viernes, 23 de septiembre de 2016

Un monstruo simpático, y un país en ruinas

            Un tema muy común en la literatura es el del monstruo que, cuando se le conoce mejor, en realidad es bastante tierno. King Kong, Shrek, la Bestia, y tantos otros, intimidan con su ferocidad, pero a medida que sus historias van avanzando, el lector o espectador termina simpatizando con ellos.
            He tenido una experiencia parecida en las Islas Marshall. A mi llegada, percibí de inmediato las tensiones étnicas entre marshaleses y chinos. Y, para mi desgracia, mis amigos marshaleses me ubicaron en un apartamento, propiedad de un chino. Detesto ese lugar. Es horrorosamente cálido, y el cuarto no tiene ventanas. Prender el aire acondicionado es carísimo. Trato de estar ahí lo menos posible. Y, como extensión de mi odio a ese apartamento, terminé por odiar al chino propietario. Debajo del apartamento, hay un negocio espantoso, también propiedad del chino. Ese negocio es muy parecido a los lugares donde los maracuchos, cuando vamos camino a La Puerta, nos detenemos a comprar queso, y tenemos que ahuyentar la enorme cantidad de moscas que llegan. Con semejante fealdad, mi desprecio por el chino y su negocio es aún mayor.

            Para colmo de males, el lavamanos del baño de mi apartamento se empoza. Fui a comunicárselo al propietario. Para mi sorpresa, el hombre me ofreció una cena, me presentó a algunos de sus amigos, y bebimos té. El interior de su casa está bellamente decorado. Este señor chino no hace el menor esfuerzo en presentar un negocio agradable a su clientela. Pero, cuando se trata de su familia y amigos, tiene buen gusto (aunque, el hombre me insistía en que, en realidad, todo es debido a su mujer). El chino fue muy espléndido conmigo, y me ocurrió con él lo mismo que el espectador siente con Shrek: no es el ogro que yo creía.
            Algunos días atrás, un asesinato conmocionó a Majuro. A una mujer china le cortaron su garganta, aparentemente en un intento por violarla. A medida que conversaba con esos señores chinos, les comenté sobre el asesinato. Uno de los muchachos con quien había entablado conversación, me dijo que la señora era su madre. No hallaba dónde colocar mi cabeza. Sentí una enorme vergüenza, e hice lo posible por cambiar la conversación.
            En ese tipo de asesinatos, la primera persona de quien se sospecha es el marido. Pero, era claro que el marido de la víctima no era culpable, porque en el momento del asesinato, se encontraba en Kiribati haciendo negocios.
            Los chinos están expandiendo sus negocios en toda Micronesia, y en poco tiempo, se adueñarán de esta región sin disparar ni un solo rifle. En mis momentos de odio al chino propietario del apartamento, desprecié muchas cosas de él, pero jamás dudé de su disciplina y tesón. Lamentablemente, los micronesios, quienes por lo general son más agradables y simpáticos, no tienen esa virtud. Es inevitable que los chinos los terminen dominando. Los chinos trabajan de sol a sol. Los micronesios son gordos que no se mueven de sus sillas.
            Quizás soy un cerdo por repetir estos estereotipos tan burdos. Pero, al considerar un país como Nauru, me resulta inevitable formarme esta opinión. Nauru, un país diminuto (mucho más pequeño que las Islas Marshall), consiste de una sola isla, de aproximadamente 25 kilómetros cuadrados. Los japoneses la tomaron, y como fue costumbre, maltrataron horriblemente a la población. Tras la derrota japonesa, Nauru pasó a ser administrada un tiempo por Australia, y luego obtuvo su independencia.
            Como muchos otros paisitos del Pacífico, cabría esperar que Nauru terminaría por ser muy pobre. Pero, no fue así. Se descubrió fosfato, y las compañías mineras empezaron su explotación. Aquello no fue la típica depredación del pasado colonialista. Nauru recibió una enorme riqueza, al punto de que se convirtió en el país con la renta per cápita más alta del mundo.
            ¿Dónde está esa riqueza? Se esfumó por completo. Los políticos corruptos se embolsillaron una parte. Otra parte, se invirtió en otros países catastróficamente, y se perdió. Y, aún otra parte, se gastó en proyectos absurdos, como por ejemplo, una aerolínea nacional que sólo servía para llevar a los nuevos ricos de Nauru a Australia y otros países del Pacífico, en aviones casi siempre vacíos.
            Los nauruanos empezaron a consumir a lo bestia, y llegaron a convertirse en el país más obeso del mundo (tienen ese dudoso honor hasta el día de hoy). Mientras hubo fosfato, la fiesta fue divertida. Pero, el fosfato ya se acabó, y ahora, Nauru debe conformarse con hacer contratitos con Australia, sirviendo como centro de refugiados de gente desesperada que llega a las costas australianas. Los nauruanos invirtieron en banquetes, pero no en hospitales y escuelas. Cuando el fosfato se acabó, aún les quedó el gusto por el buen comer, y a pesar de que son ahora un país muy empobrecido, sus hábitos alimenticios persisten. Consumen muchas calorías, pero no tienen hospitales básicos para tratar las enfermedades que están asociadas con la obesidad.

            Es fácil señalar con el dedo juzgador a Nauru. Pero, en realidad, ellos son víctimas de aquello que Michael Ross llama “la maldición del petróleo”. Nosotros los criollos, gracias a Pérez Alfonso, sabemos que el petróleo es el excremento del diablo. Sea petróleo, fosfato, o cualquier otro recurso natural en abundancia, terminarán por traer consigo monoproducción, corrupción, despotismo, luchas intestinas, malgasto, y sobre todo, pereza.
            Venezuela, por desgracia, tiene aún la reserva de la faja petrolífera del Orinoco. A diferencia de Nauru, aún no estamos en la necesidad de plantearnos, en el corto plazo, qué haremos cuando se acabe con el petróleo. Pero, sí debemos plantearnos qué hacer con el petróleo mientras lo seguimos explotando. En nuestra historia, el petróleo ha sido el excremento del diablo, pero no estamos condenados a que sea así. Los noruegos supieron sembrarlo (la frasecita de Úslar, “sembrar el petróleo”, se ha convertido ya en un horroroso cliché, pero no por ello deja de ser relevante).

            No creo que los noruegos, por el mero hecho de ser catirotes bellos, son más aptos que nosotros, morenitos feos. Su mayor aptitud está, sencillamente, en que eligen a gobernantes que utilizan el petróleo realmente para el progreso de su país. Hace ya casi veinte años, nosotros elegimos a un tipo muy simpático que, en vez de usar la enorme riqueza petrolera para solucionar muchos de nuestros problemas invirtiendo sabiamente, se dedicó a hacer lo que hicieron los nauruanos: gastar a lo bestia en proyectos absurdos, y comprar conciencias para mantenerse en el poder. No nos quejemos ahora haciendo colas en los supermercados, tenemos lo que merecimos.

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