
que consumía a diario.
Las
naranjas de Maracaibo son muy agrias, y en ese sentido, quise aprovechar la
dulzura de las naranjas que se venden en las Islas Marshall. No son producidas acá,
sino en Guam. Parece extraño que una naranja pueda producir diarrea, pero tras
consultar, corroboro que, en efecto, las fibras de la naranja y el exceso de
vitamina C pueden lesionar el aparato digestivo. Quizás, supongo, la variedad
de Guam es distinta al tipo de naranja que yo estoy acostumbrado a comer, y eso
también me pudo lesionar.
En fin,
tuve que estar en reposo por varios días, sin poder hacer gran cosa. Aproveché
para leer un poco sobre la historia de las islas del Pacífico. Y, una de las
cosas que me saltó a los ojos fue el pasado caníbal de algunas de estas islas.
Me invadió la mente la idea de que, quizás, mi diarrea se debía al consumo inadvertido
de carne humana. ¡Qué horror!
A decir verdad,
el canibalismo aparentemente no produce diarrea. De hecho, sabemos que en el
Paleolítico hubo canibalismo, gracias al estudio de heces fosilizadas con
restos humanos. Si la mierda de esos caníbales fuera líquida, no se formaría el
fósil. Pero, eso no implica que el canibalismo esté libre de otros males para
la salud. No muy lejos de las Islas Marshall, en Papúa Nueva Guinea, hace
apenas algunas décadas, una tribu, los fore, desarrollaron la enfermedad del
kuru (un mal neurológico), como consecuencia del canibalismo.
En Micronesia (la
región donde están las Islas Marshall) nunca hubo canibalismo. Pero, para
quienes no conocen los detalles de esta región, es fácil confundir Polinesia,
Melanesia y Micronesia. Y, tanto en Polinesia como en Melanesia, sí hubo
canibalismo. De hecho, fue uno de los grandes estereotipos de la imaginación
occidental, cuando llegaron los primeros exploradores europeos y
norteamericanos a esta región. La imagen de un blanco cocinado en un pote
mientras un negrito con un hueso atravesado en la nariz prepara el zancocho, no es oriunda de África, sino más bien
de Melanesia.
El cliché del
canibalismo en el Pacífico tiene esa versión caricaturesca. Pero, también ha
habido autores más serios que le han dado un giro más interesante. Herman
Melville, por ejemplo, escribió una gran novela, Taipí, sobre dos marineros norteamericanos que llegan a una isla
polinesia donde todo es paradisíaco, pero extrañamente, uno desaparece, y el otro
empieza a sospechar que, en realidad, los amigables polinesios están sirviendo
como carne el cuerpo de su amigo desaparecido. Al final, resulta ser que los
polinesios, en efecto, sí son caníbales.
Melville, y casi
todos los occidentales que visitaban estas islas en el siglo XIX, tenían
consciente o inconscientemente, una mentalidad imperialista. Y así, era fácil
proyectar sobre los nativos cosas morbosas, como el canibalismo. En función de
eso, hubo un antropólogo, William Arens, que llegó a postular que el
canibalismo nunca existió en ninguna parte del mundo, y que en realidad, eran
fantasías colonialistas para degradar a los nativos.
A mi juicio, la
postura de Arens es típica de muchos progres izquierdistas que, en su obsesión
por combatir el colonialismo, terminan defendiendo a los nativos a toda costa.
Ciertamente, en torno al canibalismo hay mucha fantasía, pero la evidencia de
que algunos pueblos lo practicaban, es incuestionable. Quizás en Polinesia
estas costumbres no estuvieron tan extendidas. Pero, Fiji (en Melanesia) fue
por mucho tiempo un reino caníbal. Udre Udre, un jefe de Fiji en el siglo XIX,
llegó a comerse a más de novecientas personas. El canibalismo empezó a
desaparecer en Fiji, en la medida en que Cokabau, un jefe tribal caníbal, se convirtió
al cristianismo y permitió el acceso a los imperialistas británicos en el siglo
XIX.
En América Latina,
gente como Eduardo Galeano ha envenenado la mente de muchos, y han hecho
prosperar la idea de que el colonialismo no trajo absolutamente nada bueno al
Tercer Mundo. En el Pacífico, el colonialismo fue también muy agresivo. Pero,
me llevo la impresión de que, en esta región del mundo, hay mayor apreciación
de la misión civilizadora de los poderes imperiales, y la gente entiende mejor
que no todo lo del colonialismo fue malo. Y, precisamente, una de las cosas
positivas que los misioneros y administradores coloniales hicieron en estas
islas, fue haber erradicado definitivamente el canibalismo.
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