Un tema muy común en la literatura es el del monstruo
que, cuando se le conoce mejor, en realidad es bastante tierno. King Kong,
Shrek, la Bestia, y tantos otros, intimidan con su ferocidad, pero a medida que
sus historias van avanzando, el lector o espectador termina simpatizando con
ellos.
He
tenido una experiencia parecida en las Islas Marshall. A mi llegada, percibí de
inmediato las tensiones étnicas entre marshaleses y chinos. Y, para mi
desgracia, mis amigos marshaleses me ubicaron en un apartamento, propiedad de
un chino. Detesto ese lugar. Es horrorosamente cálido, y el cuarto no tiene
ventanas. Prender el aire acondicionado es carísimo. Trato de estar ahí lo
menos posible. Y, como extensión de mi odio a ese apartamento, terminé por
odiar al chino propietario. Debajo del apartamento, hay un negocio espantoso,
también propiedad del chino. Ese negocio es muy parecido a los lugares donde
los maracuchos, cuando vamos camino a La Puerta, nos detenemos a comprar queso,
y tenemos que ahuyentar la enorme cantidad de moscas que llegan. Con semejante
fealdad, mi desprecio por el chino y su negocio es aún mayor.
Para
colmo de males, el lavamanos del baño de mi apartamento se empoza. Fui a comunicárselo
al propietario. Para mi sorpresa, el hombre me ofreció una cena, me presentó a
algunos de sus amigos, y bebimos té. El interior de su casa está bellamente
decorado. Este señor chino no hace el menor esfuerzo en presentar un negocio
agradable a su clientela. Pero, cuando se trata de su familia y amigos, tiene
buen gusto (aunque, el hombre me insistía en que, en realidad, todo es debido a
su mujer). El chino fue muy espléndido conmigo, y me ocurrió con él lo mismo
que el espectador siente con Shrek: no es el ogro que yo creía.
Algunos
días atrás, un asesinato conmocionó a Majuro. A una mujer china le cortaron su
garganta, aparentemente en un intento por violarla. A medida que conversaba con
esos señores chinos, les comenté sobre el asesinato. Uno de los muchachos con
quien había entablado conversación, me dijo que la señora era su madre. No
hallaba dónde colocar mi cabeza. Sentí una enorme vergüenza, e hice lo posible
por cambiar la conversación.
En
ese tipo de asesinatos, la primera persona de quien se sospecha es el marido. Pero,
era claro que el marido de la víctima no era culpable, porque en el momento del
asesinato, se encontraba en Kiribati haciendo negocios.
Los
chinos están expandiendo sus negocios en toda Micronesia, y en poco tiempo, se
adueñarán de esta región sin disparar ni un solo rifle. En mis momentos de odio
al chino propietario del apartamento, desprecié muchas cosas de él, pero jamás
dudé de su disciplina y tesón. Lamentablemente, los micronesios, quienes por lo
general son más agradables y simpáticos, no tienen esa virtud. Es inevitable
que los chinos los terminen dominando. Los chinos trabajan de sol a sol. Los
micronesios son gordos que no se mueven de sus sillas.
Quizás
soy un cerdo por repetir estos estereotipos tan burdos. Pero, al considerar un
país como Nauru, me resulta inevitable formarme esta opinión. Nauru, un país
diminuto (mucho más pequeño que las Islas Marshall), consiste de una sola isla,
de aproximadamente 25 kilómetros cuadrados. Los japoneses la tomaron, y como
fue costumbre, maltrataron horriblemente a la población. Tras la derrota
japonesa, Nauru pasó a ser administrada un tiempo por Australia, y luego obtuvo
su independencia.
Como
muchos otros paisitos del Pacífico, cabría esperar que Nauru terminaría por ser
muy pobre. Pero, no fue así. Se descubrió fosfato, y las compañías mineras
empezaron su explotación. Aquello no fue la típica depredación del pasado
colonialista. Nauru recibió una enorme riqueza, al punto de que se convirtió en
el país con la renta per cápita más alta del mundo.
¿Dónde
está esa riqueza? Se esfumó por completo. Los políticos corruptos se
embolsillaron una parte. Otra parte, se invirtió en otros países catastróficamente,
y se perdió. Y, aún otra parte, se gastó en proyectos absurdos, como por
ejemplo, una aerolínea nacional que sólo servía para llevar a los nuevos ricos
de Nauru a Australia y otros países del Pacífico, en aviones casi siempre
vacíos.
Los nauruanos
empezaron a consumir a lo bestia, y llegaron a convertirse en el país más obeso
del mundo (tienen ese dudoso honor hasta el día de hoy). Mientras hubo fosfato,
la fiesta fue divertida. Pero, el fosfato ya se acabó, y ahora, Nauru debe
conformarse con hacer contratitos con Australia, sirviendo como centro de
refugiados de gente desesperada que llega a las costas australianas. Los
nauruanos invirtieron en banquetes, pero no en hospitales y escuelas. Cuando el
fosfato se acabó, aún les quedó el gusto por el buen comer, y a pesar de que
son ahora un país muy empobrecido, sus hábitos alimenticios persisten. Consumen
muchas calorías, pero no tienen hospitales básicos para tratar las enfermedades
que están asociadas con la obesidad.
Es
fácil señalar con el dedo juzgador a Nauru. Pero, en realidad, ellos son
víctimas de aquello que Michael Ross llama “la maldición del petróleo”. Nosotros
los criollos, gracias a Pérez Alfonso, sabemos que el petróleo es el excremento
del diablo. Sea petróleo, fosfato, o cualquier otro recurso natural en
abundancia, terminarán por traer consigo monoproducción, corrupción,
despotismo, luchas intestinas, malgasto, y sobre todo, pereza.
Venezuela,
por desgracia, tiene aún la reserva de la faja petrolífera del Orinoco. A
diferencia de Nauru, aún no estamos en la necesidad de plantearnos, en el corto
plazo, qué haremos cuando se acabe con el petróleo. Pero, sí debemos
plantearnos qué hacer con el petróleo mientras lo seguimos explotando. En
nuestra historia, el petróleo ha sido el excremento del diablo, pero no estamos
condenados a que sea así. Los noruegos supieron sembrarlo (la frasecita de
Úslar, “sembrar el petróleo”, se ha convertido ya en un horroroso cliché, pero
no por ello deja de ser relevante).
No
creo que los noruegos, por el mero hecho de ser catirotes bellos, son más aptos
que nosotros, morenitos feos. Su mayor aptitud está, sencillamente, en que eligen
a gobernantes que utilizan el petróleo realmente para el progreso de su país. Hace
ya casi veinte años, nosotros elegimos a un tipo muy simpático que, en vez de
usar la enorme riqueza petrolera para solucionar muchos de nuestros problemas
invirtiendo sabiamente, se dedicó a hacer lo que hicieron los nauruanos: gastar
a lo bestia en proyectos absurdos, y comprar conciencias para mantenerse en el
poder. No nos quejemos ahora haciendo colas en los supermercados, tenemos lo
que merecimos.
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